jueves, 9 de mayo de 2013

ANIVERSARIO 4 AÑOS

Con motivo de los cuatro años de manifestación intelectual llevados a cabo por Kaosmot's y la Comunidad Independiente de Estudios Filosóficos y Literarios Contemporáneos, les presentamos un par de traducciones, dos textos filosófico-literarios y cuatro poemas, a saber:


(DANDO CLICK EN EL NOMBRE, PUEDEN ACCEDER AL TEXTO QUE ELIJAN)
 

-Andrés Ramírez: El Amor de un Ser Mortal (trad.)

-Ánderson Bolívar: De la Superación de Sí Mismo (trad.)

-Juan D. Gómez: Otro Escrito Fragmentario [(acerca de La Escritura del Desastre de Maurice Blanchot) ensayo filosófico-literario]

-Pedro Alzate Velázquez: Ética del Testimonio [(pensamiento blanchotiano) Ensayo filosófico-liteario]

-Jhony Castaño: Un Nuevo Comienzo; el Fin de un Comienzo (poemas)

-Julián Castaño Cortés: Conspiración Maldita; Gracias Madre (poemas)

Esperamos sea de su total agrado; y muchas gracias por hacer que esta eternidad virtual se prolongue.

JULIÁN CASTAÑO CORTÉS (POEMAS) ANIVERSARIO 4 AÑOS

Por: Julían Castaño Cortés
CONSPIRACIÓN MALDITA


Conspiración maldita
De sentimientos sin alma,
De realidades perdidas,

De corazones inertes,
De vidas sin muertes.
Conspiración maldita
Del gran amor perdido
De la felicidad nunca encontrada
De un corazón siempre herido
De una vida jamás vivida.
Conspiración maldita
Que no me presenta el amor
Y me lleva a un mundo de tristeza
Solo y lleno de desesperación.
Conspiración maldita
Moriré con el valor de odiarte eternamente
Por no dejarme vivir, ni sentir
El valor que se llama amor.
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GRACIAS MADRE

No sé cómo escribir
no sé cómo debo escribirte
si sobre ti, todo lo han dicho
Cómo no redundar
si solo gracias te debo dar
si eres lo más especial.
Cómo no adorarte
Cómo intentar olvidarte
Eres la gran mujer
Eres la perfección humana
Eres casi un dios.
Pero me equivoco
Porque en ti siempre pienso
A ti siempre te recuerdo
No te abandono ni un momento
Porque no quiero morir sin decirte
Que te amo madre mía
por ser la guía en mi vida.

JHONY CASTAÑO (POEMAS) ANIVERSARIO 4 AÑOS


UN NUEVO COMIENZO  
Por: Jhony Castaño
Olvídame
Mientras caminas
De nuevo 

Conmigo. 




EL FIN DE UN COMIENZO
 

Por: Jhony Castaño
Recuérdame
Antes de que partas
De nuevo
A ninguna parte.

PEDRO ALZATE VELÁSQUEZ (ÉTICA DEL TESTIMONIO) ANIVERSARIO 4 AÑOS

ÉTICA DEL TESTIMONIO
Por: Pedro Alzate Velásquez



Nos han obligado, y con esto me refiero, efectivamente, a ellos: sujetos tácitos, ocultos en la expresión (aquí no importa el agente). Se han esforzado lo suficiente para lograrlo. Han persistido en que dirijamos atenta, insistente e insufriblemente nuestra mirada a lo que para ella es invisible, indistinguible y, por ello, angustiante. No podemos verlo y, aun así, estamos obligados a verlo; ellos lo permitieron. Tarea que en ocasiones deja sin aliento, que conduce a que nos convirtamos (a pesar de lo atentos que podamos estar) en contempladores de un vacío, con la mirada perdida en él, moviendo los ojos por todas partes —esa es la dirección—, absortos, incluso absurdos.

A eso nos han empujado cuando hacen de la desaparición, del desaparecido, algo que merece gran importancia, algo que aclama nuestra atención a cada momento.

Esto ha sucedido, y se puede ver —atendiendo a las palabras de Columna de la desaparición[1]— cómo tal palabra “desaparecido”, diferentemente, constituía, no la evidencia de lo trágico (aunque tampoco era totalmente descartado), sino un hecho siempre posible, algo que no salía de lo habitual. No era imposible, ni impensable, mucho menos descabellado que alguien desapareciera, que se le perdiera a la vista y que, tal vez, nunca volviera.

Así era, y ello porque desaparecer, el desaparecido, la desaparición misma, tenían una naturaleza que lo permitía, es decir, no se pensaba en la desaparición como el último acto de quien desaparecía; aquel desaparecido no desaparecía para desaparecer, no lodesaparecían. Esto era un suceso que suponía un viaje o un nuevo comienzo o perderse en el camino de regreso a casa, un desviarse, o una huida o, incluso, un morir en tierras lejanas; había un motivo fuera de la desaparición misma para que ésta tuviera lugar, pues, de hecho, lo tenía: era un viaje, era una guerra, era la lejanía.

Se desaparecía, pero no porque se quisiera desaparecer en el desaparecer mismo (si se huía, por ejemplo, era para salir de un lugar y llegar a otro, tal vez a esconderse; se iba a un sitio lejano, a otra parte, pero siempre a otro sitio, no en el acto de desaparecer), se desaparecía porque era algo que formaba parte del vivir, habían muchos motivos para ello, y por lo tanto, no reclamaba a todo momento nuestra preocupación, no valía la pena prestar atención a dicho acto como algo insólito, pues podía deberse a diferentes motivos, a la cotidianidad misma, no era un acontecimiento extraordinario: habían cosas más importantes por hacer y sobre las que pensar. Aunque, es verdad, se conservaba una preocupación y un anhelo, pero es de humanos preocupar-nos y anhelar-nos constantemente.

Hoy día ya no se desparece. Desaparecen. Y esto es lo original, es algo notable —tan inusual ha sido­—; se ha pasado de la impersonalidad que caracteriza a aquella voz pasiva refleja, donde no hay quien desaparece a quien, a la indicación evidente de un sujeto que desaparece a quien desaparece, y con evidente busco decir a la relación directa de la acción de desaparecer con unagente (no tan evidente) que, ahora, la ocasiona frente al otro. Ya no se busca por cuenta propia un motivo cualquiera que provoca, a su vez, la desaparición frente a lo familiar, ahora lo desaparecen. Lo cual constituye lo inquietante, porque ya no podemos hablar únicamente del desaparecido, éste ya no se establece como la única preocupación en el acto de desaparecer, sino que se introduce dentro de una relación con quien lo ha desaparecido. La acción no recae en el mismo individuo que desaparece, sino que es un agente externo quien la realiza.

Así pues, la desaparición deja de ser propia, sale de ese carácter personal que contiene en sí todo aquello que pueda constituir lo personal: no hay voluntad, no hay acuerdo, no hay disposición, no hay decisión, no hay ninguna posibilidad o ésta no depende de aquel que desaparece. La posibilidad no permite que en nuestros tiempos, o más aún, que en nuestra fronteras, alguien desaparezca rompiendo con toda relación cercana a lo conocido ¡eso sería su muerte! Son tiempos inquietantes, eso admiten muchos, pero ha permitido que, por lo mismo, reafirmemos y protejamos más la presencia del otro. Saber del otro, aun en su lejanía, no constituye mayor esfuerzo, y por ello él no desaparece.

Por lo tanto, tiene que haber algo —quiero decir alguien— que procure esto y que lo suspenda de ese modo, es decir, que lo mantenga como desaparecido.

Ellos lo hacen, esa es su labor: le dan su carácteral desaparecido.

La libre ausencia del otro que lo indetermina en el espacio siempre abierto —amplitud que imposibilita cualquier afirmación diferente al ausente estado de aquél, que hace que su lugar sea ambiguo, pero que, aun así, tenga un lugar el cual permite la posibilidad de una, tal vez, futura presencia debida al movimiento propio en el espacio—, a esa ausencia ellos la introducen en un espacio fatal, cerrado y suspendido, la limitan (pierde su libertad) a éste, el cual nos dice que indudablemente está ahí, pero es un espacio en vilo, sin lugar alguno, siempre fuera de sitio, donde no es posible ubicarlo, pues no indica lugar alguno: no hay lugar en el cual el desaparecido pueda estar, sabríamos de él, se podría encontrar, no sería un desaparecido. Es un espacio que nos dice que, efectivamente, quien desaparece está suspendido, desaparecido.

Ellos causan la desaparición al forzar la ausencia del otro, se origina una fuerza, una violencia que se presenta como desaparición; es impactante y, mínimamente, atrae nuestras miradas. Su carácter no puede ser de otra forma, es violencia lo que la constituye, la desapariciónno puede ser más que forzada, pues ella es esa misma fuerza. Aquél a quien desaparecen queda suspendido en la tensión de su desaparición, no trasciende a ningún lugar donde podríamos encontrarlo, lugar que lo evidenciaría como ausente (tal vez perdido, incluso muerto) en un lugar determinado.

Y esta misma fuerza, esta misma violencia que la desaparición es, y según su propia naturaleza arrolladora, irrumpe e inquieta nuestra condición, y nos fuerza a advertirla y a mantener nuestra atención sobre ella: desaparición forzada que fuerza también nuestra vigilia. Acudimos, sin intención alguna (nos conducen), a una llamada que tampoco quiso pronunciarse; puesto que, ya se ha dicho, desaparecen para desaparecer, para borrar cualquier rastro, sepultar cualquier evidencia, diluir toda presencia, esa es la intención, pero también el error. Tal acto es imposible, nadie logra desaparecer-se, a lo sumo se ausenta o muere, desaparecer es impensable, siempre queda algo, evidentemente no en quien desaparece, sino en nosotros: el recuerdo, la memoria no permite que se efectúe una desaparición aunque insistan infatigablemente. Y es por ello, entonces, que este acto se muestra violento y, por lo mismo, evidente. Desaparecer está por fuera de cualquier posibilidad, y por eso, cuando hay un intento de perpetrarlo, se hace visible, atrae la atención aunque no quieran, aunque no queramos ni estemos listos. Nunca quisieron llamar la atención, pero llamaron, y atendimos.

Claro, no significa que por dirigirnos hacia aquella acción, ella se resuelva y el desaparecido aparezca, esto no sucederá, cualquier intento no resolverá nada. Esto, más bien, ocasiona un conflicto; dado que la preocupación no es por aquella abstracción, no es por la desaparición (esto es asunto de quien no tiene por qué preocuparse); sino que es, sin lugar a duda, por quien es y está desaparecido, él es quien nos importa, y hacia él van todos nuestros esfuerzos; mas no sabemos nada de él, está desaparecido, y por lo tanto, la dirección de nuestros esfuerzos y nuestra búsqueda se interrumpe en el acontecimiento mismo, éste se intensifica y se nos hace más angustiante, se reafirma la desaparición, confirmamos que el desaparecido lo está, y no logramos salir de este hecho.

La única salida posible frente a esta acción es encontrar a quien han desaparecido (hay que seguir buscando), y como aquella salida no podemos hallarla por medio de la acción misma y el desaparecido no aparece, recurrimos al otro punto, a aquellos que la han ocasionado. Ellos tienen la respuesta, eso esperamos, pueden decirla. Al haber un agente que desaparece habría alguien que podría dar respuesta a la desaparición, tendría algo por decir del desaparecido y de su paradero. Tienen la respuesta, pero este no es el problema, ¿cómo podrían entregárnosla? Ellos no están, son eternos ausentes, esto es lo que los caracteriza: ser ellos, no tener identidad ni singularidad alguna, no permitir que haya alguien a quien dirigirse, ni en quien sostener la desaparición, ni mucho menos al desparecido, mantener el espacio, pero sin lugar; ser, a lo sumo, una dirección hacia la cual nos podríamos dirigir sin la posibilidad de llegar a ninguna meta.

Aún permanece la angustia del enfrentar la desaparición, angustia que se traduce en recuerdo, en memoria, pues aclamamos la presencia del desaparecido, pedimos la cercanía de aquél que ahora no está. Es lo cercano, lo presente lo que nos complace, y al tener cerca solo la desaparición (nada), esto se constituye en desesperación, inquietud, no lo aceptamos soberanamente; necesitamos algo cercano, algo que nos traiga a la presencia a aquel desaparecido ya que él no viene ni nos dicen nada, pero solo podemos acudir a lo cercano. Entonces recurrimos a un retrato (el rostro), a un nombre. Pero esto no es ningún consuelo, pues sabemos que tan solo es ficción, una presencia que cae también en esta relación; es interrupción: un nombre, una foto que, más allá de ellos mismos, no dicen nada, son inmutables, eternos y silenciosos. No nos llevan al encuentro con aquel desparecido, sin embargo, se instauran como lapalabra con la cual podemos pronunciar un hecho insólito e impactante que suponían fuera imperceptible, se declaran como el lugar en el cual se sitúa nuestro padecimiento, como también nuestro aliento. Los hacen culpables a ellos, aunque quieran ocultarse en la desaparición misma. Ya lo hemos dicho, desaparecer es imposible, aunque persistan en hacerlo.

[1] MEJÍA TORO, Jorge Mario. Incursiones de un tercermundano en la ficción del pensamiento (Columna de la desaparición). ED. Autores antioqueños, 1997, p. 105.

JUAN D. GÓMEZ [OTRO ESCRITO FRAGMENTARIO (ACERCA DE LA ESCRITURA DEL DESASTRE DE MAURICE BLANCHOT)] ANIVERSARIO 4 AÑOS

OTRO ESCRITO FRAGMENTARIO
Por: Juan D. Gómez


(Acerca de 'La Escritura del Desastre' de Maurice Blanchot)

No pensar: esto, sin recato, con exceso,
en la fuga pánica del pensamiento.
M. BLANCHOT

En el momento justo todo siguió su curso, de qué manera, complejo responderlo, pero queda claro que se buscó darle respuesta al gran problema que se presentaba: el desastre.

Si bien cada momento se presenta en el devenir otra cosa, siempre se llega al punto en el que todo eso-ese que deviene-otro se estanca en lo mismo: el constante cambio. Sin embargo no cambia lo necesario, es más, ni siquiera es necesario que sea necesario lo necesario: el cambio. Cada momento pensando en el porvenir, dejando a un lado lo que está en el momento justo, en el momento de la presencia-ausencia que se borra para ser otra. Aquello que se vuelve tan molecular y escapa de la totalidad, pero de algún modo el sujeto histórico permanece, se convierte en el principal enemigo, en aquel para eliminar. Allí la responsabilidad sobrepasa todo lo que se puede sobrepasar: el cambio. Mientras que cuando se llega al punto de la ruptura con el tiempo, con el pasado como pasado, el futuro como futuro, y se está en el presente como lo pasajero, se pone en relación el constante juego con la borradura, con lo peor, con aquello que dice “el desastre lo arruina todo dejando todo como estaba”. ¿Qué desastre? ¿Qué todo? ¿Qué es lo que queda en las ruinas? ¿Cuál es la aparente estatización que se muestra aquí? Es difícil. Mejor cambiar todo esto, es decir, darle a ello una respuesta que borde en el estado de ánimo, en el preciso instante en el que ya no queda más qué decir, sino simplemente dejar el balbuceo como motor de todo: el puro murmullo.

El desastre no es lo desastroso. Tampoco es algo que pase y no deje huella. No es lo que siempre se piensa: que el desastre puede pasar por tal o cual cosa. El desastre pasa. El desastre está, al mismo tiempo que no está. Puede ser lo instantáneo, lo fugaz, lo funesto, incluso, llevándolo a un campo más reconciliador, puede erigir: más desastre. La misma escritura puede verse como eso, las palabras en el papel se convierten en lo que generan más mal que el mismo desastre. Las palabras, en el lenguaje de lo cotidiano, ayudan a aumentar el caos. Todo continuará igual. El desastre: lo que devasta, lo que genera algo más: residuo. Lo que deja todo convertido en puro fragmento, en pura partícula, en puro ser-otra-cosa. El desastre viene después de lo peor. Lo peor siempre está. El desastre lo reafirma: dejándolo igual. Pero todo a su vez puede verse como un cambio, un algo que se convierte en otro algo y ese “otro algo” en otra cosa, pero de la misma manera todo queda igual. El misterio del desastre está en el mismo hecho de que no deja las cosas diferentes, sino que las cambia para que sigan igual. El cambio aquí no es necesariamente algo diferente, como suele pensarse, en este caso podría mirarse como lo que siempre se desarrolla diferente pero que, al mismo tiempo, sigue igual.

Cuando el desastre se convierte en algo personal se irrumpe en su carácter súbito e impredecible, pasa de ser algo que realmente acaba con todo a ser aquello que llega al campo en el que es algo esperado: del desastre puede decirse que es lo más impersonal de todo.

El Todo es el todo como punto que irrumpe en un “yo” un “tú” un él/ella”, más bien es un “aquello” un “eso” o cualquier otra cosa que se enmarque en el mismo desastre como lo que llega desde lejos y hace que pueda hablarse de él cuando de verdad pase, es decir, siempre está. Todo sigue igual. En últimas, hablar del todo resulta más complejo que hablar de cualquier otra cosa, pero más bien, cabe entender este Todo como un Todo en el cual está inmerso la generalidad que, a su vez, encierra en sí misma la particularidad, sin que tenga que pensarse en la teorización de la totalidad, o la singularidad, más bien cabría decir que es lo fragmentario, lo múltiple, lo molecular.

Para el desastre no cabe otra cosa diferente a pensarlo sólo como el desastre que lo arruina todo, ya no queda nada bueno; podría decirse que se convierte en aquello que erige ruina, puro derrumbe, pura devastación, se convierte en aquello que borra todo, pero al mismo tiempo parece que no pasara cosa alguna. Es lo más a-personal. Le puede pertenecer un To o un It, por darle algún calificativo. Siempre está. Es lo único que realmente pasa cuando pasa. No deja lugar a un alguien que diga “este es el desastre, ya me lo esperaba”, ahí pierde toda su impersonalidad. Deja de ser aquello que lo deja todo como estaba para convertirse en el resultado de lo que puede pasar. No, eso no es el desastre. Más bien todo es tan parecido al mismo hecho de olvidar. Al desastre le pertenece el carácter del olvido, el dejar atrás, el no poder permanecer en lo mismo, ir borrando paso a paso, cada vez que todo el tiempo-sin-tiempo permita que el desastre sea el desastre, lo que éste deja: todo como estaba.

En algún momento llegará el día en el que pueda definirse aquello como tal y el desastre mismo como el desastre por sí mismo. Por ahora cabe decir que el tiempo del desastre es lo más efímero que lo efímero mismo, es decir, pasa en el momento menos pensado, ya que si se habla del momento indicado remitiría a pensar en que se estaba esperando el desastre, mientras que éste es netamente súbito, repentino, casi casual.

Así que aquello que viene después de lo peor sería el mismo desastre que, a su vez, sería lo que dejara todo como estaba, esto es, el no-cambio del cambio. El paso impersonal de lo sabido a lo desconocido, pero al mismo tiempo próximo y borrador de lo que no se quiere. El desastre pierde todo carácter de personalidad, un “YO” que habla ni siquiera puede atribuirse el desastre, pues éste llega al punto tal en el que aniquila todo y se convierte en lo que siempre ha sido: puro desastre. Todo continuará igual. Lo que siempre ha sido que permanezca. Ni el tiempo ni el cambio aniquilan lo venidero, que no necesariamente es lo que se espera. “El desastre cuida de todo”. Al ser aquello que lo arruina todo dejándolo como estaba se afirma esto anterior, pues puede verse un regocijo del todo en el momento justo en que el desastre llega de manera repentina. Aquí nada y todo pueden ser una misma cosa, pues al ser el todo devastado por el desastre, pero a su vez cuidado por él, la nada se convierte en un elemento que, de manera directa o indirecta, ese es el problema, pertenece al campo del todo y, por tanto, al desastre mismo como lo que destruye y erige ruina, por llamarlo de algún modo. Esta nada que se menciona puede estar referida a la misma impersonalidad del desastre, pues al ser nada, se ve como el silencio, como la ausencia-presencia-todo: la nada es aquello inmerso en el todo, pero que, al mismo tiempo, puede mirarse como el silencio que hace que se reconozca el desastre.

De tal modo que será mejor callar.

En aquel momento del curso que seguía su curso todo se convirtió en un mar en donde navegar fue tan complejo como decir la verdad de algo. El desastre no se esperaba, pues ya se estaba en él. Nadie tenía la consciencia de decir este es el desastre. Todos callaban, soportaban, aguantaban, esperaban a que cesara lo que no se sabía que estaba pasando. A fin de cuentas nadie quería saber qué era lo que en definitiva ocurriría: si lo peor, o lo peor de lo peor.

“Has de tal manera que yo pueda hablarte”

El cambio llega en cuando no se espera. Es natural y espontáneo. No tiene necesidad de llevar todo lo que se quiere al campo del cambio, lo que se espera es lo deseado, lo que irrumpe hasta en el mismo desastre, el cambio es el devenir-otro por el mero hecho de que se deviene-otro. No pensar el cambio como la expectación de ser otro. Todo pasa porque pasa. Habrá factores que influyan, pero no significa que sean los que ocasionen tal o cual cosa. El cambio es desastroso, lo cual no implica que sea directamente el desastre, pues desastre y desastroso no son lo mismo. El cambio se tiene presente sólo en el momento en que se cambia, no porque se diga que es algo que esté cambiando ha llegado el cambio. El cambio simplemente cambia, es súbito, es una presencia-ausencia que no tiene lugar en el decir: “estás pasando esto o aquello”. Asimismo es el desastre. Son súbitos, in-esperados. No tienden a ser lo que se llega a la consciencia para que después pase, es más, aniquilan todo y abren, al mismo tiempo, posibilidades que no son definibles, simplemente da la apertura a lo desconocido, al “desierto que crece” todo aquello que no puede definirse ni decirse es esto o aquello: “El desastre lo arruina todo dejando todo y como estaba.” “El desastre cuida de todo”

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ÁNDERSON BOLÍVAR [DE LA SUPERACIÓN DE SÍ MISMO (TRAD.)] ANIVERSARIO 4 AÑOS

DE LA SUPERACIÓN DE SÍ MISMO
Traducción realizada por: Ánderson Bolívar.


¿“Voluntad de verdad” llamáis vosotros, los más sabios, a lo que os impulsa y os pone en celo?
Voluntad de volver pensable todo lo que es: ¡así llamo yoa vuestra voluntad!
Primero queréis hacer pensable todo lo que es: pues vosotros dudáis, con buena desconfianza, si ya es pensable.
¡Pero debe someterse y doblarse a vosotros! Así lo quiere vuestra voluntad. Debe llegar a ser liso y subordinarse al espíritu como su espejo y contra imagen.
Esa es vuestra voluntad entera, vosotros los más sabios, como una voluntad de poder; y aun cuando vosotros habléis del bien y del mal y de las estimaciones de valor.
Vosotros queréis crear todavía el mundo ante el que podáis arrodillaros: así es vuestra última esperanza y vuestra última ebriedad.
Los no sabios, ciertamente, el pueblo, — son igual al río sobre el que flota continuamente una barca: y en la barca se sientan solemnes y encubiertas las estimaciones de valor.

Vuestra voluntad y vuestros valores los asentasteis sobre el río del devenir; lo que es creído por el pueblo como bueno y como malvado me revela una antigua voluntad de poder.
Fuisteis vosotros, los más sabios, los que asentasteis tales huéspedes en esa barca y les disteis pompa y orgullosos nombres, — ¡vosotros y vuestra voluntad dominadora!

Ahora el río resiste continuamente vuestra barca: tiene que resistirla. ¡Poco importa si la ola rota espumea y, colérica, contradice a la quilla!

No es el río vuestro peligro y el final de vuestro bien y vuestro mal, vosotros los más sabios: sino aquella voluntad misma, la voluntad de poder, — la inexhausta y engendrable voluntad de vida.

Pero a fin de que vosotros entendáis mi palabra del bien y del mal: para esto quiero yo deciros todavía mi palabra acerca de la vida y de la índole de todo lo viviente.

Yo seguí a lo viviente y recorrí los caminos más grandes y los más pequeños, a fin de conocer su índole.

Con centuplicado espejo descubrí todavía su mirada, cuando había cerrado la boca: para que su ojo me hablase. Y su ojo me habló.

Pero solo donde encontré seres vivientes, ahí también oí el discurso de la obediencia. Todo lo viviente es obediente.

Y esto es lo segundo: es mandado aquel que no puede obedecerse a sí mismo. Así es la índole de lo viviente.

Pero esto es lo tercero que oí: que mandar es más difícil que obedecer. Y no solo que el que manda resiste la carga de todos lo que obedecen, y esa carga fácilmente le aplasta: —

Un ensayo y un riesgo advertí en todo mandar; y siempre que el ser vivo manda se arriesga a sí mismo en ello.

Sí, todavía cuando se manda a sí mismo: también ahí tiene que expiar incluso su mandar. Tiene que llegar a ser juez y vengador y víctima de su propia ley.

¡Cómo sucede esto! así me preguntaba. ¿Qué persuade a lo viviente, que obedece y manda y ejerce obediencia incluso mandando?

¡Escuchad ahora mi palabra, vosotros los más sabios! ¡Examinad seriamente si yo me deslicé hasta el corazón de la vida misma y hasta las raíces de su corazón!

Donde encontré seres vivientes, ahí encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré la voluntad de ser señor.

Que lo más débil sirva a lo más fuerte, a esto persuádele su voluntad, la cual quiere ser señora de lo que es más débil todavía: a ese solo placer no le gusta renunciar.

Y como lo más pequeño se entrega a lo más grande para disfrutar de placer y poder sobre lo mínimo: así también lo máximo se entrega y en consideración al poder — pone la vida en ello.

Esta es la entrega de lo máximo, que es riesgo y peligro y un juego de dados en torno a la muerte.

Y donde hay inmolación y servicios y miradas de amor: ahí también hay voluntad de ser señor. Por caminos secretos se desliza secretamente lo más débil hasta el castillo y hasta el corazón del más fuerte — y ahí roba poder.

Y este misterio me dijo la vida misma. “Mira, habló, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo.

Ciertamente vosotros llamáis a ello voluntad de engendrar o impulso de finalidad, de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo eso es algo Único y Un misterio.

Preferiblemente hundirme en mi ocaso que renunciar a eso Único; y verdaderamente, donde hay ocaso y caer de hojas, mira, ahí la vida se inmola — ¡por poder!

Que yo tengo que ser lucha y devenir y finalidad y contradicción de las finalidades: ¡ay, quien adivina mi voluntad, adivina sin duda por qué caminos sinuosos tiene ella que ir!

Lo que sea que yo cree y también como le ame, — pronto tengo que ser su adversario y de mi amor: así lo quiere mi voluntad.

Y también tú, cognoscente, eres solo un sendero y una huella de mi voluntad: ¡verdaderamente, mi voluntad de poder camina también con los pies de tu voluntad de verdad!

Ciertamente no dio en el blanco de la verdad quien disparó hacia ella la frase de la “voluntad de existir”: esa voluntad — ¡no la hay!

Pues: lo que no es, eso no puede querer; pero lo que está en la existencia, ¡cómo podría querer todavía la existencia!
Solo donde hay vida, ahí también hay voluntad: pero no voluntad de vida, sino — así te lo enseño yo — ¡voluntad de poder!

Mucho es estimado por el viviente en más alto grado que la vida misma; mas en el apreciar mismo habla — ¡la voluntad de poder!” —

Así me enseñó antaño la vida: y con ello yo os resuelvo, a vosotros los más sabios, incluso el enigma de vuestro corazón.

Verdaderamente, yo os digo: un bien y un mal que fuesen imperecederos — ¡no los hay! A partir de sí mismos una y otra vez tienen que superarse a sí mismos.

Con vuestros valores y vuestras palabras de bien y mal ejercéis violencia, vosotros los estimadores de valor: y este es vuestro amor oculto y resplandor, titileo y desbordamiento de vuestra alma.

Pero una violencia más fuerte emerge de vuestros valores y una nueva superación: al contacto con ella se quiebran huevo y cáscara de huevo.

Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: verdaderamente, ese tiene que ser primero un aniquilador y quebrar valores.

Así el supremo mal pertenece a la suprema bondad: pero esta es la bondad creadora. —

Hablemos de ello, vosotros los más sabios, si igualmente es malo. Callar es peor; todas las verdades reticentes llegan a ser venenosas.


¡Y que pueda quebrarse, todo lo que al contacto con nuestras verdades — pueda quebrarse! ¡Hay algunas casas que edificar todavía!

Así habló Zarathustra.


ANDRÉS RAMÍREZ [EL AMOR DE UN SER MORTAL (TRAD.)] ANIVERSARIO 4 AÑOS



EL AMOR DE UN SER MORTAL[1]


Traducción: Andrés Ramírez (docente Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia)

Tomado de: BATAILLE, GEORGES. Annexes “4. L’amour d’un être mortel”, Oeuvres Complétes, T. VIII, 1976 p. 496 – 503.



La reflexión de la cual el amor es el objeto es ante todo la más decepcionante. Es que en la persona del ser amado, un amor autentico propone al espíritu muchos motivos de enceguecimiento. A menudo, la reflexión a sangre-fría sustituye con una mezquina verdad la visión de la fiebre. El amor divino que se encuentra al abrigo de tan grandes fracasos, está bien solo: la trascendencia de una verdad sobrenatural le eleva sobre las nimias miserias que empañan el esplendor del ser amado. Para el conjunto de los hombres,  - quienes no le aman- aquel no podría por otra parte más que pretender abusivamente al valor soberano que yo le atribuyo, y sin el cual no lo habría amado. Así la reflexión profunda sobre el amor es ante todo desencanto. Todo amor enloquecido sería prueba de ingenuidad, y la lección de la sabiduría es el desprecio.

A decir verdad, el amor humano es la paradoja más chocante. El ser elegido lo es siempre en razón de un valor que él no tiene, puesto que él no lo tiene más que para el amante. De parte de los amantes esta negación de lo que ellos no son, esta reducción del universo a lo que ellos son, es el sentido de un grosero desprecio. Pero voy a esforzarme en mostrar que para una reflexión “sin medida”, este escándalo es una vía de la verdad.

I

Puedo representarme al hombre abierto desde los tiempos más antiguos a la posibilidad del amor individual. Me basta imaginar el aflojamiento hipócrita del lazo social. La preocupación dominante por la subsistencia, que nosotros imputamos tan fácilmente a los primeros hombres, ¿habría sido tan contraria al desorden de los sentimientos como a los múltiples caprichos que agitan los pueblos más simples? Pero de la forma que sea, incluso ligado al matrimonio, el amor tuvo siempre un sentido de transgresión. ¿Qué es el matrimonio, sino una violación ritual del interdicto patente en la unión sexual? Del mismo modo el sacrificio es una violación prescrita del interdicto de matar. Si el amor individual no es en él mismo opuesto a la sociedad, los amantes no pueden concordar con un orden de cosas que les ignora (o les incrimina) y tienden por una futilidad (o una amenaza) al sentimiento que les domina. En esas condiciones difíciles, los trastornos y el horror silencioso de los abrazos son para los ojos de los amantes, incluso repugnantes, el valor de vergonzosos emblemas del amor que les opone a todos los otros. Los amantes han recurrido a la hechicería, de la cual aman los sortilegios y los filtros, y como los hechiceros, están del lado de los ángeles malvados. 

Nada es más contrario a la imagen del ser amado que aquella del Estado, cuya razón se opone al valor soberano del amor. Parece bien, a primera vista, que el Estado oponga su verdad universal a la verdad particular de los amantes ¿Quién podría verdaderamente dudarlo? El individuo mortal no es nada y la paradoja del amor quiere que él se limite a la mentira que es el individuo. Solo el Estado (la Ciudad) asume el recto bien para nosotros, el sentido de un más allá del individuo, solo él es el detentador de esa verdad soberana que no altera ni la muerte, ni el error del interés privado. Pero aquella verdad no tiene el valor último que él cree. El Estado no tiene en absoluto (o estaría perdido) el poder de abarcar delante de nosotros la totalidad del mundo: Esta totalidad del universo, dada en un mismo movimiento –afuera, en el ser amado, como un objeto; adentro, en el amante, como sujeto- no es plenamente accesible a nosotros más que en el concordar del amor. Es solamente en el amor que el hombre, al arder, queda enseguida, silenciosamente, rendido al universo.

Yo no he dicho que el objeto del amor es el universo: El amante (el sujeto) quedaría entonces separado, distinto de ese objeto. Solo el ser amado sería para el otro el universo entero: este no es aquel del cual se trata. El ser amado no propone al amante abrirse a la totalidad de lo que es más que abriéndose él mismo a su amor, una apertura ilimitada, no es dada más que en la fusión, donde el objeto y el sujeto, el ser amado y el amante, cesan de ser en el mundo aisladamente –cesan de ser separados el uno del otro y del mundo, y son dos soplos en un solo viento.
Jamás el Estado ni la Ciudad nos son dados de esta forma, en ese silencio de muerte en donde parece que nada es más.  La comunidad no puede en ninguna medida nombrar ese ardor, verdaderamente loco, que entra en juego en la preferencia por un ser. Si nos consumimos de languidez, si nos arruinamos, o si, a veces nos damos la muerte, es que tal sentimiento de preferencia nos pone a la espera de la prodigiosa disolución y del estallido que sería el abrazo acordado. Es que él es en la esencia del amor arder, lejos de adquirir, prodigar los bienes y la pérdida de quienes aman. Todo lleva, en la fiebre, a adelantarse hacia el abrazo en un movimiento de pasión que consume. Y si el objeto de nuestro amor evoca la ruina, -el vano resplandor, la muerte- nada contribuye más a designarlo como el ser elegido. Al menos eso es así cuando el amante mismo nombra el amor, es él mismo un ser de lujo, y familiar de la muerte o de la ruina.

Queda una posibilidad, ver una necesidad de compromiso. El juego del amor es tan abierto, -auténtico, nos propone tan grandes peligros, - que la mayor parte del tiempo, tenemos miedo. Lo más frecuente es que nosotros no demos más que unos cortos instantes a la prodigalidad sin medida y a la fiebre. Pero sobre todo nosotros no nos acercamos más que tímidamente sobre esta vía verdaderamente sagrada, que encamina a través de los dominios de la angustia y del miedo. Por esta razón, nosotros no escogemos el ser amado más que a la medida de nuestros sentimientos de prudencia. Nosotros lo soñamos, como nosotros, lleno de una osadía que se lanza, pero solamente asegurando bien que ese bello movimiento sea más bello que peligroso. Los amantes en sus juegos más riesgosos, blanquean los ojos. Esto sucede frecuentemente en la lealtad –y la malicia- de la inconsciencia, y vale más que los ademanes acompasados y las griterías dolorosas, es en donde se hace ostentación de los sentimientos más contrarios a la razón (esas maneras llamadas sordas contradicciones). La verdad es que nosotros tenemos, pase lo que pase, la dicha de encontrar (debemos encontrarla, sino por nosotros, por una “más grande gloria” del hombre, a la cual son consagrados esos grandes movimientos de la vida en nuestros cuerpos). Nosotros queremos, es cierto, que esa dicha sea peligrosa, pero hasta recusarla con actitudes amargas, o con impotentes rabias, parece demasiada pretensión. Febrilmente buscada, la desgracia, a los propios ojos del hombre febril, tiene algo de tan vista, - de tan penosamente dada a ver – que siempre, o casi, son descartadas las probabilidades de esa secreta coincidencia, sin la que los amantes no podrían alcanzar,  súbita y seguramente, el turbio sentimiento de la totalidad que les embriaga.

Es que el descubrimiento de una respuesta del amante hacia el ser amado, o del ser amado  al amante, tiene el sentido profundo que requiere para ser captada la calma en donde se busca la dicha. Esta respuesta, en la inmensidad en donde estamos aisladamente perdidos, es para nuestros ojos semejante a la paloma del arca: De repente, de una manera sutil, secreta e inasible, esta inmensidad en la cual nosotros estamos solos nos dice: “Tu no sabías que estaba: escucha la voz que es la mía, que es tu voz, he aquí este ser que se adelanta hacia ti al salir de mi profundidad, y es su voz; tú le reconoces y él te reconoce, emergen todos dos de la noche donde mí infinitud les extravía, pero, encontrándose se pierden: puesto que, lo saben, son el uno y el otro el eco, múltiple pero uno, que es mi secreto, como un vacío tan violento y tan dulcemente comunicable que nunca, desde ese día, su plenitud les faltará”. Hay una ironía casi loca en esas minuciosas coincidencias, que hacen responder la virilidad a la feminidad, un fuerte dulzor a una frágil violencia…, pero siempre una angustia a una angustia: La angustia del uno era el deseo que tenía del otro, el otro, surge como una respuesta a la angustia que le llama, no me fue dado más que por esa angustia y él dejará de ser la maravillosa respuesta que yo escucho, o que escuché, desde que el llamado cesara en mí.

Esto muestra claramente que el amor no se eleva hacia la plenitud desmesurada del universo más que a condición de no quererla de un modo absoluto: ella supone, dada bajo una forma contingente un carácter incompleto, y se comprueba que el complemento, que falta, será él mismo una forma del azar. Precisamente es el azar lo que me aparta de lo que carezco, mas es el azar también lo que me lo entrega. Si la necesidad me lo hubiera entregado, yo no habría podido reconocerlo, porque no hay nada de necesario en mí y el amor me pide sin reserva ese abandono a la suerte. Él me pide de la misma forma sutil y poco inteligible, no buscarlo jamás en el frenesí: si él es demasiado grande, la turbación al contrario, llama más bien a la calma. La verdad del amor exige también las violencias sin piedad del abrazo, pero ella no aparece más que por azar, en la transparencia del reposo. La imagen que más me viene a la mente es aquella de un lago, aquella de un objeto que no es jamás aislable como objeto, porque sus aguas fluyen y su superficie es el reflejo del cielo, sus fondos fangosos le dan el dulzor invisible que le vincula a la profundidad del suelo siguiendo el lento deslizamiento del planeta, sus bordes rocosos se borran en la luminosidad de los aires. Enteramente, la verdad del amor está suspendida en esos momentos de calma donde nosotros perdemos el límite.

II

Lo que nos engaña sobre los amantes es la inestabilidad de su auténtico acuerdo. Nos equivocamos, y sin recelo, hablamos de esas formas residuales donde la intimidad de la cual hablo cede el lugar a una vida de compromiso. Estos amantes reales viven en el mundo en donde se unen también por ostentación. Si su acuerdo les pierde de la inmensidad del mundo, ellos proponen a los otros maravillarse de su gloria. Ellos no pueden resignarse a conocer solos esa dicha cuyo límite es el universo. Pero no puede proponerla para el reconocimiento más que a condición de alejarse. Ellos la desconocen por lo tanto, y ellos lo saben: es en la medida en que es reducida a sus elementos cognoscibles que su dicha – o su suertesoberana- puede ser reconocida. Los otros tienen por otro lado razón si se niegan a admitir la verdad, se engañarían si situaran lo que han captado más allá de los límites comunes. Estos amantes han tomado esos límites por su cuenta entrando en la ostentación, ellos se someten así a esos conjuntos de juicios que subordinan el ser a fines mezquinos, de reglas en la zona insignificante a la cual los objetos de la pasión, el Estado y el ser amado, son resueltamente extraños. Ya, ellos juzgan a los otros amantes como aceptan ser juzgados ellos mismos. Y la incoherencia ordinaria de esas actitudes, - que mantienen en un mundo utilitario principios de valor unidos al consumo (como son los bellos vestidos, la riqueza, la gloria), - acaba de rebajar su gran vuelo al nivel de su vanidad.

En un sentido diferente, los juegos de los amantes tienen, sino por fin, por efecto, el nacimiento de los hijos y la formación de una familia. Pero la unión que sobrevive en esas condiciones no es la misma que la primera. Ella deviene una sociedad de adquisición. Es una en razón del número de hijos, y a menudo, es una en razón de la acumulación de riquezas.
El nacimiento de los hijos no puede ser reductible a la adquisición, pero sería vano confundir la pasión que junta a los amantes y los lazos que unen a los padres. La unión de dos amantes, no es jamás estable más que en apariencia: todo nos da a creer al contrario que ella no es dada jamás en la duración: ella todavía es engañosa, no dura auténticamente más que a condición de renacer de una angustia que renace ella misma incesantemente del olvido.

Lo que nosotros condenamos en el amor no revela pues como lo creíamos demasiado a menudo, la estrechez o la ausencia de horizonte; el amor individual es incluso, por excelencia, una manera de ser ilimitado, pero sucumbe siempre a la imposibilidad de no ser más que el relámpago entre dos nubes. Nunca está determinado, y las miserias con las cuales nosotros lo cargamos contienen esas uniones duraderas que no son más que la ocasión. Lo que condenamos en el amor es así nuestra impotencia, y jamás lo posible que él abre.

Lo más incómodo si nosotros queremos la verdad del amor, toca por otra parte menos esos encadenamientos del mundo real que su hundimiento en las palabras. Los amantes hablan, y sus palabras trastornadas rebajan y agrandan al mismo tiempo el sentimiento que les mata. Pues ellos transfieren a la duración aquella verdad que se toma el tiempo de un relámpago.
Pero no solamente los amantes hablan: la literatura sustituye la verdad del amor en un mundo ficticio, donde el amor liberado del orden real se encadena a los pesados pasos de las palabras. La ventana abriendo, de la noche de los objetos distintos, al día de la ausencia de objetos nos pone en presencia de una simplicidad desprovista de forma y de modo, que el lenguaje no puede traducir, sino es con la ayuda de figuras poéticas o de negaciones. A la cual la literatura opone sus formas y modos, sus juramentos y sus gritos de convención, sus consagraciones calculadas. A ese gran silencio al que está encaminado el movimiento de nuestro corazón, no tenemos la fuerza de retenerlo, de retenernos. Nosotros tenemos la debilidad de sustituir la fuerza inmediata de los sentimientos por las conveniencias, los códigos, las actitudes escogidas o a las leyes de la cortesía. También es cierto que, frecuentemente, dudamos si la literatura responde a la verdad de los sentimientos, o los sentimientos responden a la literatura. Yo podría no amar más que para parecer aquel héroe que ligo a la historia, tanto decir en vista de obedecer a una convención. En ese sentido, si ella semeja la irrisión más completa de ese objeto que es el amor, la obra de Cervantes es tanto una manera de rebelión contra como una clara profanación.

Esta es una propuesta apenas más desarmante que aquella del profesor al decir, muy feamente, del amor que es: “esa invención francesa del S. XII”. Los franceses no inventaron más que un lenguaje y unas leyes, para unos fines que exigían el silencio y la ausencia de ley. Los códigos de cortesía de los caballeros pueden ser derivados de las reglas de una sociedad de iniciados, pero la literatura fue su primera forma aprobada. Los iniciados (los caballeros) debían elegir una dama a la que ofrecían sus hazañas en homenaje. Se trataba, en las novelas, de aventuras tomadas de lo maravilloso (donde los hechiceros, los dragones y los rescates rodean a los amantes de un prestigio casi divino) pero se trata en el mundo real de hazañas de guerreros y de proezas en los torneos. Los torneos eran el episodio de donde brotaban alegrías fastuosas: los caballeros combatían ritualmente bajo los ojos de la mujer elegida, a la cual consagraban sus justas (aún hoy, los matadores dedican de la misma forma el toro que enfrentan a su bella, sentada en labarrera[2]). La dama, ostenta unos atributos de riqueza provocante, asistiendo al combate como a una gala, tan bien que aparentemente esos rituales tenían el sentido glorioso de una fiesta del amor individual.

III

Estas fabricaciones servían menos en tanto que no traicionaban la espera angustiosa de los corazones. Debía aparecer en consecuencia que la comedia de los sentimientos, las coqueterías y las afectaciones del pudor, las actividades exageradas del temblor, y las zalamerías de una literatura de convención, daban la medida a la pasión que un ser mortal inspira. Aquello se liga a la certidumbre de que el triunfo – la duración- reduciría la revelación abierta del amor al horizonte cerrado del mundo o de la familia. Ahora bien, el deseo debía crecer para dar a la pasión un objeto más digno de su violencia. Los aspectos sórdidos del amor se suman a ese carácter decepcionante para dar el golpe de gracia al desencanto que está en el origen del amor enloquecido del hombre-Dios.

El amor divino prolonga esa búsqueda del otro, sin la cual tenemos el sentimiento de estar incompletos, y cuyo abrazo es a veces la ocasión. Él la prolonga y justamente termina de darle el sentido profundo que yo he representado: falta liberar el objeto de los elementos accidentales que subordinan el ser de carne a la base de la realidad, le hace falta volver a esa plena soberanía que no sería revelada, un instante, en la pasión, más que para ser negada en la duración. Esto se debe a que la duración devuelve la cosa tangible al estado servil: cada cosa en la duración sirve a otra.

Sin embargo, nosotros podemos encontrar sin término medio, que es el ser de carne lo que esperamos en la presencia donde la verdad complementaria del otro se revela. Podemos si arruinamos ese orden de cosas bien establecido que generalmente nos sirve como realidad de los objetos, independiente de nosotros. Sufrimos, por este fin, por rehusar el servicio a lo que nos permanece extraño. Todo lo que – natural o profano- tiene figura de contingencia, nos lo niega: desde entonces la presencia general, y soberana, del ser elaborada lógicamente subsiste sola.
Nosotros encontramos no obstante una dificultad en esta búsqueda: si no hacemos más que elaborarla lógicamente, la presencia de Dios no es sensible. Aún debemos tener la angustia, y hasta el horror, de lo que nos falta si permanecemos en la soledad, incompletos. La experiencia del Ser absoluto se prolonga en el horror de la nada, pero ni el Ser absoluto ni la nada nos son directamente sensibles. Podemos alejarnos de los seres de carne, pero no accedemos a los estados en los cuales la totalidad de las cosas se revela para nosotros con la condición de percibirla a través de ellos, sensiblemente. Jamás el universo, o mejor “la inmensidad sin nombre”, nos es accesible más que por medio de una respuesta dada adecuadamente a la cuestión dada que nos constituye. Lacuestión es tal o cual, y la respuesta debe siempre estar a su medida. No podemos desde luego sorprendernos si el lenguaje que brota de los labios del hombre en busca de Dios, lejos de ser el discurso de la teología, es más bien el del amor humano. “Se sabe”, dice un creyente[3], “el rol que el Cantar de los cantares ha jugado en el lenguaje de los místicos. Y si se toma el Cantar en su sentido literal, no se puede menos que remarcar el hecho de que está cargado de expresiones amorosas. Según esto los místicos han visto en el Cantar la gramática más adecuada a los efectos del amor divino y no se han cansado de comentarlo, como si esas páginas tuvieran contenida la descripción anticipada de su experiencia”. Es que el ser de Dios se da en complemento del ser del hombre, de la misma manera que el de la mujer que amamos. Y su divinidad obra sobre nosotros como la feminidad de la mujer. Pero la divinidad que nos responde, que es otraque nosotros, estaría tanto más lejos de nosotros, si ella no fuera sin embargo aquella de un hombre, angustiado y sufriente, como nosotros angustiados, como nosotros sufrientes. Es el ser de carne, y sangrante sobre la cruz, es el horror, muy humano, de la muerte y el sufrimiento que, en el desgarramiento de sus rodillas, el místico aprehende en el tiempo en que desfallece, le es permitido ir más lejos, ya que a menudo el poder de hacer un vacío tan grande en él, lleva a que la plena respuesta a ese vacío sea el Dios que jamás tiene forma ni modo. Pero no hemos ido más lejos que al comenzar en el principio. Jamás deberíamos olvidar que la efusión divina es cercana a la humana, que la precede. Aquella no la disminuye de ninguna forma, es más bien al contrario que es verdad. Porque yo creo que nunca, en el instante, la efusión que reúne, en espíritu, dos seres de carne, es menos profunda que aquella que eleva al fiel a Dios: y acaso el sentido del amor divino es darnos el presentimiento de la inmensidad contenida en el amor de un ser mortal. El amor humano es incluso más grande si está en él darnos la seguridad de no ir más lejos del instante mismo, y llamarnos siempre al irreparable desgarramiento.                                                                                  



[1] Aparecido inicialmente en: Botteghe oscure, n° VIII, Nov. 1951, p. 105-115. Los editores de las Oeuvres Complétes dicen que se trata de una redacción previa delL’histoire de l’erotisme, cap. 6, I – II,  T. VIII, 1976 p. 135 – 147. Y que en uno de los manuscritos aparece bajo el título: El triunfo del amor y no de la muerte
[2] La barrera es la primera fila de asientos en la que se acomoda el público en la plaza de toros. A esos espectadores, lógicamente, jamás les va a alcanzar el toro, aunque salte al callejón. (N. de T.)


[3] Jean Guitton, en el Ensayo sobre el amor humano, p. 158-159.

miércoles, 1 de mayo de 2013

ANIVERSARIO DE KAOSMOT'S

El día jueves 9 de mayo (fecha del cumpleaños de K.) se estará haciendo la publicación con los textos enviados: poemas, ensayos y traducciones.

De antemano muchas gracias por participar en la convocatoria. Todos y cada uno de los textos estará en la publicación.

Más información: revistakaosmots@outlook.com