jueves, 9 de mayo de 2013

PEDRO ALZATE VELÁSQUEZ (ÉTICA DEL TESTIMONIO) ANIVERSARIO 4 AÑOS

ÉTICA DEL TESTIMONIO
Por: Pedro Alzate Velásquez



Nos han obligado, y con esto me refiero, efectivamente, a ellos: sujetos tácitos, ocultos en la expresión (aquí no importa el agente). Se han esforzado lo suficiente para lograrlo. Han persistido en que dirijamos atenta, insistente e insufriblemente nuestra mirada a lo que para ella es invisible, indistinguible y, por ello, angustiante. No podemos verlo y, aun así, estamos obligados a verlo; ellos lo permitieron. Tarea que en ocasiones deja sin aliento, que conduce a que nos convirtamos (a pesar de lo atentos que podamos estar) en contempladores de un vacío, con la mirada perdida en él, moviendo los ojos por todas partes —esa es la dirección—, absortos, incluso absurdos.

A eso nos han empujado cuando hacen de la desaparición, del desaparecido, algo que merece gran importancia, algo que aclama nuestra atención a cada momento.

Esto ha sucedido, y se puede ver —atendiendo a las palabras de Columna de la desaparición[1]— cómo tal palabra “desaparecido”, diferentemente, constituía, no la evidencia de lo trágico (aunque tampoco era totalmente descartado), sino un hecho siempre posible, algo que no salía de lo habitual. No era imposible, ni impensable, mucho menos descabellado que alguien desapareciera, que se le perdiera a la vista y que, tal vez, nunca volviera.

Así era, y ello porque desaparecer, el desaparecido, la desaparición misma, tenían una naturaleza que lo permitía, es decir, no se pensaba en la desaparición como el último acto de quien desaparecía; aquel desaparecido no desaparecía para desaparecer, no lodesaparecían. Esto era un suceso que suponía un viaje o un nuevo comienzo o perderse en el camino de regreso a casa, un desviarse, o una huida o, incluso, un morir en tierras lejanas; había un motivo fuera de la desaparición misma para que ésta tuviera lugar, pues, de hecho, lo tenía: era un viaje, era una guerra, era la lejanía.

Se desaparecía, pero no porque se quisiera desaparecer en el desaparecer mismo (si se huía, por ejemplo, era para salir de un lugar y llegar a otro, tal vez a esconderse; se iba a un sitio lejano, a otra parte, pero siempre a otro sitio, no en el acto de desaparecer), se desaparecía porque era algo que formaba parte del vivir, habían muchos motivos para ello, y por lo tanto, no reclamaba a todo momento nuestra preocupación, no valía la pena prestar atención a dicho acto como algo insólito, pues podía deberse a diferentes motivos, a la cotidianidad misma, no era un acontecimiento extraordinario: habían cosas más importantes por hacer y sobre las que pensar. Aunque, es verdad, se conservaba una preocupación y un anhelo, pero es de humanos preocupar-nos y anhelar-nos constantemente.

Hoy día ya no se desparece. Desaparecen. Y esto es lo original, es algo notable —tan inusual ha sido­—; se ha pasado de la impersonalidad que caracteriza a aquella voz pasiva refleja, donde no hay quien desaparece a quien, a la indicación evidente de un sujeto que desaparece a quien desaparece, y con evidente busco decir a la relación directa de la acción de desaparecer con unagente (no tan evidente) que, ahora, la ocasiona frente al otro. Ya no se busca por cuenta propia un motivo cualquiera que provoca, a su vez, la desaparición frente a lo familiar, ahora lo desaparecen. Lo cual constituye lo inquietante, porque ya no podemos hablar únicamente del desaparecido, éste ya no se establece como la única preocupación en el acto de desaparecer, sino que se introduce dentro de una relación con quien lo ha desaparecido. La acción no recae en el mismo individuo que desaparece, sino que es un agente externo quien la realiza.

Así pues, la desaparición deja de ser propia, sale de ese carácter personal que contiene en sí todo aquello que pueda constituir lo personal: no hay voluntad, no hay acuerdo, no hay disposición, no hay decisión, no hay ninguna posibilidad o ésta no depende de aquel que desaparece. La posibilidad no permite que en nuestros tiempos, o más aún, que en nuestra fronteras, alguien desaparezca rompiendo con toda relación cercana a lo conocido ¡eso sería su muerte! Son tiempos inquietantes, eso admiten muchos, pero ha permitido que, por lo mismo, reafirmemos y protejamos más la presencia del otro. Saber del otro, aun en su lejanía, no constituye mayor esfuerzo, y por ello él no desaparece.

Por lo tanto, tiene que haber algo —quiero decir alguien— que procure esto y que lo suspenda de ese modo, es decir, que lo mantenga como desaparecido.

Ellos lo hacen, esa es su labor: le dan su carácteral desaparecido.

La libre ausencia del otro que lo indetermina en el espacio siempre abierto —amplitud que imposibilita cualquier afirmación diferente al ausente estado de aquél, que hace que su lugar sea ambiguo, pero que, aun así, tenga un lugar el cual permite la posibilidad de una, tal vez, futura presencia debida al movimiento propio en el espacio—, a esa ausencia ellos la introducen en un espacio fatal, cerrado y suspendido, la limitan (pierde su libertad) a éste, el cual nos dice que indudablemente está ahí, pero es un espacio en vilo, sin lugar alguno, siempre fuera de sitio, donde no es posible ubicarlo, pues no indica lugar alguno: no hay lugar en el cual el desaparecido pueda estar, sabríamos de él, se podría encontrar, no sería un desaparecido. Es un espacio que nos dice que, efectivamente, quien desaparece está suspendido, desaparecido.

Ellos causan la desaparición al forzar la ausencia del otro, se origina una fuerza, una violencia que se presenta como desaparición; es impactante y, mínimamente, atrae nuestras miradas. Su carácter no puede ser de otra forma, es violencia lo que la constituye, la desapariciónno puede ser más que forzada, pues ella es esa misma fuerza. Aquél a quien desaparecen queda suspendido en la tensión de su desaparición, no trasciende a ningún lugar donde podríamos encontrarlo, lugar que lo evidenciaría como ausente (tal vez perdido, incluso muerto) en un lugar determinado.

Y esta misma fuerza, esta misma violencia que la desaparición es, y según su propia naturaleza arrolladora, irrumpe e inquieta nuestra condición, y nos fuerza a advertirla y a mantener nuestra atención sobre ella: desaparición forzada que fuerza también nuestra vigilia. Acudimos, sin intención alguna (nos conducen), a una llamada que tampoco quiso pronunciarse; puesto que, ya se ha dicho, desaparecen para desaparecer, para borrar cualquier rastro, sepultar cualquier evidencia, diluir toda presencia, esa es la intención, pero también el error. Tal acto es imposible, nadie logra desaparecer-se, a lo sumo se ausenta o muere, desaparecer es impensable, siempre queda algo, evidentemente no en quien desaparece, sino en nosotros: el recuerdo, la memoria no permite que se efectúe una desaparición aunque insistan infatigablemente. Y es por ello, entonces, que este acto se muestra violento y, por lo mismo, evidente. Desaparecer está por fuera de cualquier posibilidad, y por eso, cuando hay un intento de perpetrarlo, se hace visible, atrae la atención aunque no quieran, aunque no queramos ni estemos listos. Nunca quisieron llamar la atención, pero llamaron, y atendimos.

Claro, no significa que por dirigirnos hacia aquella acción, ella se resuelva y el desaparecido aparezca, esto no sucederá, cualquier intento no resolverá nada. Esto, más bien, ocasiona un conflicto; dado que la preocupación no es por aquella abstracción, no es por la desaparición (esto es asunto de quien no tiene por qué preocuparse); sino que es, sin lugar a duda, por quien es y está desaparecido, él es quien nos importa, y hacia él van todos nuestros esfuerzos; mas no sabemos nada de él, está desaparecido, y por lo tanto, la dirección de nuestros esfuerzos y nuestra búsqueda se interrumpe en el acontecimiento mismo, éste se intensifica y se nos hace más angustiante, se reafirma la desaparición, confirmamos que el desaparecido lo está, y no logramos salir de este hecho.

La única salida posible frente a esta acción es encontrar a quien han desaparecido (hay que seguir buscando), y como aquella salida no podemos hallarla por medio de la acción misma y el desaparecido no aparece, recurrimos al otro punto, a aquellos que la han ocasionado. Ellos tienen la respuesta, eso esperamos, pueden decirla. Al haber un agente que desaparece habría alguien que podría dar respuesta a la desaparición, tendría algo por decir del desaparecido y de su paradero. Tienen la respuesta, pero este no es el problema, ¿cómo podrían entregárnosla? Ellos no están, son eternos ausentes, esto es lo que los caracteriza: ser ellos, no tener identidad ni singularidad alguna, no permitir que haya alguien a quien dirigirse, ni en quien sostener la desaparición, ni mucho menos al desparecido, mantener el espacio, pero sin lugar; ser, a lo sumo, una dirección hacia la cual nos podríamos dirigir sin la posibilidad de llegar a ninguna meta.

Aún permanece la angustia del enfrentar la desaparición, angustia que se traduce en recuerdo, en memoria, pues aclamamos la presencia del desaparecido, pedimos la cercanía de aquél que ahora no está. Es lo cercano, lo presente lo que nos complace, y al tener cerca solo la desaparición (nada), esto se constituye en desesperación, inquietud, no lo aceptamos soberanamente; necesitamos algo cercano, algo que nos traiga a la presencia a aquel desaparecido ya que él no viene ni nos dicen nada, pero solo podemos acudir a lo cercano. Entonces recurrimos a un retrato (el rostro), a un nombre. Pero esto no es ningún consuelo, pues sabemos que tan solo es ficción, una presencia que cae también en esta relación; es interrupción: un nombre, una foto que, más allá de ellos mismos, no dicen nada, son inmutables, eternos y silenciosos. No nos llevan al encuentro con aquel desparecido, sin embargo, se instauran como lapalabra con la cual podemos pronunciar un hecho insólito e impactante que suponían fuera imperceptible, se declaran como el lugar en el cual se sitúa nuestro padecimiento, como también nuestro aliento. Los hacen culpables a ellos, aunque quieran ocultarse en la desaparición misma. Ya lo hemos dicho, desaparecer es imposible, aunque persistan en hacerlo.

[1] MEJÍA TORO, Jorge Mario. Incursiones de un tercermundano en la ficción del pensamiento (Columna de la desaparición). ED. Autores antioqueños, 1997, p. 105.

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