Les presentamos una traducción, realizada por Gerardo Córdoba, de una carta enviada por George Bataille al poeta René Char, esperamos sea de su total agrado:
Georges Bataille
Carta a René Char
sobre las incompatibilidades del escritor[1]
Traducción de Gerardo Córdoba O.
Mi querido amigo,
La pregunta que usted ha planteado «¿Hay
incompatibilidades?», en la revista Empédocles[2] ha
tomado para mí el sentido de una conminación esperada, que al fin, sin embargo,
yo desesperaba por escuchar. Percibo cada día un poco mejor que este mundo,
donde estamos, limita sus deseos por dormir. Pero una palabra llama en tiempo querido una suerte de crispación, de recuperación.
Ocurre ahora, bastante a menudo, que la
solución parece próxima: en este momento una necesidad de olvidar, de no
reaccionar más, lo lleva sobre las ganas de vivir aún… Reflexionar sobre lo
inevitable, o intentar simplemente no dormir más: el sueño[3]
parece preferible. Hemos asistido a la sumisión de lo que sobrepasa una
situación muy pesada. Pero los que gritaron ¿estarán más despiertos? Lo que
viene es tan extraño, tan vasto, tan poco, en la medida de la espera… En el
momento en que el destino que los conduce toma figura la mayor parte de los
hombres se remiten nuevamente a la ausencia. Los que parecen resueltos,
amenazadores, sin una palabra que no sea una máscara, voluntariamente se han
perdido en la noche de la inteligencia. Pero la noche en que se oculta ahora el resto de la tierra es
más espesa: al sueño[4]
dogmático de los unos se opone la confusión exangüe de los otros, caos de
innombrables voces grises, agotándose en el adormecimiento de los que escuchan.
Mi vana ironía es quizás una manera de
dormir más profunda… Pero escribo, hablo, y no puedo más que regocijarme si la
ocasión me es dada por su responder, querer mismo, con usted, el momento del
despertar, en que por lo menos no será más aceptada esta confusión universal
que ahora hace del pensamiento mismo un olvido, una tontería, un ladrido de
perro en la iglesia.
Quien más es, respondiendo a la cuestión
que usted ha planteado, tengo el sentimiento de alcanzar al fin al adversario,
—quien, seguramente, no puede ser tal o cual, sino la existencia en su completud,
hundiendo, adormeciendo, y ahogando el deseo,—
y de alcanzarlo al fin en el punto en que debe serlo. Usted invita, usted
provoca a salir de la confusión… Quizá un exceso anuncia que el tiempo viene. A
la larga, ¿cómo soportar que la acción, bajo formas tan desdichadas, acabe de
«escamotear» la vida? Sí, quizá el tiempo viene ahora, para denunciar la
subordinación, la actitud avasallada, con lo que la vida humana es
incompatible: subordinación, actitud, aceptadas desde siempre, pero de las que
un exceso nos obliga, hoy en día, a separarnos lucidamente. ¡Lucidamente! Es,
bien entendido, sin la menor esperanza.
A decir verdad, por hablar así, se arriesga
siempre a engañar. Pero usted me sabe tan lejos del abatimiento como de la
esperanza. He escogido simplemente vivir:
me asombro en todo momento de ver hombres ardientes y ávidos de tratar de
burlarse del placer de vivir. Esos hombres confunden visiblemente la acción y
la vida, sin nunca ver más que, la acción siendo el medio necesario en la
conservación de la vida, lo único válido[5]
es la que se borra, en el rigor se prepara para borrarse, ante la «diversidad
rielante» de la cual usted habla, que no puede, y nunca podrá ser reducida a lo
útil.
La dificultad de subordinar la acción a su
fin viene de lo que lo único válido es lo más rápidamente eficaz. De donde,
inicialmente, la ventaja de entregarse a eso sin medida, de mentir y de ser
desenfrenado. Si todos los hombres admitieran obrar tan poco como la necesidad
el encargo[6]
en su totalidad, mentira y brutalidad serían superfluas. Son la propensión
desbordante en la acción y las rivalidades que manan de ahí, que hacen la
eficacia más grande de los mentirosos y de los ciegos. Además, en las
condiciones dadas, ¡no podemos nada para salir de eso: para remediar en el mal
de la acción excesiva, hace falta o hará falta obrar! Nunca hacemos, pues, más
que encargar[7]
verbal y vanamente a los que mienten y ciegan a los suyos. Todo se estropea en
esa vanidad. Ninguno puede encargar la acción más que por el silencio, —o la
poesía,— abriendo su ventana en el silencio. ¡Denunciar, protestar es aún
obrar, es al mismo tiempo sustraerse ante las exigencias de la acción!
Nunca, me parece, señalaremos bastante bien
una primera incompatibilidad de esta vida
sin medida (hablo de lo que es, en el
conjunto, que, más allá de la actividad productiva es, en el desorden, lo
análogo de la santidad), que solo cuenta y que solo es el sentido de toda
humanidad, —como consecuencia de la acción
sin medida misma. La acción no puede tener, evidentemente, valor más que en la medida en que tiene la humanidad
por razón de ser, pero acepta raramente esta medida: pues la acción, de todos
los opios, procura el sueño[8]
más pesado. El lugar que toma hace soñar[9]
con los árboles que impiden ver el bosque, que se dan para el bosque.
Es por eso, me parece, dichoso por
oponernos al equivoco y no pudiendo obrar
verdaderamente nuestro sustraer sin ambages. Digo nosotros, pero sueño con
ustedes, conmigo, con los que se parecen a nosotros. Dejar los muertos a los
muertos (salvo imposible), y la acción
(si es posible) a los que la confunden apasionadamente con la vida.
No quiero decir así como debemos en todos
los casos renunciar a toda acción, no podremos, posiblemente, nunca dejar de
oponernos a las acciones criminales o desatinadas, pero nos hace falta
claramente reconocerlo, la acción racional y válida[10]
(desde el punto de vista general de la humanidad) volviéndose, como lo
habríamos podido prever, la parte de los que obran sin medida, arriesgando por eso, de racional en la partida, ser
cambiada dialécticamente en su contrario, no podríamos oponernos a eso más que
con una condición, si nos substituimos, o más bien, si tenemos el corazón y el
poder de substituirnos en aquellos de los cuales no amamos los métodos.
Blake dice poco más o menos en estos
términos: «Hablar sin obrar, engendrar la pestilencia.»
Esta incompatibilidad de la vida sin medida
y de la acción desmesurada es decisiva a mis ojos. Tocamos el problema cuyo
«escamoteo» contribuye sin ninguna duda al modo de proceder ciego de toda la
humanidad presente. Tan raro como eso parece en primer lugar, creo que este
escamoteo fue la inevitable consecuencia del debilitamiento de la religión. La
religión planteaba este problema: mejor, era su problema. Pero, de grados a
grados, ha abandonado el campo en el pensamiento profano, que aún no ha sabido plantearlo. No podemos lamentarlo
pues, planteándolo con autoridad, la religión lo planteaba mal. Sobre todo, lo
planteaba de manera equivoca —en el más allá. En su principio la acción seguía
siendo el asunto de este mundo…:
todos sus verdaderos fines seguían siendo celestes. Pero finalmente nos toca plantearlo
bajo su rigurosa forma.
Así su cuestión me conduce, desde mi
afirmación muy general, a esforzarme por precisar, desde mi punto de vista, los
datos actuales y el alcance de la incompatibilidad que me parece fundamental.
No se toma aun tan claramente como, en el
tiempo presente, es, aunque en apariencia haya durado mucho, —el debate sobre
la literatura y el compromiso que es decisivo. Pero justamente, no podemos
dejar eso ahí. Creo que, en primer lugar, importa definir lo que pone en juego
la literatura, que no puede ser reducida a servir a un maestro. NON SERVIAM es, se dice,
la divisa del demonio. En ese caso la literatura es diabólica.
Amaría en este punto dejar toda reserva,
dejar en mí hablar la pasión. Eso es difícil. Eso es resignarme a la impotencia
de deseos demasiado grandes. Querría evitar, en la medida misma en que la
pasión me hace hablar, recurrir a la expresión cansada de la razón. Sea lo que
sea, por lo menos usted podrá sentir
en primer lugar que eso me parece vano, incluso imposible. Eso es oscuro si
digo que en la idea de hablar sagazmente de esas cosas, experimento un gran
malestar. Pero me dirijo a usted, quien verá de golpe, a través de la pobreza
de palabras sensatas, lo que no ase más que ilusoriamente mi razón.
Lo
que soy, lo que son mis pareceres o el mundo en que somos[11],
me parece honesto afirmar rigurosamente que no puedo saber nada de eso: apariencia impenetrable, pobre luz vacilante en una
noche sin límites concebibles, que rodea todos los lados. Me mantengo, en mi
impotencia asombrada, en una cuerda. No sé si amo la noche, eso se puede, pues
la frágil belleza humana no me conmueve hasta el malestar, más que por saber
insondable la noche en que ella viene, en que ella va. ¡Pero amo la figura lejana que los hombres han
trazado y no cesan de dejar de ellos mismos en esas tinieblas! Me arrebata y le amo y eso me hace mal
frecuentemente por amarle demasiado: aun en sus miserias, sus tonterías y sus
crímenes, la humanidad sórdida y tierna, y siempre extraviada, me parece un desafío embriagador. No es Shakespeare, es
ELLA, quien
tuviera esos gritos para desgarrarse, no importa si sin fin ELLA traiciona lo
que ella es, que la excede. ELLA es conmovedora en la simpleza, cuando la noche se hace más
sucia, cuando el horror de la noche cambia los seres en un vasto desperdicio.
Se me habla de mi universo «insoportable»,
como si quisiera en mis libros exhibir
algunas cicatrices, como lo hacen los desdichados. Es verdad que en
apariencia, me plazco en negar, al menos en descuidar, en tener para nada los
múltiples recorridos que nos ayudan a soportar.
Los desprecio menos que lo que me parece, pero, seguramente, tengo prisa en devolver lo poco de vida que me toca a
lo que se sustrae divinamente ante
nosotros, y se sustrae a la voluntad de reducir el mundo a la eficacia de la
razón. Sin tener nada contra la razón y el orden racional (en los numerosos
casos en que es claramente oportuno, soy como los otros para la razón y el
orden racional), yo no sepa más que en este mundo nada haya nunca parecido adorable que no excediera la necesidad
de utilizar, que no destrozara y no estremeciera al encantar, que no fuera, en
una palabra, sobre el punto de no poder ser soportado más. Quizás tengo la
culpa, sabiéndome claramente limitado por el ateismo, de nunca haber exigido
menos de este mundo que los cristianos no exigían de Dios. La idea de Dios
misma, aunque tuvo por fin lógico dar razón del mundo, ¿no tuvo que helarse? ¿no era ella misma «intolerable»? Con
más fuerte razón lo que es, de lo cual no sabemos nada (sino en trozos despegados),
de lo cual nada da razón, y de lo cual la impotencia o la muerte del hombre es
la única expresión bastante plena. No dudo que al alejarnos de lo que
tranquiliza, nos aproximábamos a nosotros mismos, a ese momento divino que
muere en nosotros, que ya tiene la extrañeza del reír, la belleza de un
silencio angustiante. Lo sabemos desde hace tiempo: no hay nada que
encontrábamos en Dios que no podíamos encontrar en nosotros. Seguramente, en la
medida o la acción útil no lo ha neutralizado, el hombre es Dios, consagrado,
en un transporte continuo, a una «intolerable» alegría. Pero el hombre
neutralizado por lo menos no tiene más nada de esa dignidad angustiante: el
arte solo hereda hoy en día, bajo nuestros ojos, el papel y el carácter delirantes de las religiones: es el arte
hoy en día quien nos trasfigura y nos roe, quien nos diviniza y nos burla,
quien expresa por sus mentiras pretendidas una verdad vacía al fin de sentido
preciso.
No ignoro que el pensamiento humano se desvía en su completud del objeto del cual hablo,
que es lo que somos soberanamente. Lo
hace de golpe seguro: nuestros ojos se desvían menos necesariamente del
deslumbramiento del sol.
Para los que quieren limitarse a ver lo que
ven los ojos de los desheredados, se trata del delirio de un escritor… Me
guardo de protestar. Pero me dirijo a usted, por usted, a los que se nos
parecen, y usted sabe mejor que yo eso de lo que hablo, teniendo la ventaja
sobre mí de no desertar nunca de eso.
¿Cree usted que un objeto tal no pide de los que lo abordan que ellos escojan?
Un libro frecuentemente desdeñado, que testimonia no obstante uno de los
momentos extremos en que el destino humano se busca, dice que ninguno puede servirse de dos
maestros[12]. Yo
diría más bien que ninguno puede, alguien tiene ganas que tuviera eso, servirse
de un maestro (cualquiera que sea),
sin negar en él mismo la soberanía de la vida. La incompatibilidad que el
Evangelio formula no es menos que eso, en la salida, a pesar del carácter útil,
de juez y de benefactor, dado a Dios, la de la actividad práctica y del objeto
del cual hablo.
No se puede, por definición, pasarse de la
actividad útil, pero otra cosa es responder a la triste necesidad y dar el paso
a esa necesidad en los juicios que deciden nuestra conducta. Otra cosa hacer de
la pena de los hombres el valor y el juez supremos, y no recibir por soberano más que mi objeto. La vida, por
un lado, es recibida en una actitud sumisa, como una carga y una fuente de
obligación: una moral negativa
entonces, responde a la necesidad servil de la molestia, que nadie podría
contestar sin crimen. En el otro sentido, la vida es deseo de lo que puede ser
amado sin medida, y la moral es positiva:
ella da exclusivamente el valor al deseo y a su objeto. Es común afirmar una
incompatibilidad de la literatura y de la moral pueril (no se hace, se dice,
buena literatura con buenos sentimientos). ¿No debemos, a fin de ser claros,
señalar en contrapartida que la literatura, como
el sueño, es la expresión del deseo, —del objeto del deseo, — y por eso de la ausencia de molestia, de la
insubordinación ligera?
«La
literatura y el derecho a la muerte» niega la seriedad de la cuestión: « ¿Qué
es la literatura?» que «nunca ha recibido más respuestas insignificantes». «La
literatura… parece el elemento vacío… sobre el cual la reflexión, con su propia
gravedad, no puede retornarse sin perder su seriedad.» ¿Pero de este elemento
no podemos decir que es justamente el objeto del cual hablo, que, absolutamente
soberano, pero no manifestándose más que por el lenguaje, no es en el seno del
lenguaje más que un vacío, ya que el lenguaje «significa» y que la literatura
retira en las frases el poder de designar otra cosa que mi objeto? Ahora bien,
de este objeto, si tengo tanto mal por hablar, es que nunca aparece incluso
desde el instante en que hablo de
eso, ya que, como parece, el lenguaje «es un momento particular de la acción y
no se comprende por fuera de ella» (Sartre).
En estas condiciones la miseria de la
literatura es grande: es un desorden resultante de la impotencia del lenguaje por
designar lo inútil, lo superfluo, a saber la actitud humana sobrepasando la
actividad útil (o la actividad considerada en el modo de lo útil). Pero, para
nosotros, del cual, de hecho, la literatura fue la preocupación privilegiada,
nada cuenta más que los libros, —que leemos o que hacemos,— sino lo que ponen
en juego: y tomamos por nuestra cuenta esta inevitable miseria.
Escribir no es menos en nosotros el poder
de añadir un trazo a la visión desconcertante, que maravilla, que asusta, —que
el hombre está en él mismo incesantemente. ¡Bien sabemos, de las figuras que
formamos, que la humanidad se pasa de ellas fácilmente: en suponer incluso que
el juego literario completo sea reducido, avasallado a la acción, el prodigio
está ahí de todas maneras! La impotencia inmediata de la opresión y de la
mentira es incluso más grande que la de la literatura auténtica: simplemente,
el silencio y las tinieblas se extienden.
Sin embargo, ese silencio, esas tinieblas
preparan el ruido resquebrajado y los lugares temidos de nuevas tormentas,
preparan el retorno de conductas
soberanas, irreductibles al hundimiento del interés. Pertenece al escritor no
tener otra elección más que el silencio, o esta soberanía tormentosa. En la
exclusión de otras preocupaciones mayores, no puede más que formar esas
fascinantes figuras —innombrables y falsas—, que disipa el recurso en la
«significación» del lenguaje, pero donde la humanidad perdida se encuentra. El
escritor no cambia la necesidad de asegurar las subsistencias, —y su
repartición entre los hombres,— no puede tampoco negar la subordinación a esos
fines de una fracción del tiempo disponible, pero fija él mismo los límites de
la sumisión, que no es menos necesariamente limitada como ineluctable. Está en
él, es por él que el hombre aprende que por siempre permanece inasible, siendo
esencialmente imprevisible, y que el conocimiento debe finalmente resolverse en
la simplicidad de la emoción. Es en él y por él que la existencia es
generalmente lo que la hija es al hombre que la desea, que ella le ama o le abre,
que le aporta el placer o la desesperanza. La incompatibilidad de la literatura
y del compromiso, que obliga, es pues precisamente la de contrarios. Nunca
hombre comprometido no escribió nada que no fuera mentira, o no sobrepasara el
compromiso. Si parece ir de otro modo es que el compromiso del que se trata no
es el resultado de una elección, que respondió a un sentimiento de
responsabilidad o de obligación, sino el efecto de una pasión, de un insalvable
deseo, que no dejaron nunca la elección.
El compromiso del cual el temor del hambre, del avasallamiento o de la muerte
de otro[13],
del cual la pena de los hombre
hicieron el sentido y la fuerza apremiante aleja al contrario de la literatura,
que parece mezquina —o peor— a lo que busca la molestia de una acción
indiscutiblemente acuciante, a la cual
sería floja o fútil por no consagrarse completamente. Si hay alguna razón de
obrar, hace falta decirla lo menos literalmente que se pueda.
Es claro que el escritor auténtico, que no
escribe para mediocres o por irreconocibles[14]
razones, no puede, sin caer en la simpleza, hacer de su obra una contribución a
los designios de la sociedad útil. En la medida en que serviría, esta obra no
sabría tener verdad soberana. Iría en el sentido de una sumisión resignada, que
no tocaría solamente la vida de un hombre entre otros, o de un gran número, sino
lo que es humanamente soberano.
Es verdad, esta incompatibilidad de la
literatura y del compromiso, fue fundamental, no puede ir siempre contra los
hechos. Ocurre que la parte exigida por la acción útil se refiere a la vida
entera. No hay más, en el peligro, en la urgencia o la humillación, lugar para
lo superfluo. Pero desde entonces, no hay
más elección. Justamente se ha alegado el caso de Richard Wright: un Negro
del Sur de los Estados Unidos no podría salir de las condiciones de molestia
sopesando en sus pareceres, en los cuales escribió. Esas condiciones, las
recibe desde el afuera, no ha escogido
ser comprometido así. Con este propósito, Jean-Paul Sartre ha hecho esta
anotación: «…Wright, escribiendo para un público desgarrado, ha sabido
mantenerse, a la vez, y sobrepasar esta desgarradura: él tiene el pretexto de
una obra de arte.» No es absolutamente extraño en el fondo que un teórico del
compromiso de los escritores sitúe la obra de arte —bien es lo que sobrepasa, inútilmente, las condiciones
dadas—, más allá del compromiso ni que un teórico de la elección insista él
mismo en el hecho de que Wright no podía escoger —sin sacar las consecuencias.
Lo que es penoso es la libre preferencia, cuando nada es aun exigido desde
afuera y que el autor elija por convicción hacer ante todo obra de prosélito:
él niega muy a propósito el sentido y el hecho de un margen de «pasión inútil»,
de existencia vana y soberana, que es en
su conjunto la propiedad de la humanidad. Hay menos suerte mientras que, a
pesar de él, este margen se encuentre, como en el caso de Wright, bajo forma de
obra de arte auténtica, cuyo fin la
predicación es solamente el pretexto. Si hay urgencia verdadera, si la elección
no es más dada, aun sigue siendo posible reservar, quizás tácitamente, el
retorno del momento en que cesará la urgencia. La elección sola, si es libre, subordina al compromiso lo que, siendo
soberano, no puede ser más que soberanamente.
Puede parecer vano detenerse tan largamente
en una doctrina que no alcanzó posiblemente más que algunos espíritus
angustiados, turbados por una libertad de humor demasiado grande, demasiado
vago. Lo menos que se puede decir por lo
demás es que ella no podía fundar una exigencia precisa y severa: todo debía
permanecer en lo vago en práctica, y la incoherencia natural ayudando… Por otra
parte, el autor mismo implícitamente ha reconocido la contradicción con que
tropieza: su moral, completamente personal, es una moral de la libertad de la
elección, pero el objeto de la elección es siempre… un punto de la moral
tradicional. La una y la otra moral son autónomas, y no se le ve, hasta aquí,
el medio de pasar de la una a la otra. Este problema no es superficial: Sartre
mismo lo concede, el edificio de la vieja moral es carcomido, y su pensamiento
acaba de estremecerle…
Si llego, al seguir estas vías, a las
proposiciones más generales, aparece en primer lugar que el salto de Gribouille[15]
del compromiso puesto en luz lo contrario de lo que buscaba (he tomado el revés
de lo que Sartre dice de la literatura): las perspectivas en seguida se
componen de una manera fácil. Me parece en segundo lugar oportuno no darse
cuenta de la opinión recibida sobre el sentido menor de la literatura.
Los problemas de los que he tratado tienen
otras consecuencias, pero he aquí bajo qué forma me parece que, desde ahora,
podríamos dar más rigor a una incompatibilidad cuyo desconocimiento revocó al
mismo tiempo la vida y la acción, la acción, la literatura y la política.
Si
damos el paso a la literatura, debemos, al mismo tiempo, confesar que nos
preocupamos poco por el incremento de los recursos de la sociedad.
Cualquiera que
dirija la actividad útil, — en el sentido de un incremento
general de las fuerzas,— asume
intereses opuestos a los de la literatura. En una familia tradicional, un poeta
dilapida el patrimonio, y está maldito; si la sociedad obedece estrictamente al
principio de utilidad, a sus ojos, el escritor derrocha los recursos, si no
debería servir el principio de la sociedad que le nutre. Comprendo
personalmente «el hombre de bien» que juzga bueno suprimir o avasallar un
escritor: eso quiere decir que toma en la seriedad la urgencia de la situación,
eso es quizás simplemente la prueba de esa urgencia.
El escritor,
sin desestimarse, puede caer de acuerdo con una acción política racional (puede
incluso apoyarla en sus escritos) en el sentido del incremento de las fuerzas
sociales, si ella es una crítica y una negación de lo que es efectivamente
realizado. Si sus partidarios tienen el poder, puede no combatirla, no
callarse, pero eso es solamente en la medida en que se niega él mismo a que la
sostenga. Si lo hace, puede dar a su actitud la autoridad de su nombre, pero el
espíritu sin el cual ese nombre no tendría sentido no puede seguir, el espíritu
de la literatura siempre está, que el escritor lo quiera o no, del lado del
derroche, de la ausencia del fin definido, de la pasión que roe sin otro fin
que ella misma, sin otro fin que roer. Toda sociedad teniendo que ser dirigida
en el sentido de la utilidad, la literatura, a menos de ser considerada, por
indulgencia, como una distensión menor, siempre está en lo opuesto de esta
dirección.
Excúseme si para precisar mi pensamiento
añado por último estas consideraciones, posiblemente, penosamente teóricas.
No se trata más de decir: el escritor tiene
razón, la sociedad dirigente está equivocada. Siempre lo uno y lo otro tuvieron
razón y equivocación. Hace falta ver sin agitación lo que es de
eso: dos corrientes incompatibles animan la sociedad económica, que siempre
opondrá dirigidos a los dirigentes. Los dirigentes intentan
producir lo más posible y reducir el consumo. Esta división se encuentra por
otra parte en cada uno de nosotros. Quien es dirigido quiere consumir lo más
posible y trabajar lo menos posible. Ahora bien, la literatura es consumo. Y,
en el conjunto, por naturaleza, los literatos están de acuerdo con lo que aman
dilapidar.
Lo que siempre impide determinar esta
oposición y estas afinidades fundamentales es que comúnmente, del lado de los
consumidores, todo el mundo tira cada cual por su lado. Quien más es, los más
fuertes se han atribuido a porfía un poder por encima de la dirección de la
economía. De hecho, el rey y la nobleza, dejando a la burguesía el cuidado de
dirigir la producción, se esfuerzan por retener una gran parte de los productos
consumibles. La Iglesia ,
que asumía, en acuerdo con los señores, el cuidado de colocar por encima del
pueblo algunas figuras soberanas, utilizaba un prestigio inmenso en la
retención de una parte diferente. El poder —real, feudal, o eclesiástico— del
régimen precediendo la democracia tuvo el sentido de un compromiso[16],
por el cual la soberanía, bastante superficialmente dividida en dominios
opuestos, espiritual y temporal, era indebidamente puesta al
servicio al mismo tiempo del bien publico y del interés propio del poder. En
efecto, una actitud soberana que estaría completa sería cercana del sacrificio,
no del mando[17] o de
la apropiación de las riquezas. El poder y el abuso que tiene el soberano
clásico subordinan a otra cosa que ella una actitud soberana, —que es la
autenticidad del hombre, o no es nada,— pero no es más auténtica,
evidentemente, si tiene otros fines que ella misma (en suma, soberana quiere
decir no sirviéndose de otros fines que ella misma). Por lo menos hace falta que
el instante en que la soberanía se manifiesta (se entienda no la autoridad sino el acuerdo con el deseo
sin medida) se la lleva de una manera cortada en las consecuencias «políticas»
y financiaras de su manifestación. Tanto como parece, en tiempos remotos, la
soberanía golpeaba a los dioses y a los reyes de muerte o de impotencia. La
soberanía real, cuyo prestigio ha arruinado o se arruina, es una soberanía degradada,
compuesta desde hace mucho tiempo con la fuerza militar, perteneciendo al
comandante[18].
Nada está más lejos de la santidad y de la violencia de un momento auténtico.
Posiblemente la literatura, con el arte,
antaño el auxiliar discreto de los prestigios religiosos o principescos, no
tenía entonces autonomía: ella respondió mucho tiempo a algunos encargos[19]
o a algunas esperas que no confesaban el carácter menor. Pero desde el
principio, desde que ella asume, a lo opuesto de la vanidad de autor, la simple
soberanía, —extraviada en el mundo activo, inconciliable,— deja ver lo que
siempre fue, a pesar de los múltiples compromisos[20]:
movimiento irreductible a los fines de una sociedad utilitaria. A menudo este
movimiento entra en cuenta en los más bajos cálculos, pero nunca es reducido en
principio, más allá del caso particular en que lo es. Nunca es en verdad
reducido más que en apariencia. Los novelas con éxito, los poemas más serviles,
dejan intacta la libertad de la poesía o de la novela, que lo más puro aun
pueda alcanzar. Mientras que la autoridad legal ha arruinado, por una confusión
irremediable, la soberanía de los príncipes y de los sacerdotes.
Heredando los prestigios divinos de esos
sacerdotes y de esos príncipes atareados, seguramente, el escritor moderno
recibe en parte al mismo tiempo lo más rico y más temible de las partes: con
razón la nueva dignidad del heredero toma el nombre de «maldición». Esta «maldición»
puede ser dichosa (sea esto de una manera aleatoria). Pero lo que el príncipe
recibía como lo más legítimo y lo más envidiable de los beneficios, el escritor
lo recibe primero como don de triste advenimiento. Su parte es primero la mala
conciencia, el sentimiento de la impotencia de las palabras y… ¡la esperanza de
ser incomprendido! Su «santidad» y su «realeza», quizás su «divinidad», le aparecen
para humillarle mejor: lejos de ser auténticamente soberano y divino, lo que le
arruina es la desesperanza o, más profundo, el remordimiento de no ser Dios…Pues
no tiene auténticamente la naturaleza divina: y sin embargo ¡no tiene el tiempo
libre de no ser Dios!
Nacida de la decadencia del mundo sagrado,
que moría por esplendores engañosos y sin brillo, la literatura moderna en su nacimiento parece incluso
más cercana a la muerte que este mundo desposeído[21].
Esta apariencia es engañosa. Pero es pesada en condiciones desarmantes por
sentirse solo la «sal de la tierra». El escritor moderno no puede estar en relación con la sociedad productiva más que
al exigir de ella una reserva, donde el principio de utilidad no reina más,
pero, abiertamente, le niega de la «significación», el sinsentido de lo que es
primero dado al espíritu como una coherencia terminada, le llama a una
sensibilidad sin contenido discernible, a emoción tan viva que deja a la
explicación la parte irrisoria. Pero ninguno sabría sin abnegación, mejor sin
lasitud, recurrir al fragmento de mentiras que compensan los de la realeza o de
la Iglesia , y
no difieren más que en un punto: que se dan de ellos mismos por mentiras. Los
mitos religiosos o reales eran por lo menos tenidos por reales. Pero el
sinsentido de la literatura moderna es más profundo que el de las piedras,
siendo, porque es sinsentido, el único sentido concebible que el hombre aun
puede dar al objeto imaginario de su deseo. Una abnegación tan perfecta pide la
indiferencia, o más bien, la madurez de un muerto. Si la literatura es el
silencio de las significaciones es en verdad la prisión de la cual todos los
ocupantes quieren evadirse.
Pero el escritor moderno recoge, en
contrapartida de esas miserias, un privilegio mayor en los «reyes» a los que él
sucede: el de renunciar a ese poder que fue el privilegio menor de los «reyes»,
el privilegio mayor de no poder nada
y de reducirse, en la sociedad activa,
al avance, a la parálisis de la muerte.
¡Demasiado tarde hoy en día para buscar un
sesgo! Si el escritor moderno no sabe
aun lo que le incumbe, —y la honestidad, el rigor, la humildad lucida que eso
pide,— importa poco, pero desde entonces
renuncia a un carácter soberano, incompatible con el error: la soberanía, debía
saberlo, no permite ayudarle sino destruirle, lo que podía pedirle era hacer de
él un muerto viviente, quizás alegre, pero roído por dentro por la muerte.
Usted sabe que toda esta carta es la única
expresión que puedo dar a mi amistad con usted.
[1] Según la nota de la edición de las Œuvres
Complètes, Tome XII, esta carta fue publicada en Botteghe Oscure, Roma, Nº III 1950, p. 172-187. Las notas, excepto
la siguiente y, en parte, ésta, son del traductor. Se ha procurado intervenir
lo menos posible en la estructura de las frases (un par pueden parecer
desconcertantes), ya que, por tratarse de una carta, esto puede dar muestras de
lo íntimo de lo escrito.
[2] ¿Hay incompatibilidades? Aunque parece bastante vano plantear hoy en
día semejante pregunta, los recursos de la dialéctica, si se juzga sobre los
resultados conocidos, permitiendo responder favorablemente a todo, pero favorablemente no significa verdaderamente, Empédocles propone que sea examinada con atención
la cuestión moderna de las incompatibilidades, moderna porque activa sobre las condiciones de existencia de
nuestro Tiempo, se convendrá eso, a la vez turbio y efervescente. Se afirma
bajo una gran cantidad de ángulos que ciertas funciones de la conciencia,
ciertas actividades contradictorias pueden ser reunidas y mantenidas por el
mismo individuo sin perjudicar a la verdad práctica y sana que las colectividades
humanas se esfuerzan por alcanzar. Eso es posible, pero no es seguro. Lo
político, lo económico, lo social, y qué moral…
Desde el momento que algunas quejas,
algunas reivindicaciones legitimas se elevan, algunas luchas se comprometen y
algunos remedios son formulados, ¿no piensan que si el mundo actual debe
encontrar una muy relativa armonía, su diversidad rielante, lo deberá en parte
al hecho de que podrá ser resuelto o, todo al menos, planteado seriamente el
problema de las incompatibilidades, problema vital, problema de base, como por
placer escamoteado?
Hay en todo hombre, se lo sabe, una gota de
Ariel, una gota de Calibán, más una parcela de un amorfo desconocido, pongamos,
para simplificar, de carbón, susceptible de volverse diamante si Ariel
persevera, o, si Ariel dimite, enfermedad de las moscas.
Dejamos a los que quieren respondernos el
cuidado de precisar el buen sentido o no, la lógica o no de nuestra cuestión y
su tabla de orientación.
Cuestionario torpe y poco claro, se
objetará. Pero es de ustedes, adversarios o compañeros, que cuestionario y
respuestas esperen la luz.
Mayo de 1950
René
Char
[3] Sommeil
[4] Sommeil.
[5] Recevable.
[6] Commande.
[7] Condamner.
[8] Sommeil.
[9] Songer.
[10] Recevable.
[11] “Nous sommes”, en francés, considero que es mejor traducirlo por “somos” y no “estamos” ya que así alude,
aunque sea por compartir el verbo (no poco importante), al “soy” que se plantea
antes y a la no diferenciación entre ser y estar que maneja la lengua francesa.
[12] Maîtres.
[13] Autrui.
[14] Inavouables.
[15] Según Le Petit Robert 2009,
este nombre se refiere a una “persona ingenua y poco prudente que se arroja
estupidamente a los problemas, a los males mismos que debería evitar.” Algunos
franceses entienden, por analogía a este nombre, “una persona desordenada”. Así
mismo, una “fuente” virtual, sin mucha referencia, deriva este nombre de un
“personaje popular que se arroja al agua por temor a la lluvia”.
[16] Compromis.
[17] Commandement.
[18] Chef de l’armée.
[19] Commandes.
[20] Compromis.
[21] Dechu.