lunes, 31 de marzo de 2014

MICHEL FOUCAULT - EL PENSAMIENTO DEL AFUERA CAP 5 Y 6


5. ¿DÓNDE ESTÁ LA LEY, QUÉ HACE LA LEY? 


Ser negligente, ser atraído, es una manera de manifestar y de disimular la ley, —de manifestar el repliegue en que se disimula, de atraerla, por consiguiente, a la luz del día que la oculta.

Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no sería ya la ley, sino la suave interioridad de la conciencia. Si por el contrario, estuviera presente en un texto, si fuera posible descifrarla entre las líneas de un libro, si pudiera ser consultado el registro, entonces tendría la solidez de las cosas exteriores: podría obedecérsela o desobedecérsela: ¿dónde estaría entonces su poder?, ¿qué fuerza o qué prestigio la haría venerable? De hecho, la presencia de la ley consiste en su disimulación. La ley, soberanamente, asedia las ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria, ella ya ha desplegado sus poderes: “La casa está siempre y en cada momento, en el estado que le conviene”.1 Las libertades que se toman no son capaces de interrumpirla; uno puede llegar a creer que se ha desentendido de ella, que observa desde fuera su aplicación; en el momento en que se cree estar leyendo de lejos los secretos válidos sólo para los demás, uno no puede estar más cerca de la ley, se la hace circular, se “contribuye a la aplicación de un decreto público”.2 Y, sin embargo, esta perpetua manifestación no ilumina jamás aquello que dice o aquello que quiere la ley: mucho más que el principio o la prescripción interna de las conductas, ella es el afuera que las envuelve, y por ahí las hace escapar a toda interioridad; es la no-che que las limita, el vacío que las cierne, devolviendo, a espaldas de todos, su singularidad a la gris monotonía de lo universal, y abriendo a su alrededor un espacio de malestar, de insatisfacción, de celo multiplicado.

De transgresión, también. ¿Cómo se podría conocer la ley y experimentarla realmente, cómo se podría obligarla a hacerse visible, a ejercer abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara, si no se la acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente siempre más allá, en dirección al afuera donde ella se encuentra cada vez más retirada? ¿Cómo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del castigo, que no es después de todo más que la ley infringida, furiosa, fuera de sí? Pero si el castigo pudiera ser provocado por la sola arbitrariedad de aquellos que violan la ley, ésta estaría a su disposición: podrían tocarla y hacerla aparecer a su capricho: serían dueños de su sombra y de su claridad. Por esta razón la transgresión puede perfectamente proponerse infringir la prohibición tratando de atraerse a la ley; de hecho se deja siempre atraer por el recelo esencial de la ley; se acerca obstinadamente a la abertura de una invisibilidad de la que nunca sale triunfante; localmente, se empeña en hacer aparecer la ley para poderla venerar y deslumbrarla con su luminoso rostro; no hace otra cosa más que reforzarla en su debilidad, —en esa volubilidad de la noche, que es su irresistible, su impalpable substancia. La ley es esa sombra hacia la que necesariamente se dirige cada gesto en la medida en que ella es la sombra misma del gesto que se insinúa. Por ambas partes de la invisibilidad de la ley, Aminadab y Le TrèsHaut forman un díptico. En la primera de estas novelas, la extraña pensión en la que Thomas ha penetrado (atraído, llamado, elegido tal vez, aunque no sin haber sido obligado antes a franquear otros tantos lugares prohibidos), parece estar sometida a una ley que se des-conoce: su proximidad y su ausencia están continuamente recordadas por puertas ilícitas y abiertas, por la gran rueda que distribuye las suertes indescifrables o en blanco, por el hundimiento de un piso superior, de donde había provenido la llamada, de donde provienen las órdenes anónimas, pero donde nadie ha conseguido tener acceso; el día en que algunos pretendieron violar la ley en su guarida, se encontraron a la vez con la monotonía del lugar donde se hallaban, con la violencia, la sangre, la muerte, el derrumbamiento, en fin, la resignación, la desesperación, y la desaparición voluntaria, fatal, en el afuera: pues el afuera de la ley es tan inaccesible que cuando se quiere superarlo y penetrar en él se está abocado, no ya al castigo que sería la ley finalmente violada, sino al afuera de ese afuera mismo —a un olvido más profundo que todos los demás. En cuanto a los “criados”, —a aquellos que por oposición a los “pensionistas” son “de la casa” y que, guardianes y sirvientes deben representar la ley tanto para aplicarla como para someterse silenciosamente a ella —nadie sabe, ni siquiera ellos, a qué sirven (la ley de la casa o la voluntad de los huéspedes); se ignora incluso si no serán pensionistas convertidos en sirvientes; son a la vez el celo y el descuido, la embriaguez y la educación, el sueño y la incansable actividad, el rostro gemelo de la maldad y de la solicitud: aquello en lo que se disimula el disimulo y aquello que lo manifiesta.

En Le TrèsHaut, es la ley misma (en cierto modo el piso superior de Aminadab, en su monótona semejanza, en su exacta identidad con los demás) la que se manifiesta en su esencial disimulo. Sorge (la “inquietud” de la ley: aquella que se experimenta con respecto a la ley y aquella de la ley con respecto a aquellos a los que se aplica, incluso y sobre todo si quieren escapar a ella), Henri Sorge es funcionario: se le contrata en el Ayuntamiento en las oficinas de estado civil; no es más que un eslabón, ínfimo sin duda, en ese organismo extraño que hace de las existencias individuales una institución; él es la forma primera de la ley, puesto que él transforma todo nacimiento en archivo. Ahora bien, de pronto abandona su tarea (¿pero se trata en realidad de un abandono? Tiene un permiso, que prolonga, sin autorización, es cierto, pero con la complicidad de la administración que le facilita implícitamente esta esencial ociosidad); es suficiente con esta casi jubilación —¿se trata de una causa o de un efecto?— para que todas las existencias se desordenen y que la muerte inaugure un reino que ya no es aquél, clasificador, del estado civil, sino el desordenado, contagioso, anónimo, de la epidemia; no se trata de una verdadera muerte, con fallecimiento y acta de defunción, sino de un osario confuso donde ya no se sabe quién es el enfermo y quién el médico, quién el guardián y quién la víctima, si es una prisión o un hospital, una zona inmunizada o una fortaleza del mal. Se han roto las barreras y todo se desborda: estamos bajo la tiranía de las aguas que suben, el reino de la humedad sospechosa, de las filtraciones, de los abscesos, de los vómitos; las individualidades se disuelven; los cuerpos sudorosos se derriten contra las paredes; gritos interminables se escuchan a través de los de-dos que tratan de ahogarlos. Y, a pesar de todo, cuando abandona el servicio del Estado donde él debía poner orden en la existencia del prójimo, Sorge no se pone fuera de la ley; la fuerza, por el contrario, a manifestarse en aquel lugar vacío que él acaba de abandonar; en el movimiento con el que borra su existencia singular y la sustrae a la universalidad de la ley, la exalta, la sirve, demuestra su perfección, la “obliga”, pero ligándola a su propia desaparición (lo que en un sentido es lo contrario de la existencia transgresiva tal y como Bouxx o Dorte dan ejemplo de ella); así pues, no es más que la ley misma.

Pero la ley no puede responder a esta provocación más que con su propia retirada: no porque se repliegue en un silencio más profundo todavía, sino porque ella permanece en su inmovilidad idéntica. Uno puede precipitarse perfectamente en un vacío abierto: pueden muy bien formarse complots, extenderse rumores de sabotaje, los incendios, los asesinatos pueden muy bien ocupar el lugar del orden más ceremonioso; el orden de la ley no habrá sido jamás tan soberano, puesto que ahora abarca todo aquello que quiere derribarlo. Aquel que, contra ella, quiera fundar un orden nuevo, organizar una segunda policía, instituir otro Estado, se encontrará siempre con la acogida silenciosa e infinitamente complaciente de la ley. Ésta, a decir verdad, no cambia: ya ha descendido de una vez por todas a la tumba y ca-da una de sus formas no será más que una metamorfosis de aquella muerte que no llega nunca. Bajo una máscara transpuesta de la tragedia griega, —con una madre amenazadora y piadosa como Clytemnestra, un padre desaparecido, una hermana ofuscada por su duelo, un suegro todopoderoso y astuto—, Sorge es un Orestes su-miso, un Orestes inquieto por escapar a la ley para mejor someterse a ella. Obstinándose por vivir en el barrio apestado, es también el dios que acepta morir entre los hombres, pero que, no consiguiendo morir, deja vacante la promesa de la ley, liberando un silencio que desgarra el grito más hondo: ¿dónde está la ley?, ¿qué hace la ley? Y cuando, mediante una nueva metamorfosis o una nueva coincidencia con su propia identidad, es reconocido, nombrado, denunciado, venerado y escarnecido por la mujer que se parece extrañamente a su hermana, entonces él, el de-tentador de todos los nombres, se transforma en una cosa innombrable, una ausencia ausente, la presencia informe del vacío y el mudo horror de esta presencia. Pero tal vez esta muerte de Dios sea lo contrario de la muerte (la ignominia de una cosa fofa y viscosa que palpita eternamente); y el gesto que se esboza para matarla libera finalmente su lenguaje; un lenguaje que no tiene más que decir que el “Hablo, estoy hablando” de la ley, que se mantiene indefinidamente, por la sola proclamación de ese lenguaje, en el afuera de su mutismo.


6. EURÍDICE Y LAS SIRENAS


Tan pronto como se lo mira, el rostro de la ley se da media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere oír sus palabras, no consigue oír más que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un canto futuro.

Las sirenas son la forma inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son más que canto. Simple estela plateada sobre el mar, cresta de la ola, gruta abierta en los acantilados, playa de blancura inmaculada, ¿qué otra cosa pueden ser, en su ser mismo, sino la pura llamada, el grato vacío de la escucha, de la atención, de la invitación al descanso? Su música es todo lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía de sus palabras, el porvenir de lo que están diciendo. Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que promete que será ese canto. Ahora bien, lo que las sirenas prometen cantar a Ulises, es el pasado de sus propias hazañas, transformadas para el futuro en poema: “Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses en los campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y de Troya”. Singular ofrecimiento, el canto no es más que la atracción del canto, y no promete al héroe más que la repetición de aquello que ya ha vivido, conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo. Promesa a la vez falaz y verídica. Miente, puesto que todos aquellos que se dejarán seducir y dirigirán sus navíos hacia las playas, no encontrarán más que la muerte. Pero dice la verdad, puesto que es a través de la muerte como el canto podrá elevarse y contar al infinito la aventura de los héroes. Y, sin embargo, este canto puro —tan puro que no dice otra cosa que su recelo insaciable— hay que renunciar a escucharlo, taponarse los oídos, atravesarlo como si estuviera sordo, para continuar viviendo y poder así comenzar a cantar; o mejor aún, para que nazca el relato que no morirá nunca, hay que estar a la escucha, pero permanecer al pie del mástil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante una astucia que se violenta a sí misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar finalmente más allá del canto, como si se hubiera atravesado vivo, la muerte, pero para restituirla en un segundo lenguaje.

Enfrente, la figura de Eurídice. Aparentemente, es todo lo contrario, puesto que debe ser recobrada de la sombra por la melodía de un canto capaz de seducir y adormecer a la muerte, ya que el héroe no ha sabido resistir al poder de encanta-miento que ella posee y del que ella misma será la víctima más triste. No obstante, ella es un pariente cercano de las Sirenas: lo mismo que éstas no cantan más que el futuro de un canto, Eurídice no deja ver más que la promesa de un rostro. Orfeo bien pudo aplacar los ladridos de los perros y seducir a las potencias nefastas: pero en el camino de regreso se hubiera tenido que encadenar lo mismo que Ulises y no hubiera sido menos insensible que sus marineros; de hecho ha sido, en una sola persona, el héroe y su tripulación: le ha inquietado el deseo prohibido y se ha desatado con sus propias manos, dejando que se desvaneciera en la sombra el rostro invisible, lo mismo que Ulises dejó que se perdiera en las olas el canto que no llegó a escuchar. Sólo entonces, tanto para uno como para el otro, se libera la voz: para Ulises, con la salvación, se hace posible el relato de la maravillosa aventura; para Orfeo, es la pérdida absoluta, las lamentaciones eternas. Pero es posible que bajo el relato triunfante de Ulises perdure una queja sorda, por no haber escuchado mejor y durante más tiempo, por no haberse zambullido más cerca de la admirable voz que, tal vez, iba a producir el canto. Y, bajo las lamentaciones de Orfeo, resplandece la gloria de haber visto, menos que un instante, el rostro inaccesible, en el momento mismo en que se volvía y penetraba en la noche: himno a la claridad sin lugar y sin nombre.

Estas dos figuras se encabalgan profundamente en la obra de Blanchot. Hay relatos que están consagrados, como L ‘arrêt de mort, a la mirada de Orfeo: a esa mi-rada que, en el umbral vacilante de la muerte, va en busca de la presencia oculta, intentando devolverla, en imagen, a la luz del día, pero no conserva de ella más que la nada, en la que el poema precisamente puede manifestarse. Orfeo, sin embargo, aquí no ha llegado a ver el rostro de Eurídice en el movimiento que lo oculta y lo vuelve invisible: ha podido contemplarlo de frente, ha visto con sus propios ojos la mirada abierta de la muerte, “la más terrible que un ser vivo pueda sopor-tar”. Y es esa mirada, o mejor aún, la mirada del narrador sobre esa mirada, la que libera un extraordinario poder de atracción; es ella la que, a mitad de la noche, hace surgir una segunda mujer en una estupefacción cautiva para imponerle final-mente la mascarilla de escayola donde podrá contemplarse “cara a cara aquello que va a vivir por toda la eternidad”. La mirada de Orfeo ha recibido el poder mor-tal que cantaba en la voz de las sirenas. Del mismo modo, el narrador de Le moment voulu viene a buscar a Judith al lugar prohibido en que está encerrada; contra toda previsión, la encuentra sin dificultad, como una Eurídice demasiado cercana que viniera a ofrecerse en un retomo imposible y feliz. Pero detrás de ella, la figura que la vigila y a la que él acaba de arrancársela es menos la diosa inflexible y sombría que una pura voz “indiferente y neutra, escondida en una región vocal donde se despoja tan completamente de todas las perfecciones superfinas que parece priva-da de sí misma: justa, pero de una manera que recuerda a la justicia cuando se entrega a todas las fatalidades negativas.”1 Esta voz que “canta sin palabras” y que deja oír tan poco ¿no es acaso la de las sirenas, de las que toda su seducción consiste en el vacío que abren, en la inmovilidad fascinante que provocan en aquellos que las escuchan?