5. ¿DÓNDE ESTÁ LA LEY, QUÉ HACE LA LEY?
Ser negligente, ser atraído, es una manera de
manifestar y de disimular la ley, —de manifestar el repliegue en que se
disimula, de atraerla, por consiguiente, a la luz del día que la oculta.
Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no
sería ya la ley, sino la suave interioridad de la conciencia. Si por el
contrario, estuviera presente en un texto, si fuera posible descifrarla entre
las líneas de un libro, si pudiera ser consultado el registro, entonces tendría
la solidez de las cosas exteriores: podría obedecérsela o desobedecérsela:
¿dónde estaría entonces su poder?, ¿qué fuerza o qué prestigio la haría
venerable? De hecho, la presencia de la ley consiste en su disimulación. La
ley, soberanamente, asedia las ciudades, las instituciones, las conductas y los
gestos; se haga lo que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria,
ella ya ha desplegado sus poderes: “La casa está siempre y en cada momento, en
el estado que le conviene”.1 Las libertades que se toman no son capaces de
interrumpirla; uno puede llegar a creer que se ha desentendido de ella, que
observa desde fuera su aplicación; en el momento en que se cree estar leyendo
de lejos los secretos válidos sólo para los demás, uno no puede estar más cerca
de la ley, se la hace circular, se “contribuye a la aplicación de un decreto
público”.2 Y, sin embargo, esta perpetua manifestación no ilumina jamás aquello
que dice o aquello que quiere la ley: mucho más que el principio o la
prescripción interna de las conductas, ella es el afuera que las envuelve, y
por ahí las hace escapar a toda interioridad; es la no-che que las limita, el
vacío que las cierne, devolviendo, a espaldas de todos, su singularidad a la
gris monotonía de lo universal, y abriendo a su alrededor un espacio de
malestar, de insatisfacción, de celo multiplicado.
De transgresión, también. ¿Cómo se podría
conocer la ley y experimentarla realmente, cómo se podría obligarla a hacerse
visible, a ejercer abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara,
si no se la acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente
siempre más allá, en dirección al afuera donde ella se encuentra cada vez más
retirada? ¿Cómo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del castigo,
que no es después de todo más que la ley infringida, furiosa, fuera de sí? Pero
si el castigo pudiera ser provocado por la sola arbitrariedad de aquellos que
violan la ley, ésta estaría a su disposición: podrían tocarla y hacerla aparecer a su capricho: serían dueños de su sombra y de
su claridad. Por esta razón la transgresión puede perfectamente proponerse
infringir la prohibición tratando de atraerse a la ley; de hecho se deja
siempre atraer por el recelo esencial de la ley; se acerca obstinadamente a la
abertura de una invisibilidad de la que nunca sale triunfante; localmente, se
empeña en hacer aparecer la ley para poderla venerar y deslumbrarla con su
luminoso rostro; no hace otra cosa más que reforzarla en su debilidad, —en esa
volubilidad de la noche, que es su irresistible, su impalpable substancia. La
ley es esa sombra hacia la que necesariamente se dirige cada gesto en la medida
en que ella es la sombra misma del gesto que se insinúa. Por ambas partes de la
invisibilidad de la ley, Aminadab y Le Très‐Haut forman un díptico.
En la primera de estas novelas, la extraña pensión en la que Thomas ha
penetrado (atraído, llamado, elegido tal vez, aunque no sin haber sido obligado
antes a franquear otros tantos lugares prohibidos), parece estar sometida a una
ley que se des-conoce: su proximidad y su ausencia están continuamente
recordadas por puertas ilícitas y abiertas, por la gran rueda que distribuye
las suertes indescifrables o en blanco, por el hundimiento de un piso superior,
de donde había provenido la llamada, de donde provienen las órdenes anónimas,
pero donde nadie ha conseguido tener acceso; el día en que algunos pretendieron
violar la ley en su guarida, se encontraron a la vez con la monotonía del lugar
donde se hallaban, con la violencia, la sangre, la muerte, el derrumbamiento,
en fin, la resignación, la desesperación, y la desaparición voluntaria, fatal,
en el afuera: pues el afuera de la ley es tan inaccesible que cuando se quiere
superarlo y penetrar en él se está abocado, no ya al castigo que sería la ley
finalmente violada, sino al afuera de ese afuera mismo —a un olvido más
profundo que todos los demás. En cuanto a los “criados”, —a aquellos que por
oposición a los “pensionistas” son “de la casa” y que, guardianes y
sirvientes deben representar la ley tanto para aplicarla como para
someterse silenciosamente a ella —nadie sabe, ni siquiera ellos, a qué sirven
(la ley de la casa o la voluntad de los huéspedes); se ignora incluso si no
serán pensionistas convertidos en sirvientes; son a la vez el celo y el
descuido, la embriaguez y la educación, el sueño y la incansable actividad, el
rostro gemelo de la maldad y de la solicitud: aquello en lo que se disimula el
disimulo y aquello que lo manifiesta.
En Le Très‐Haut, es la ley misma (en cierto modo el piso superior de Aminadab,
en su monótona semejanza, en su exacta identidad con los demás) la que se manifiesta
en su esencial disimulo. Sorge (la “inquietud” de la ley: aquella que se
experimenta con respecto a la ley y aquella de la ley con respecto a aquellos a
los que se aplica, incluso y sobre todo si quieren escapar a ella), Henri Sorge
es funcionario: se le contrata en el Ayuntamiento en las oficinas de estado
civil; no es más que un eslabón, ínfimo sin duda, en ese organismo extraño que
hace de las existencias individuales una institución; él es la forma primera de
la ley, puesto que él transforma todo nacimiento en archivo. Ahora bien, de
pronto abandona su tarea (¿pero se trata en realidad de un abandono? Tiene un
permiso, que prolonga, sin autorización, es cierto, pero con la complicidad de
la administración que le facilita implícitamente esta esencial ociosidad); es
suficiente con esta casi jubilación —¿se trata de una causa o de un efecto?—
para que todas las existencias se desordenen y que la muerte inaugure un reino
que ya no es aquél, clasificador, del estado civil, sino el desordenado,
contagioso, anónimo, de la epidemia; no se trata de una verdadera muerte, con
fallecimiento y acta de defunción, sino de un osario confuso donde ya no se
sabe quién es el enfermo y quién el médico, quién el guardián y quién la
víctima, si es una prisión o un hospital, una zona inmunizada o una fortaleza
del mal. Se han roto las barreras y todo se desborda: estamos bajo la tiranía
de las aguas que suben, el reino de la humedad sospechosa, de las filtraciones,
de los abscesos, de los vómitos; las individualidades se disuelven; los cuerpos
sudorosos se derriten contra las paredes; gritos interminables se escuchan a
través de los de-dos que tratan de ahogarlos. Y, a pesar de todo, cuando abandona
el servicio del Estado donde él debía poner orden en la existencia del prójimo,
Sorge no se pone fuera de la ley; la fuerza, por el contrario, a manifestarse
en aquel lugar vacío que él acaba de abandonar; en el movimiento con el que
borra su existencia singular y la sustrae a la universalidad de la ley, la
exalta, la sirve, demuestra su perfección, la “obliga”, pero ligándola a su
propia desaparición (lo que en un sentido es lo contrario de la existencia
transgresiva tal y como Bouxx o Dorte dan ejemplo de ella); así pues, no es más
que la ley misma.
Pero la ley no puede responder a esta provocación más que
con su propia retirada: no porque se repliegue en un silencio más profundo
todavía, sino porque ella permanece en su inmovilidad idéntica. Uno puede
precipitarse perfectamente en un vacío abierto: pueden muy bien formarse
complots, extenderse rumores de sabotaje, los incendios, los asesinatos pueden
muy bien ocupar el lugar del orden más ceremonioso; el orden de la ley no habrá
sido jamás tan soberano, puesto que ahora abarca todo aquello que quiere
derribarlo. Aquel que, contra ella, quiera fundar un orden nuevo, organizar una
segunda policía, instituir otro Estado, se encontrará siempre con la acogida
silenciosa e infinitamente complaciente de la ley. Ésta, a decir verdad, no
cambia: ya ha descendido de una vez por todas a la tumba y ca-da una de sus
formas no será más que una metamorfosis de aquella muerte que no llega nunca.
Bajo una máscara transpuesta de la tragedia griega, —con una madre amenazadora
y piadosa como Clytemnestra, un padre desaparecido, una hermana ofuscada por su
duelo, un suegro todopoderoso y astuto—, Sorge es un Orestes su-miso, un
Orestes inquieto por escapar a la ley para mejor someterse a ella. Obstinándose
por vivir en el barrio apestado, es también el dios que acepta morir entre los
hombres, pero que, no consiguiendo morir, deja vacante la promesa de la ley,
liberando un silencio que desgarra el grito más hondo: ¿dónde está la ley?,
¿qué hace la ley? Y cuando, mediante una nueva metamorfosis o una nueva
coincidencia con su propia identidad, es reconocido, nombrado, denunciado,
venerado y escarnecido por la mujer que se parece extrañamente a su hermana, entonces
él, el de-tentador de todos los nombres, se transforma en una cosa innombrable,
una ausencia ausente, la presencia informe del vacío y el mudo horror de esta
presencia. Pero tal vez esta muerte de Dios sea lo contrario de la muerte (la
ignominia de una cosa fofa y viscosa que palpita eternamente); y el gesto que
se esboza para matarla libera finalmente su lenguaje; un lenguaje que no tiene
más que decir que el “Hablo, estoy hablando” de la ley, que se mantiene
indefinidamente, por la sola proclamación de ese lenguaje, en el afuera de su
mutismo.
6. EURÍDICE Y LAS SIRENAS
Tan pronto como se lo mira, el rostro de la ley se da
media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere oír sus palabras, no
consigue oír más que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un
canto futuro.
Las sirenas son la forma inasequible y prohibida de la
voz atrayente. Ellas no son más que canto. Simple estela plateada sobre el mar,
cresta de la ola, gruta abierta en los acantilados, playa de blancura
inmaculada, ¿qué otra cosa pueden ser, en su ser mismo, sino la pura llamada,
el grato vacío de la escucha, de la atención, de la invitación al descanso? Su
música es todo lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus
palabras inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y
seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía
de sus palabras, el porvenir de lo que están diciendo. Su fascinación no nace
de su canto actual, sino de lo que promete que será ese canto. Ahora bien, lo
que las sirenas prometen cantar a Ulises, es el pasado de sus propias hazañas,
transformadas para el futuro en poema: “Conocemos las penalidades, todas las penalidades
que los dioses en los campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y de
Troya”. Singular ofrecimiento, el canto no es más que la atracción del canto, y
no promete al héroe más que la repetición de aquello que ya ha vivido,
conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo. Promesa a la vez
falaz y verídica. Miente, puesto que todos aquellos que se dejarán seducir y
dirigirán sus navíos hacia las playas, no encontrarán más que la muerte. Pero
dice la verdad, puesto que es a través de la muerte como el canto podrá
elevarse y contar al infinito la aventura de los héroes. Y, sin embargo, este
canto puro —tan puro que no dice otra cosa que su recelo insaciable— hay que
renunciar a escucharlo, taponarse los oídos, atravesarlo como si estuviera sordo,
para continuar viviendo y poder así comenzar a cantar; o mejor aún, para que
nazca el relato que no morirá nunca, hay que estar a la escucha, pero
permanecer al pie del mástil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante
una astucia que se violenta a sí misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo
en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar finalmente más allá
del canto, como si se hubiera atravesado vivo, la muerte, pero para restituirla
en un segundo lenguaje.
Enfrente, la figura de Eurídice. Aparentemente, es todo
lo contrario, puesto que debe ser recobrada de la sombra por la melodía de un
canto capaz de seducir y adormecer a la muerte, ya que el héroe no ha sabido
resistir al poder de encanta-miento que ella posee y del que ella misma será la
víctima más triste. No obstante, ella es un pariente cercano de las Sirenas: lo
mismo que éstas no cantan más que el futuro de un canto, Eurídice no deja ver
más que la promesa de un rostro. Orfeo bien pudo aplacar los ladridos de los
perros y seducir a las potencias nefastas: pero en el camino de regreso se
hubiera tenido que encadenar lo mismo que Ulises y no hubiera sido menos
insensible que sus marineros; de hecho ha sido, en una sola persona, el héroe y
su tripulación: le ha inquietado el deseo prohibido y se ha desatado con sus
propias manos, dejando que se desvaneciera en la sombra el rostro invisible, lo
mismo que Ulises dejó que se perdiera en las olas el canto que no llegó a
escuchar. Sólo entonces, tanto para uno como para el otro, se libera la voz:
para Ulises, con la salvación, se hace posible el relato de la maravillosa
aventura; para Orfeo, es la pérdida absoluta, las lamentaciones eternas. Pero
es posible que bajo el relato triunfante de Ulises perdure una queja sorda, por
no haber escuchado mejor y durante más tiempo, por no haberse zambullido más
cerca de la admirable voz que, tal vez, iba a producir el canto. Y, bajo las
lamentaciones de Orfeo, resplandece la gloria de haber visto, menos que un
instante, el rostro inaccesible, en el momento mismo en que se volvía y
penetraba en la noche: himno a la claridad sin lugar y sin nombre.
Estas dos figuras se encabalgan profundamente en la obra
de Blanchot. Hay relatos que están consagrados, como L ‘arrêt de mort, a
la mirada de Orfeo: a esa mi-rada que, en el umbral vacilante de la muerte, va
en busca de la presencia oculta, intentando devolverla, en imagen, a la luz del
día, pero no conserva de ella más que la nada, en la que el poema precisamente
puede manifestarse. Orfeo, sin embargo, aquí no ha llegado a ver el rostro de
Eurídice en el movimiento que lo oculta y lo vuelve invisible: ha podido
contemplarlo de frente, ha visto con sus propios ojos la mirada abierta de la
muerte, “la más terrible que un ser vivo pueda sopor-tar”. Y es esa mirada, o
mejor aún, la mirada del narrador sobre esa mirada, la que libera un
extraordinario poder de atracción; es ella la que, a mitad de la noche, hace
surgir una segunda mujer en una estupefacción cautiva para imponerle
final-mente la mascarilla de escayola donde podrá contemplarse “cara a cara
aquello que va a vivir por toda la eternidad”. La mirada de Orfeo ha recibido
el poder mor-tal que cantaba en la voz de las sirenas. Del mismo modo, el
narrador de Le moment voulu viene a buscar a Judith al lugar prohibido
en que está encerrada; contra toda previsión, la encuentra sin dificultad, como
una Eurídice demasiado cercana que viniera a ofrecerse en un retomo imposible y
feliz. Pero detrás de ella, la figura que la vigila y a la que él acaba de
arrancársela es menos la diosa inflexible y sombría que una pura voz
“indiferente y neutra, escondida en una región vocal donde se despoja tan
completamente de todas las perfecciones superfinas que parece priva-da de sí
misma: justa, pero de una manera que recuerda a la justicia cuando se entrega a
todas las fatalidades negativas.”1 Esta voz que “canta sin palabras” y que deja
oír tan poco ¿no es acaso la de las sirenas, de las que toda su seducción
consiste en el vacío que abren, en la inmovilidad fascinante que provocan en
aquellos que las escuchan?