Carta de Maurice Blanchot
para Roger Laporte Diciembre 22 de 1984
Traducción: Juan Camilo Ricardo*
Corrección y notas: Luis Antonio Ramírez**
Gracias, querido Roger, por su silencio.
Gracias por sentirse en la amistosa obligación de romperlo hoy. Pero, antes que
nada una precisión apenas útil, sin embargo. Ni el análisis ni el juicio
crítico de Todorov me conciernen. Pues ese juicio también lo juzga. Y que yo
pertenezca o no al pasado es realmente sin importancia. «Todo se borra,
todo debe borrarse» Meschonnic, con sus ideas
preconcebidas, necesarias para él –y él no es un mediocre–, lo hizo de una
manera mucho más interesante (su palpitante hostilidad hacia Derrida dejó
mostrar sus dificultades).
Usted conoce mi principio. Dejar a cada uno
expresarse según su responsabilidad. Tal vez también me haya equivocado para
aplicar en la política y en la historia personal. Todo eso comenzó con el libro
titulado Les Anticonformistes de Droite.
Fui cuestionado (si mal no recuerdo), no de una manera agresiva, sino más
bien errónea. Errores algunos de poca importancia (entre otras cosas incomprensibles
para mí: se decía que mi hermano era médico y aun se me atribuía en el
periódico de los debates un papel que no era exactamente el mío); de otros
errores más graves tenían que ver con Joven Francia[1], pero
¿qué hacer? No podemos hacer nada contra un libro, sino escribir otro, y yo
realmente no veo la necesidad, no estaba de acuerdo conmigo mismo y no le daba
la suficiente importancia para ello. Tanto que el proyecto para reunir a los
no-conformistas de derecha y a los no-conformistas de izquierda –lo que he
llamado los disidentes– no me era ajeno a la época.
Hay que entender que este periodo de la
preguerra era un tiempo turbio, confuso y (para mí) extremadamente angustiante.
Desde todos lados, de derecha, de izquierda, la democracia fue cuestionada.
Parecía haberse agotado durante la gran guerra y nadie dudaba que la «victoria»
se debiera a demócratas (Clemenceau) que
momentáneamente habían renunciado hacerlo.
A partir de ahí, surgieron múltiples
tentativas que fueron encarnadas, tanto por la metamorfosis del surrealismo,
como pruebas efímeras (por ejemplo Le Nouveau Ordre
de Aron y Dandieu[2],
escritores talentosos e íntegros, pero ese título era muy escalofriante: Le
Nouveau Ordre era también lo que pretendía ser el fascismo; por lo que no acepté
colaborar con eso). Combat fue una de estas tentativas, entre las
más modestas, tenía mis condiciones para cooperar allí. Primero que Brasilach
fuera excluido de allí: Brasilach quien era distante de mí por una antipatía
recíproca, casi por odio, representaba con talento las ilusiones más peligrosas
de un fascismo «jovial», identificándose con la fiesta, la juventud, la
felicidad de un mundo nuevo donde reinarían la fuerza del mito y el mito de la
fuerza (lo que conducía al rechazo encarnizado del mundo sin mito que expresaba
el antiguo judaísmo). La otra condición: el aislamiento de la Acción francesa[3]
que entre otras cosas estaba en su ocaso, pero continuaba ejerciendo una
influencia compleja. La Acción francesa era un símbolo, un símbolo de
un nacionalismo limitado que detenía el tiempo a la revolución, claro, en ese
entonces muy hostil al nacismo, pero marcado por un antisemitismo detestable y,
además –para mí, era importante– por una concepción literaria tradicional que
yo no seguía. Combat tuvo en la época una débil importancia, yo nunca me
sentí cómodo allí. De igual modo (Le insurgé), que no tenía
director y donde un día descubrí con estupor un artículo detestablemente
antisemita. Me pidieron entonces tomar la dirección. Me negué y obtuve que me
suspendieran inmediatamente. (El dinero que permitía la publicación de todos
estos periódicos venia de «Huiles lesueur», representados por un
hombre muy hábil y solapado, Rigaud, que más tarde procuró intervenir entre De
Gaulle y Giraud). Otra tentativa fue (Le Rempart), diario cuyo director
era Paul Lévy, el inspirador Georges Mandel (mano derecha, antaño, de
Clemenceau), mientras que yo era teóricamente el jefe de redacción. El objetivo
de este periódico, violento o más bien vehemente, era claro, simple y
desgraciadamente más allá de los medios que disponíamos: el combate contra
Hitler y, en particular, el combate militar para impedir que este retomase la
región del Rin. Mandel, hombre notable, judío despreocupado por el judaísmo,
patriota convencido, necesitaba un apoyo de la opinión para hacer creer al
gobierno que este propósito era justo, pero al cual se oponía a Inglaterra. Él
no lo logró, y esta derrota, como lo escribí, fue la premisa de Munich, fue el
verdadero Munich.
Después de este desastroso fracaso, Mandel,
un hombre de paz, un hombre de guerra, que tenía relaciones casi diarias con
Paul Lévy, (mi) director, solo tenía esta preocupación: Ganar tiempo con la
esperanza de que el ejército francés se reconstituyera y se modernizara –de ahí
su hostilidad con respecto a Blue, quien tenía sobre todo preocupaciones
internas; de ahí su desconfianza con respecto a
los judíos emigrantes, los cuales, al contrario, pensaban que una guerra
inmediata desconcertaría a Hitler. Debo decir que la emigración, que tenía la
persona de Paul Lévy un apoyo constante, constituía entonces mi cuasi entorno,
natural entorno; la verdad sobre el extremo peligro que representaba Hitler
surgía claramente, pero también permanecía entre rumores fantasiosos (que
Hitler estaba gravemente enfermo, que estaba loco –y cómo no analizar a una
especie de locura y sus horrorosos designios políticos: el incendio de
Reichstag, la noche de cristal, la aniquilación de sus compañeros más
cercanos). Muchos otros, la mayoría, pensaban lo contrario: no hay que
exagerar, hay que ser prudentes, reservados, alertar a los judíos contra sí
mismos. De ahí surgieron los textos que con razón se me reprochan. Pero hoy
sería odioso poner en otros una responsabilidad que me pertenece. A ello se
añadía la desconfianza de los judíos franceses cooptados por el sionismo.
Levinas me había enseñado la importancia y el significado de la diáspora, el
errar desventurado que tenía como contrapartida, la «diseminación» de la
singularidad judía, su exclusión de todo nacionalismo como ultima verdad, su
participación en la historia bajo una forma completamente distinta. Es por ello
que fui llevado a decir una palabra (una palabra de más) sobre la «nueva
doctrina» de Israel.
Pero yo sería parcial (necesariamente lo soy)
si no añadiese que la mayor parte de mi tiempo profesional lo ocupé en el
periódico de los debates (le journal Des debates.) Periódico nacido
en 1789, en la tribuna de Benjamin Constant, de Chateaubriand, etc., es decir, de un liberalismo, en ese entonces
de oposición, sobrevivía a esos tiempos gloriosos, sobrevivencia que disimuló
su ocaso, pero que mantuvo una cierta libertad en comparación a su gran
competencia, Le Temps (el tiempo,) aunque estos dos periódicos
fueron apoyados por el comité de Forges[4].
Tengo que reconocer que yo era muy feliz en este medio de hombres adultos,
espirituales, instruidos, que nunca se tomaron muy en serio. En este periódico
la política exterior apenas merecía críticas. El nacismo y el hitlerismo eran
combatidos allí constantemente; si se mostraba demasiada indulgencia por
Mussolini, fue por la esperanza frágil de que se volviera en contra de su
aliado, como ocurrió en el momento del «Anschluss[5]».
En cuanto a la política interior, era la ley del mercado, el liberalismo de origen
de Adam Smith y Ricardo. Es por ello que hoy es como si asistiera a una mala
comedia en la que regresa un liberalismo ya prescrito. ¿Cuál era mi papel?
Aprender a hacer de todo para poder hacer todo. Y a menudo era un placer,
trabajar con los tipógrafos, rehacer a último minuto los últimos artículos, que
eran demasiado largos o demasiado cortos, corregir pruebas y suprimir los
textos peligrosos (irónicamente se aprendía que habían tres tabúes: La academia
–habían muchos académicos en ese periódico–, La iglesia y el comité de Forges).
En realidad mi principal tarea era escribir, –escribir «brillantemente», según
el carácter practicado en el periódico y en el mínimo de tiempo, escribir
editoriales de las que previamente se habían discutido la substancia y la
orientación con el director. En el fondo, había, –y de ello me di cuenta poco a
poco– había dos clanes dentro y fuera del periódico. Uno estaba representado
por André Chaumeix, no solo académico, sino además maestro de la academia.
(Nadie podía ser elegido sin su acuerdo, y fue él quien hizo entrar a Maurras).
El aparecía poco en el periódico, traía su «papel» y se desaparecía. En
política interna su dominio principal se inclinaba cada vez más en una extrema
derecha. Después del Armisticio, se dijo que fue el principal asesor de Petain
y tal vez contribuyó a llevar a Maurras[6]
hacia el detestable camino que este siguió. El otro clan estaba representado
por el director del periódico (hombre muy sencillo, aunque conde) y el conjunto
del equipo periodístico. Su política permaneció tradicional: un patriotismo
moderado y un liberalismo heredado de los grandes ancestros. Fue poco a poco
que me vine a dar cuenta de sus intenciones. Al nombrarme como jefe de
redacción, él pensaba encontrar en mí, contra Chaumeix, la conservación de las
viejas tradiciones. En ello no había nada de deshonroso, pero los sucesos
decidieron lo contrario. En medio de estos sucesos, y cuando todo parecía estar perdido, en vano
traté de tener una influencia, recurriendo a P. Reynaud (presidente del
consejo), ante todo me parecía necesario evitar el armisticio, evitar a Petain
y para evitar ceder a la propuesta de Churchil, el cual deseaba relacionar
constitucionalmente nuestros países (Inglaterra y Francia). Esta propuesta fue
rechazada por todos, incluyendo a De Gaulle, incluso si él fue el honesto
interprete de ello. Incluso me enteré que Weygand deseaba la derrota de
Inglaterra para que la vergüenza de la derrota no fuese solamente la del
ejército francés. Tales eran las intenciones de los menos germanófilos de
nuestros dirigentes. Le he contado, creo,
cómo tuve el triste privilegio de asistir a Vichy para la capitulación
de la asamblea nacional, poniendo ilegalmente a la tercera república y confiando
todos sus poderes a un viejo hombre astuto de quien solo se podía esperar una
política interior y una política exterior detestables, bajo engañosos
simulacros. Entonces mi decisión fue tomada de inmediato. Era el rechazo,
rechazo naturalmente contra la ocupación, pero rechazo no menos obstinado con
respecto a Vichy quien representaba para mí lo más degradante que había en ese
momento. Además, desde mi regreso a Clermont-ferrand donde casi todas las
publicaciones se habían replegado, le rogué al director del journal Des Debates, sabotear el periódico. (Todas las
editoriales que escribí en ese entonces, durante algunos días, fueron
censuradas: era la prueba de que no podíamos escribir más nada sin entrar en
los compromisos que ningún pensamiento honesto no puede aceptar). Él se negó,
no por razones políticas sino por razones particulares que no puedo revelar.
Así que me fui, me aislé de todo. Pero me parecía que, según mis medios, era en
el mismo país y bajo la amenaza más próxima (la zona ocupada) que el rechazo
podría ser lo más decisivo posible.
Dejé de lado lo que durante este tiempo (sin
duda después de 1930) fue mi verdadera vida, es decir, la escritura, el
movimiento de la escritura, su oscura búsqueda, su aventura esencialmente
nocturna (tanto más que, como Kafka, solo me quedaba la noche para escribir).
En este sentido, estuve expuesto a una verdadera dicotomía: la escritura del
día en servicio de tal o cual (no olvidar entonces que yo escribía además para
un arqueólogo reconocido que necesitaba ayuda de un escritor) y la escritura de
la noche que me volvía un extraño a cualquier otra exigencia diferente a ella,
todo cambio en mi identidad apuntaba hacia un desconocimiento inasequible y
angustioso. Si en algo fui culpable era sin duda en esa división. Pero al mismo
tiempo, ella aceleró una conversión de mí, abriéndome a la espera y a la
comprensión de los cambios que se estaban preparando. No diré que hay una
escritura de izquierda: sería una simplificación absurda y además sin alcance.
Pero igual que uno encuentra en Mallarmé una exigencia política (Alain Badiuo
hace frecuentemente alusión), lo que se une a la escritura igualmente debe ser
privado de todas las convicciones que un pensamiento político puede procurar
(una política conservadora limita los riesgos –de alguna manera la política
nazi fue abismal; apeló a la nada para todos los que no se conformaron con sus
reglas (su concepción racial de la humanidad), pero ella nunca fue cuestionada;
Hitler, a menudo se decía neciamente en la época, era un pequeño-burgués
conservador –por lo que Breton, dentro de las polémicas injustas que siguieron
«Contre-Attaque», trataba a Bataille como “superfascista”,
lo que no tuvo más sentido que una injuria).
Eso es lo que puedo decir por el instante, no
sin dificultades. En cierto modo, siempre he tenido una cierta pasión política.
La cosa pública me aviva frecuentemente. Y el pensamiento político es, quizá,
aún algo por descubrir. Excúseme por todas estas observaciones que son poco
importantes. Sin embargo, si quiere transmitírselas a Philippe Lacoue-Labarthe,
pídale que no me juzgue por no habérselas comunicado directamente, en tal caso,
son igualmente una respuesta a su amigable carta. ¿Uno puede invocar como
excusa sus débiles fuerzas? No lo creo. Las fuerzas son de todos modos
demasiado débiles, y la fuerza no es deseable nunca.
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*Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia
**Docente de la Universidad de Antioquia
[1] La joven Francia fue un movimiento político que se dio en la
ocupación alemana debido a que Pétain entregó varias regiones al poder alemán.
[2] El nuevo orden, establecido desde 1929,representaba aspiraciones
totalmente fascistas.
[3] Movimiento francés de extrema derecha en el que participó Blanchot
en 1920 y que no tardó en rechazar.
[4] Comité de las grandes empresas industriales que financiaban movimientos y
publicaciones 1919 – 1983.
[5] El intento de unir a Alemania y Rusia.
[6] Charles Maurras; escritor, político de extrema derecha,
anti-revolucionario, fue el principal ideólogo y organizador del movimiento
político Acción francesa