martes, 19 de febrero de 2013

HISTORIA DEL OJO - GEORGES BATAILLE [E4]

HISTORIA DEL OJO

Cap. XI, XII Y XIII [FIN DE LA PRIMERA PARTE]




Traducido por Margo Glantz
Ediciones Coyoacán, México D.F., 1994
Segunda edición, 1995
Título original:
Histoire de l’oeil , 1928





XI-BAJO EL SOL DE SEVILLA

Bruscamente animados por un movimiento a la vez simultáneo y contrario se habían unido dos globos de consistencia y grosor semejantes: uno, el testículo blanco del toro, había entrado en el culo ‘rosa y negro’ de Simona, desnudado ante la muchedumbre; el otro, el ojo humano, había saltado fuera del rostro de Granero con la misma fuerza que sale del vientre el bulto de las entrañas. Esta coincidencia, ligada a la muerte y a una especie de licuefacción urinaria del cielo, nos acercó por vez primera a Marcela, desgraciadamente por un momento muy corto y casi inconsistente, pero con un brillo tan turbio que me adelanté con paso sonámbulo como si fuese a tocarla a la altura de los ojos.
Al cabo de un momento todo volvió a su aspecto habitual, interrumpido, después de la muerte de Granero, por obsesiones encegadoras.

Simona estaba de tan mal humor que le dijo a Sir Edmond que no se quedaría ni un día más en Madrid; le interesaba mucho Sevilla, a causa de su reputación de ciudad de placeres.
Sir Edmond, que se embriagaba de placer satisfaciendo los caprichos del ‘ser más angélico y simple que haya existido en la tierra’, nos acompañó a Sevilla al día siguiente. Allí tuvimos una luz y un calor aún más delicuescentes que en Madrid; además, una excesiva abundancia de flores en las calles, geranios y adelfas, que acababan de enervar los sentidos.

Simona se paseaba desnuda bajo un vestido blanco, tan ligero que podía adivinarse su liguero rojo bajo la tela y hasta, en determinadas posiciones, su pelambre. Hay que agregar también que en esta ciudad todo contribuía a darle brillo a su sensualidad, al grado que cuando pasábamos por las tórridas calles, veía a menudo cómo las vergas tensaban los pantalones.

En realidad no dejábamos de hacer el amor. Evitábamos el orgasmo y visitábamos la ciudad, única forma de no tener mi miembro sumergido interminablemente dentro de su ‘estuche’. Solamente aprovechábamos las ocasiones propicias durante los paseos. Dejábamos un lugar propicio con el único objetivo de buscar otro. Una sala vacía de museo, una  escalera, una avenida de jardín rodeada de altos arbustos, una iglesia abierta —en la noche, en las calles desiertas—. Caminábamos hasta no encontrar algo semejante y apenas veíamos el lugar, yo abría el cuerpo de la joven, levantándole una pierna y de un solo golpe hacía entrar como dardo mi verga hasta el fondo de su culo. Unos momentos después sacaba, todo humeante, mi miembro de su ‘establo’ y reiniciábamos el paseo. Por lo general, Sir Edmond nos seguía de cerca con el propósito de sorprendernos: se ponía color de púrpura, pero nunca se aproximaba. Si se masturbaba lo hacía discretamente, no por reserva, es verdad, sino porque todo lo hacía aislado, de pie y en una rigidez casi absoluta, y contrayendo terriblemente los músculos.

—Esto es muy interesante, nos dijo un día, mostrándonos una iglesia.
Es la iglesia de Don Juan.
—¿Y qué?, contestó Simona.
—Usted quédese aquí, conmigo, respondió Sir Edmond dirigiéndose primero a mí; usted, Simona, debería entrar a la iglesia sola.
—¿Por qué?
Fuera o no comprensible, la curiosidad la hizo entrar y nosotros la esperamos en la calle.
Cinco minutos después, Simona reapareció en el umbral de la iglesia.
Nos quedamos como estúpidos: no sólo se moría de risa, sino que no podía ni hablar, ni dejar de reír, tanto, que mitad por contagio y mitad por la violencia de la luz, yo comencé a reír como ella y, hasta cierto punto, Sir Edmond.
—Bloody girl, dijo este último. ¿No puede usted explicarnos por qué ríe? Estábamos justo sobre la tumba de Don Juan.
Y riendo con todas sus ganas, nos mostró, bajo nuestros pies, una gran placa funeraria de cobre. Era la tumba del fundador de la iglesia, de quien se dice que era el propio Don Juan: arrepentido, se había hecho enterrar junto al umbral para ser hollado por los fieles que entran o salen de la iglesia.

Pronto la crisis de risa redobló: a fuerza de reír, Simona había orinado ligeramente y un pequeño hilo de orina había recorrido sus piernas y caído sobre la placa de cobre.
Constatamos otro efecto de este accidente: la ligera tela del vestido se había mojado y adherido al cuerpo totalmente transparente, dejando ver el hermoso vientre y los muslos de Simona de manera particularmente impúdica; negro entre los listones rojos del liguero.
—Entremos a la iglesia, dijo Simona con un poco más de calma. Ya se secará.
Entramos de repente en una gran sala donde Sir Edmond y yo buscamos en vano el cómico espectáculo que la muchacha no había podido explicar.

La sala era relativamente fresca y estaba iluminada por unas ventanas cubiertas de cortinas de cretona rojo vivo y transparente. El techo era de madera artesonada y labrada, los muros encalados pero ornados de diferentes objetos sacros más o menos dorados. El fondo estaba ocupado, desde el piso al techo, por un altar y por un gigantesco remate de altar de estilo barroco en madera dorada. A fuerza de ornamentos retorcidos y complicados, este altar, que evocaba a la India, con sus sombreados profundos y sus resplandores de oro, me pareció misterioso y destinado para el amor. A la derecha e izquierda de la puerta estaban colgados dos célebres cuadros de Valdés Leal que representaban cadáveres en descomposición: cosa notable, en la órbita ocular de uno de ellos se veía entrar una rata. Pero nada en el conjunto parecía cómico.
Al contrario era suntuoso y sensual: el juego de sombras y la luz de las cortinas rojas, la frescura y un fuerte olor especiado de las adelfas en flor, junto al vestido pegado al pelambre de Simona, todo me excitaba a desnudar el culo de Simona sobre las baldosas, cuando, cerca de un confesionario, descubrí los pies calzados de seda negra de una penitente.
—Quiero verlos salir, dijo Simona.
Se sentó cerca de mí, no lejos del confesionario, y me tuve que contentar con acariciarle el cuello, la nuca y la espalda con mi verga. Se excitó tanto que me dijo que si no me guardaba el miembro en el pantalón, me masturbaría hasta hacerlo descargar.
Tuve que sentarme y contentarme con mirar la desnudez de Simona a través de la tela mojada, y en ocasiones al natural porque secaba sus muslos mojados, levantándose el vestido.

—Ya verás, me dijo.
Esperé pacientemente el final del enigma. Tras una larga espera, una mujer morena, muy bella y joven, salió del confesionario con las manos unidas y con el rostro pálido y extático: con la cabeza echada hacia atrás y los ojos en blanco, atravesó la sala con pasos lentos, como espectro de ópera. Era tan inesperado que tuve que apretar las piernas con violencia para no reír; la puerta del confesionario se abrió y entonces apareció un nuevo personaje, un sacerdote rubio, muy joven, muy bello, con un largo rostro enjuto y los pálidos ojos de un santo; mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y permanecía de pie junto al umbral del armario, con la mirada alzada al techo como si una aparición celeste pudiera hacerlo levitar.

El sacerdote avanzó como la joven y hubiera desaparecido también sin decir nada si Simona, para mi gran sorpresa, no lo hubiese detenido bruscamente. Una idea increíble se le había ocurrido: saludó al visionario y le pidió confesión.
El sacerdote, inmerso en un éxtasis, señaló apenas el confesionario con aire distante, entró en el armario y cerró la puerta dulcemente, tras él, sin decir palabra.

XII-LA CONFESIÓN DE SIMONA Y LA MISA DE SIR EDMOND

No es difícil imaginar mi estupor cuando vi que Simona se instalaba, arrodillándose, en la guarida del lúgubre confesor. Mientras ella se confesaba, yo esperaba con interés extraordinario lo que resultaría de un gesto tan imprevisto. Supuse que el sórdido personaje se precipitaría de su caja para flagelar a la impía. Me dispuse a tirar y golpear al horrible fantasma, pero no sucedió nada: el confesionario permaneció cerrado y Simona no cesaba de hablar frente a la ventana enrejada.

Empecé a cambiar miradas interrogantes con Sir Edmond, pero las cosas empezaron a aclararse poco a poco. Simona empezó a tocarse los muslos, a mover las piernas; mantenía una rodilla sobre el reclinatorio, avanzaba un pie delante, mientras continuaba en voz baja su confesión.

Me pareció que se masturbaba.

Me acerqué suavemente a su lado para descubrir lo que pasaba; en efecto, Simona se estaba masturbando con el rostro pegado a la reja, cerca de la cabeza del sacerdote, con los miembros tensos, los muslos separados, los dedos metidos dentro de la vagina; podía tocarla y le agarré el culo un instante. Entonces oí que decía claramente:
—Padre, aún no le he dicho lo más grave.
Siguió un momento de silencio.
—Lo más grave, padre, es que me estoy masturbando mientras me confieso.
Nuevos murmullos en el interior, y por fin y en voz alta:
—Si no lo crees, te lo muestro.
Se levantó, abrió un muslo frente al ojo de la garita, masturbándose con mano rápida y segura.
—Entonces, cura, gritó Simona, golpeando con fuerza el confesionario, ¿qué haces en la barraca?, ¿también te masturbas?
Pero del confesionario no salió ningún ruido.
—¿Abro entonces?
Y Simona abrió la puerta.

En el interior, el visionario de pie, con la cabeza baja y secándose una frente perlada, repugnantemente perlada de sudor. La joven hurgó por debajo de la sotana, el cura no se movió. Levantó la inmunda falda negra y sacó la larga verga rosada y dura: el cura sólo echó la cabeza hacia atrás con un gesto y un silbido. No impidió que Simona se metiera esa bestialidad en la boca y la mamara con furor.

Sir Edmond y yo, estupefactos, permanecimos inmóviles. La admiración me clavaba en mi sitio; no supe qué hacer sino hasta que el enigmático inglés se adelantó con resolución al confesionario y con delicadeza, apartó a Simona de allí; tomó a la larva de la mano y la sacó de su agujero extendiéndola brutalmente sobre las baldosas, a nuestros pies: el inmundo sacerdote yacía como cadáver, con los dientes contra el suelo, sin gritar. Lo llevamos a cuestas hasta la sacristía.

Permanecía desbraguetado, con la pinga colgando, el rostro lívido y cubierto de sudor, sin resistir, y respirando con trabajo: lo instalamos en un gran sillón de madera de formas arquitectónicas.
—Señores, balbuceaba lacrimoso el miserable, no soy un hipócrita.
—No, contestó Sir Edmond, con un tono categórico.
Simona le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Don Aminado, respondió el cura.
Simona abofeteó a la carroña sacerdotal, haciéndola tambalear. Luego la despojó totalmente de sus vestiduras, sobre las que Simona, acuclillada, orinó como perra. Luego lo masturbó y se la mamó, mientras que yo orinaba sobre su nariz. Al llegar al colmo de la excitación, a sangre fría enculé a Simona que mamaba con furor.
Sir Edmond contemplaba la escena con su característica expresión de hard labour (sic); inspeccionó con cuidado la habitación donde nos habíamos refugiado. Descubrió una llavecita colgada de un clavo.
— ¿De dónde es esta llave?, le preguntó a Don Aminado.
Por la expresión de terror que contrajo el rostro del sacerdote, Sir Edmond reconoció la llave del Tabernáculo.
Al cabo de un instante regresó, trayendo un copón de oro, de estilo recargado, con muchos angelotes desnudos como amorcillos. El infeliz sacerdote miraba fijamente el receptáculo de las hostias consagradas en el suelo y su hermoso rostro de idiota, alterado por las dentelladas y los lengüetazos con que Simona flagelaba su verga, se había puesto a jadear.

Sir Edmond había atrancado la puerta; buscando en los armarios acabó por encontrar un gran cáliz. Nos pidió que le dejáramos por un momento al miserable.
—Mire, le dijo Simona, las hostias están en el copón y en el cáliz se echa vino blanco.
—Huele a semen, dijo ella, olisqueando las hostias.
—Así es, asintió Sir Edmond, como ves, las hostias no son otra cosa que la esperma de Cristo bajo la forma de galletitas blancas. En cuanto al vino que se pone en el cáliz, los eclesiásticos dicen que es la sangre de Cristo, pero es evidente que se equivocan. Si de verdad fuera la sangre, beberían vino tinto, pero como sólo beben vino blanco, demuestran que en el fondo de su corazón saben bien que es orina.

La lucidez de esta demostración era convincente: Simona, sin más explicaciones, agarró el cáliz y yo el copón, y nos dirigimos a Don Aminado que, inerte, en su sillón, se agitaba apenas por un ligero temblor que le recorría el cuerpo.
Simona le asestó un gran golpe en el cráneo con la base del cáliz, sacudiéndolo y acabando de atontarlo. Luego volvió a mamársela, lo que le produjo siniestros estertores. Habiéndolo llevado al colmo de la excitación de los sentidos, lo movió fuertemente, ayudada por nosotros, y dijo con un tono que no admitía réplica:
—Ahora, ¡a mear!
Volvió a golpearlo con el cáliz en el rostro; al tiempo que se desnudaba delante de él y yo la masturbaba.

La mirada de Sir Edmond, fija con dureza en los ojos imbecilizados del joven sacerdote, produjo el resultado esperado; Don Aminado llenó ruidosamente con su orina el cáliz que Simona sostenía bajo su gruesa verga.
—Y ahora, ¡bebe!, exigió Sir Edmond.
El miserable bebió con éxtasis inmundo un solo trago goloso.


XIII-LAS PATAS DE MOSCA

Dejamos caer la carroña: se abatió con ruido sobre el piso. Sir Edmond, Simona y yo  estábamos animados por la misma determinación tomada a sangre fría, unida a una exaltación y ligereza de espíritu increíbles. El sacerdote había descargado y yacía, apretando los dientes, contra el piso, rabioso y avergonzado: con los testículos vacíos su abominable situación era aún más terrible.
Decía gimiendo: ¡Miserables sacrílegos!, y otras quejas incomprensibles. Sir Edmond lo sacudió con el pie; el monstruo se sobresaltó y reculó, sonrojándose de rabia, de manera tan ridícula que empezamos a reír.
—Levántate, ordenó Sir Edmond, vas a cogerte a esta girl.
—Miserables, amenazaba Don Aminado con voz estrangulada, la justicia española... la cárcel, el garrote...
Pero olvidas que es tu semen, observó Sir Edmond.
Una mueca feroz, un estremecimiento de bestia acorralada fue la respuesta... después. El garrote también para mí... Pero primero para ustedes tres...
—Pobre idiota, repitió con sorna Sir Edmond: ¡Primero! ¿Crees que voy a dejarte esperar tanto tiempo? ¡Primero!
El imbécil miró a Sir Edmond con estupor: una expresión zafia se dibujó en su hermoso rostro. Un gozo absurdo le abrió la boca, cruzó los brazos sobre su pecho y nos miró con expresión extática: ...el mártir. Un extraño deseo de purificación lo visitaba y sus ojos estaban como iluminados.
—Antes te voy a contar una historia, le dijo entonces con calma Sir Edmond. Es sabido que los agarrotados y los ahorcados tienen una erección tan grande que cuando les cortan el aire eyaculan. Tendrás el placer del martirio mientras le haces el amor a la muchacha.
Y como el sacerdote, aterrorizado de nuevo, se levantara para defenderse, el inglés lo arrojó brutalmente sobre el suelo, torciéndole un brazo.

En seguida, Sir Edmond pasó sobre el cuerpo de su víctima, le amarró los brazos detrás de la espalda, mientras que yo le detenía las piernas y se las ataba con un cinturón. El inglés mantuvo sus brazos apretados al tiempo que le inmovilizaba las piernas atenazándolas entre las suyas. Arrodillado, detrás, yo lo sujetaba entre los muslos.
—Y ahora, le dijo Sir Edmond a Simona, monta a caballo sobre esta rata de iglesia.
Simona se quitó el vestido y se sentó sobre el vientre del curioso mártir, acercando su culo a la verga vacía.
—Bueno, continuó Sir Edmond, apriétale la garganta, el conducto que está detrás de la nuez, con una presión fuerte y graduada.
Simona apretó y un terrible temblor recorrió el cuerpo totalmente inmovilizado y mudo: la verga se puso erecta. La tomé entre mis manos y la introduje sin dificultad en la vulva de Simona, que mantenía la presión en la garganta.

La joven, totalmente ebria, hacía entrar y salir con violencia la gran verga erecta entre sus nalgas, por encima del cuerpo, cuyos músculos crujieron entre nuestros formidables tornillos.
Simona apretó entonces con tanta fuerza que una sacudida aún más violenta distendió el cuerpo de su víctima; sintió el semen chorrear en el interior de su culo. Soltó su presa y cayó postrada por el tormentoso gozo.

Simona permanecía extendida en el piso con el vientre al aire y el muslo manchado con la esperma que había salido de su vulva. Me acosté a su lado para violarla a mi vez, pero no pude más que besarla en la boca y estrecharla entre mis brazos a causa de una extraña parálisis interior, causada por el exceso de amor y por la muerte del innombrable. Nunca había sido tan feliz.

No pude impedirle siquiera que se apartara de mí para examinar su obra. Volvió a montar sobre el cadáver desnudo y examinó con gran interés su rostro violáceo. Secó el sudor que le perlaba la frente y espantó obstinadamente una mosca que zumbaba alrededor de un rayo de sol y que regresaba a posarse una y otra vez sobre el rostro del muerto [1]. De repente, Simona dejó escapar un grito breve; sucedía algo extraño que la ponía confusa: la mosca se había posado esta vez sobre el ojo del muerto y agitaba sus largas patas de pesadilla sobre el extraño globo. La joven meneó la cabeza entre las manos y se estremeció.

Luego quedó absorta en sus reflexiones.

Por extraño que parezca, no nos preocupaba lo que pudiera suceder. Supongo que si hubiese llegado alguien, Sir Edmond y yo no le hubiéramos dado tiempo de escandalizarse. Simona salió poco a poco de su estupor y buscó la protección de Sir Edmond, que permanecía inmóvil junto al muro; se oía volar a la mosca por encima del cadáver.

Sir Edmond, le dijo dulcemente, apoyando su mejilla en su hombro, quiero que me haga un favor.
—Haré lo que quieras, le respondió.
—Me hizo acercarme al cuerpo, se arrodilló y, abriendo completamente
el ojo donde se había posado la mosca, me pregunto:
—¿Ves el ojo? —¿Y qué? [102]
—Es un huevo, concluyó con absoluta simpleza.
—Pero, insistí muy turbado, ¿adónde quieres llegar?
—Quiero jugar con el ojo.
—Explícate.
—Escuche, Sir Edmond, dijo ella, me tiene que dar ese ojo ahora mismo, quiero que se lo arranque.

Nunca nos fue posible advertir ninguna emoción en la cara del inglés, excepto su enrojecimiento. Esta vez ni siquiera se inmutó, sólo se le acaloró el rostro; tomó de su cartera unas tijeras finas, se arrodilló y recortó delicadamente la carne, metiendo con habilidad dos dedos de la mano izquierda en la órbita; sacó el ojo, cortando con la mano derecha los ligamentos que destendía con fuerza. Le entregó a Simona el pequeño globo blancuzco, con una mano tinta en sangre.

Simona miró el extraño objeto y lo tomó con la mano, completamente descompuesta, pero sin duda empezó a divertirse de inmediato, acariciándose el interior de las piernas y haciendo resbalar el objeto que parecía elástico. Cuando la piel es acariciada por el ojo se produce una dulzura exorbitante, aumentada por la horrible y extraña sensación del grito de gallo.
Simona se divertía haciendo entrar el ojo en la profunda tajadura de su culo y acostada boca arriba, levantó las nalgas y trató de mantenerlo allí por simple presión del trasero, pero el ojo salió disparado, como un hueso de cereza entre los dedos, yendo a caer sobre el vientre del muerto, a pocos centímetros de la verga.

Durante ese tiempo me dejé desvestir por Sir Edmond y pude tirarme totalmente desnudo sobre el cuerpo de la joven y mi verga desapareció, entera y de golpe, en la hendija velluda: le hice el amor con violencia mientras Sir Edmond se divertía haciendo rodar el ojo entre las contorsiones de los cuerpos, sobre la piel del vientre y de los senos. Una vez, el ojo se perdió totalmente entre nuestros ombligos.
—Métamelo en el culo, Sir Edmond, gritó Simona. Y con delicadeza Sir Edmond hizo entrar el ojo entre las nalgas. Finalmente, Simona se apartó de mí, arrancó el bello globo de las manos del inglés y, presionando con calma y regularidad con las dos manos, lo hizo entrar en su carne babosa, entre el pelambre. Luego me acercó a ella,  me abrazó el cuello con los dos brazos y puso sus labios en los míos con tanto ardor que el orgasmo me llegó sin tocarla y mi semen se descargó sobre su pubis.

Me levanté, separé los muslos de Simona, que se había acostado de lado, y me encontré cara a cara con lo que, así me lo figuro, me estaba esperando desde siempre, de la misma manera que una guillotina espera el cuello que va a decapitar. Me parecía que mis ojos salían de sus órbitas, como si estuviesen erectos de tanto espanto; vi, en la vulva velluda de Simona, el ojo azul pálido de Marcela que miraba llorando lágrimas de orín. Regueros de semen en el humeante vello completaban esa visión lunar, dándole un aspecto de tristeza desastrosa.
Mantuve abierto los muslos de Simona, contraídos por el espasmo urinario: la ardiente orina corría debajo del ojo, por el muslo que quedaba más abajo...

Dos horas más tarde Sir Edmond y yo nos decoramos con falsas barbas negras, y Simona se cubrió con un ridículo sombrero negro a flores amarillas y un vestido negro de género, parecida a una joven noble de provincia; abandonamos Sevilla en un coche de alquiler.
Grandes maletas nos permitieron cambiar de personalidad a cada etapa y evitar las encuestas policíacas. Sir Edmond desplegaba siempre un ingenio humorístico; por eso recorrimos la gran avenida de la pequeña ciudad de Ronda vestidos como curas españoles tocados con pequeños sombreros de fieltro aterciopelado y envueltos en una capa drapeada, fumando virilmente gruesos puros; Simona caminaba entre nosotros vestida de seminarista sevillano, tan angelical como nunca.

Así desaparecimos de Andalucía, amarillo país de tierra y cielo, infinito orinal inundado de luz solar donde, cada día, como nuevo personaje, violaba yo a una Simona igualmente transformada, sobre todo durante el mediodía, a pleno sol, en el suelo y ante la mirada a medias ensangrentada de Sir Edmond.
Al cuarto día, el inglés compró un yate en Gibraltar y nos lanzamos hacia nuevas aventuras con una tripulación de negros.

[Ver el apéndice: ‘Metamorfosis’. (N. del T.)]