martes, 26 de febrero de 2013

HISTORIA DEL OJO - GEORGES BATAILLE [E5]


HISTORIA DEL OJO

SEGUNDA PARTE






Traducido por Margo Glantz
Ediciones Coyoacán, México D.F., 1994
Segunda edición, 1995
Título original:
Histoire de l’oeil , 1928



COINCIDENCIAS

Mientras escribía este relato, en parte imaginario, me asombraron algunas coincidencias; me parece que muestran indirectamente el sentido de lo que he escrito y me interesa exponerlas: Empecé a escribir sin ninguna idea precisa, incitado sobre todo por el deseo de olvidar, por lo menos provisionalmente, mi identidad personal. Al principio creí que el personaje que narraba en primera persona no tenía ninguna conexión conmigo. Hojeando un día una revista americana ilustrada con fotografías de países europeos, me llamaron la atención dos imágenes que encontré por casualidad: la primera mostraba una calle del pueblecillo casi desconocido de donde procede mi familia. La otra, las ruinas vecinas de un castillo de la Edad Media, situado en la montaña, en la cima de una roca. Recordé de inmediato un episodio de mi vida vinculado a esas ruinas. Tenía yo veintiún años y estaba de vacaciones en el pueblo mencionado; un día resolví visitar las ruinas durante la noche, seguido de algunas muchachas perfectamente castas y, a causa de ellas, de mi madre.

Estaba enamorado de una de las muchachas que compartía mis sentimientos, pero nunca habíamos hablado de ellos porque la joven pensaba seguir una vocación religiosa que quería examinar con libertad. Después de caminar alrededor de hora y media, llegamos al pie del castillo, hacia las diez o las once de una noche muy oscura.

Habíamos empezado a subir la montaña rocosa, coronada por unas murallas totalmente románticas, cuando de una hendidura rocosa salió un fantasma blanco, muy luminoso, cerrándonos el paso. Esta visión prodigiosa hizo que mi madre y una de las muchachas se desmayaran mientras las demás gritaban. Yo mismo experimenté un terror súbito que me hizo enmudecer, y tuve que esperar algunos segundos antes de pronunciar algunas amenazas, por lo demás ininteligibles, al fantasma, aunque desde el primer momento sabía que se trataba de una simple comedia. El fantasma huyó cuando vio que lo seguía y no lo dejé irse hasta que reconocí a mi hermano mayor, que había venido en bicicleta con otro amigo y que nos había asustado apareciendo de improviso, envuelto en una sábana, a la luz de una lámpara de acetileno. El día en que encontré la fotografía en la revista acababa de escribir el episodio de la sábana y advertí que siempre veía la sábana a la izquierda y que el fantasma ensabanado también aparecía a la izquierda: una perfecta sobreposición de imágenes vinculadas a sobresaltos análogos se producían. Casi nunca me ha impresionado tanto algo como la aparición del falso fantasma.

Me sorprendió sobremanera haber substituido, en perfecta inconciencia, una imagen totalmente obscena con una visión desprovista de toda significación sexual. Con todo, pronto tendría mayores motivos de asombro.
Ya había imaginado con todo detalle la escena de la sacristía de Sevilla, y en particular la incisión practicada en la órbita ocular del sacerdote al que se le arranca un ojo. Pensando encontrar una relación entre el relato y mi propia vida, me divertí describiendo una corrida trágica a la que en realidad asistí. Cosa curiosa, no relacioné los dos episodios antes de describir con precisión la herida que el toro le causó a Manuel Granero (personaje real), pero en el momento mismo en que llegaba a la escena de la muerte caí en un gran estupor. La extracción del ojo del sacerdote no era, como había creído, una pura invención, sino la trasposición a otro personaje de una imagen que sin duda había conservado una vida muy profunda. Si había inventado que se le arrancaba un ojo al sacerdote muerto, era porque había visto que de una cornada un toro le arrancaba el ojo al matador. De lo más oscuro de mi memoria surgían las dos imágenes más llamativas que mayor huella habían dejado en mí, desfigurándose en cuanto me ponía a imaginar obscenidades.

Cuando hice la segunda constatación acababa de terminar la descripción de la corrida del siete de mayo; por ello fui a visitar a uno de mis amigos que era médico. Le leí la descripción, diferente de la actual: Como nunca había visto los testículos despellejados de un toro, supuse que debían tener el mismo color rojo encendido que el miembro del animal en erección y en mi primera redacción lo describía así.

Aunque toda la Historia del ojo había sido engendrada en mi espíritu sobre dos obsesiones ya viejas y muy ligadas entre sí, la de los huevos y la de los ojos, los testículos del toro me parecían ajenos a ese ciclo.
Pero cuando terminó mi lectura, mi amigo me demostró que no tenía ninguna idea de lo que eran realmente las glándulas que había reseñado y me leyó de inmediato una descripción minuciosa en un manual de anatomía: descubrí que los testículos humanos o animales son ovoides y tienen el aspecto del globo ocular. Esta vez corrí el riesgo de explicar estas relaciones tan extraordinarias suponiendo que en una región profunda de mi espíritu coincidieran imágenes primitivas completamente obscenas, es decir las más escandalosas, precisamente aquellas en las que la conciencia no se detiene, incapaz de soportarlas sin violencia o sin aberración.
Precisando este punto de ruptura de la conciencia, o si se quiere el lugar de elección de la separación sexual, ciertos recuerdos personales de otro tipo vinieron a asociarse con las imágenes desgarradoras que ya habían surgido en el transcurso de una composición obscena.

Nací de un padre sifilítico, que me concibió cuando ya era ciego, y que poco tiempo después de mi nacimiento quedó paralizado por su siniestra enfermedad. A diferencia justamente de la mayor parte de los niños varones que se enamoran de su madre, yo estaba enamorado de mi padre. A su ceguera y a su parálisis estaba ligado otro hecho: no podía orinar como los demás en el excusado, orinaba en su sillón, en un pequeño recipiente y, debido a la frecuente urgencia, no le importaba hacerlo delante de mí, bajo una colcha: como era ciego, la ponía casi siempre al revés. Lo más extraño, sin lugar a dudas, era ciertamente su forma de ‘mirar’ cuando orinaba. Como no veía nada, su pupila se alzaba hacia el vacío, bajo el párpado, y eso le sucedía en particular cuando meaba. Tenía los ojos muy grandes, siempre muy abiertos, en un rostro aquilino, y sus grandes ojos se ponían casi blancos cuando orinaba, con una expresión idiota de abandono y de extravío frente a un mundo que sólo él podía ver y que le producía una risa sardónica y ausente (me gustaría recordar también, por ejemplo, el carácter errático de la risa desolada de un ciego, etc., etc.). En todo caso, es la imagen de esos ojos blancos en esos momentos precisos, la que para mí está vinculada directamente a la de los huevos, explicando la aparición casi regular de la orina cada vez que aparecen el huevo o los ojos en el relato.

Después de haber descubierto esta relación entre dos elementos diferentes, pude descubrir una nueva, no menos esencial, entre el carácter general de mi relato y un hecho particular.
Tenía catorce años cuando mi afecto por mi padre se transformó en odio profundo e inconsciente. Empecé entonces a gozar obscuramente con los gritos que le arrancaban los dolores continuos y fulgurantes de los tabes, clasificados entre los más terribles. El estado de inmundicia y hediondez a que lo reducía su enfermedad total (a veces se cagaba en los calzones), no me producía el desagrado que puede imaginarse. Por lo demás, adoptaba frente a todas las cosas, actitudes y creencias radicalmente opuestas a las de ese ser nauseabundo por naturaleza.

Una noche nos despertamos mi madre y yo por los discursos vehementes que el lacerado aullaba —literalmente— en su alcoba. Se había vuelto loco súbitamente. Fui a buscar al doctor y vino en seguida. Mi padre imaginaba con elocuencia los acontecimientos más inusitados y felices. Habiéndose retirado mi madre a la habitación del lado con el médico, el ciego loco empezó a gritar, delante mío y con voz estentórea: ¡Doctor, avísame cuando dejes de metérsela a mi mujer! Esa frase, que destruyó por completo los efectos desmoralizadores de una educación severa, me dejó una obligación constante, inconscientemente soportada hasta entonces y no deseada: la necesidad de encontrar siempre su equivalente en todas las situaciones en que me encuentre.

Eso explica en gran parte la Historia del ojo. Pronto acabaré de enumerar estas cumbres de mi obscenidad personal, añadiendo el último eslabón, uno de los más desconcertantes, y que descubrí hasta el final: se refiere a Marcela.
Me es imposible asociar definitivamente a Marcela con mi madre.
Afirmarlo sería si no falso al menos exagerado. Marcela es también una joven de catorce años que estuvo frente a mí durante un cuarto de hora, en París, en el Café de Deux Magots. Contaré sin embargo algunos recuerdos más, destinados a definir algunos episodios a partir de hechos reales.

Unas semanas después del ataque de locura de mi padre, mi madre, después de una escena odiosa que le hizo mi abuela materna, perdió también y súbitamente la razón. Durante algunos meses pasó por una crisis de locura maníaco-depresiva (melancolía). Las absurdas ideas de catástrofe y de condena que la dominaron por entonces me irritaban sobre todo porque tenía que vigilarla continuamente. Su estado me inquietaba tanto que una noche saqué de mi cuarto unos candelabros muy pesados con base de mármol, por miedo a que me matase durante el sueño. Llegué a golpearla por impaciencia y a torcerle las muñecas para que razonara con cordura.
Un día que la descuidamos, mi madre desapareció; la buscamos durante largo tiempo y terminamos por encontrarla colgada en el granero. Pudimos reanimarla y devolverla a la vida.

Al poco tiempo volvió a desaparecer, esta vez durante la noche. La busqué interminablemente a lo largo de un riachuelo donde podía haber intentado ahogarse. Corrí sin detenerme, en la oscuridad, atravesando pantanos y terminé por encontrarme frente a ella: estaba mojada hasta la cintura y su falda ‘orinaba’ el agua del arroyo; había salido por su propio pie del agua poco profunda y helada (estábamos en pleno invierno).
No me detengo más en estos recuerdos porque han perdido para mí, desde hace tiempo, su carácter afectivo. Sólo pudieron revivir cuando los transformé a tal grado que se volvieron irreconocibles para revestir, después de su deformación, el sentido más obsceno.


APÉNDICES
OJO

Golosina caníbal: Es bien sabido que el hombre civilizado se caracteriza por una hipersensibilidad al horror, a veces poco explicable. El temor a los insectos es, sin lugar a dudas, una de las más singulares y extendidas; además, es sorprendente encontrar, entre ellas, al ojo. No parece haber mejor palabra para calificar al ojo que la seducción; nada es más atractivo en el cuerpo de los animales y de los hombres. La extrema seducción colinda, probablemente, con el horror.
En este aspecto, el ojo podría vincularse con lo cortante, cuyo aspecto provoca también reacciones agudas y contradictorias: es lo que debieron haber experimentado, con terror y oscuramente, los autores de El perro andaluz[1] cuando decidieron, durante las primeras imágenes de la película, los amores sangrientos de dos seres. Una navaja que corta en vivo el deslumbrante ojo de una mujer joven y hermosa, produciría la admiración lunática de un hombre joven que, teniendo una cucharita en la mano y acostado al lado de un gatito, tuviese de repente el deseo de poner un ojo dentro de ella.

Deseo curioso entre los blancos, quienes apartan los ojos de los bueyes, corderos y puercos cuya carne comen con placer. El ojo, golosina caníbal, según la exquisita expresión de Stevenson, es objeto de tanta inquietud entre nosotros que nunca lo morderemos. El ojo ocupa un lugar extremadamente importante en el horror, pues entre otras cosas es el ojo de la conciencia. En el célebre poema de Víctor Hugo aparece el ojo obsesivo y lúgubre, vivo y espantosamente soñado por Grandville durante una pesadilla que precedió a su muerte[2]: el criminal ‘sueña que acaba de golpear a un hombre en un oscuro bosque... Ha derramado sangre humana y, utilizando una expresión que evoca en el espíritu una imagen feroz, ha hecho sudar a un roble. No es un hombre, en efecto, sino un tronco de árbol... ensangrentado… que se agita y se debate... bajo el arma mortífera. Las manos de la víctima se levantan suplicantes, pero en vano. La sangre sigue corriendo’. Entonces aparece el ojo enorme que se abre en un negro cielo, persiguiendo al criminal a través del espacio, hasta el fondo de los mares, donde lo devora después de transformarse en pez. Innúmeros ojos se multiplican entre las olas.

Grandville escribe en este sentido: ‘¿Serán los mil ojos de la muchedumbre atraída por el espectáculo del suplicio que se prepara? ¿Por qué otra cosa se verían atraídos esos ojos absurdos, como nube de moscas, sino por algo repugnante? Y ¿por qué uno de nuestros semanarios ilustrados, perfectamente sádico, aparecido en París de 1907 a 1924, ostenta en primer lugar un ojo, que figura regularmente sobre un fondo encarnado encabezando los espectáculos sanguinolentos? ¿Qué otra cosa es el ojo de la policía, semejante al ojo de la justicia humana de la pesadilla de Grandville, sino la expresión de una ciega sed de sangre? ¿No es parecido, también, el ojo de Crampon, condenado a muerte y que, un instante antes del hachazo que pedía el capellán, se mutiló regalando con jovialidad el miembro así cercenado, porque su ojo era de vidrio?’


METAMORFOSIS

Animales salvajes. Los sentimientos equívocos de los seres humanos alcanzan su máximo de decisión frente a los animales salvajes. Si existe la dignidad humana (por encima de toda sospecha, aparentemente), no hay que ir al zoológico: cuando los animales ven aparecer la muchedumbre de niños seguidos por sus papá-hombres y sus mamá-mujeres.

En contra de lo que se supone, ni la costumbre puede impedirle a un hombre sabio que mienta como un perro cuando habla de la dignidad humana entre los animales. Pues en presencia de seres ilegales e intrínsecamente libres, los únicos seres verdaderamente outlaws (sic.), el deseo más turbio vence hasta el sentimiento estúpido de superioridad práctica deseo que se confiesa entre los salvajes mediante el tótem y se disimula cómicamente bajo los sombreros de plumas de nuestras abuelas de familia). Tantos animales en el mundo y todo lo que hemos perdido: la inocente crueldad, la monstruosidad opaca de los ojos —apenas diferentes de las pequeñas burbujas que se forman en la superficie del lodo—, el horror ligado a la vida como un árbol a la luz.

Quedan todavía las oficinas, los documentos de identidad, una existencia de criados biliosos y, a pesar de todo, una locura estridente que, en el curso de ciertos descarríos, alcanza la metamorfosis.

Se puede definir la obsesión de la metamorfosis como una necesidad violenta que se confunde con cada una de nuestras necesidades animales, excitando al hombre a abandonar de repente gestos y actitudes exigidos por la naturaleza humana: por ejemplo, un hombre en medio de los demás, en un departamento, tirándose por el suelo para devorar la papilla del perro. Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un forzado, y hay una puerta: si la entreabrimos, el animal se precipita fuera, como el forzado, encontrando su camino; entonces, y, provisionalmente, muere el hombre; la bestia se conduce como bestia, sin ningún cuidado de provocar la admiración poética del muerto. Es en este sentido que puede verse al hombre como una prisión de apariencia burocrática.

***

Plan de una continuación
de la Historia del ojo.*

Georges Bataille
Trad. Andrés Ramírez


Luego de quince años de excesos cada vez más graves Simona es conducida a un campo de tortura. Pero por error; relatos de suplicio, lágrimas, imbecilidad de la desgracia, Simona está al límite de una conversión, exhortada por una mujer exangüe, prolongando los devotos de la Iglesia de Sevilla. Ella tiene entonces 35 años de edad. Bella en la entrada al campo, la vejez le golpea por grados con golpes irremediables. Bella escena con un verdugo hembra y la devota: la devota y Simona batidas a muerte, Simona escapa a la tentación. Ella muere como se hace el amor, pero en la pureza (casta) y la imbecilidad de la muerte: la fiebre y la agonía la transfiguran. El verdugo la golpea, ella es indiferente a los golpes, indiferente a las palabras de la devota, perdida en el trabajo de la agonía. Eso no es absolutamente un gozo erótico, es mucho más. Pero sin salida. No es tampoco masoquismo y, profundamente, esta exaltación es tan grande que la imaginación no puede representarla, ella sobrepasa todo. Pero es la soledad y la ausencia de sentido lo que la fundamenta.



*Tomado de Georges Bataille, Madame Edwarda – Le mort – Histoire d l’œil, 10/18 “Domaine français” Dirigé par Jean-Claude Zylberstein. Ed. Jean- Jacques Pauvert.








[1] Esta extraordinaria película es obra de dos jóvenes catalanes, el pintor Salvador Dalí... y el director de cine Luis Buñuel. Este film se diferencia de las producciones banales de vanguardia con las que se tendría la tentación de confundirlo, porque el escenario es lo que predomina. Algunos hechos, poco explícitos, se suceden sin lógica, pero penetrando tan profundamente en el horror que los espectadores se meten en el espectáculo tan directamente como en las películas de aventuras. Agarrados aparte, por el pescuezo y sin artificio, ¿saben en efecto, esos espectadores, adónde llegarán los autores de la película u otros seres semejantes? El mismo Buñuel estuvo ocho días enfermo después de la toma del ojo cortado (además, para filmar la escena de los cadáveres de los asnos, tuvo que soportar una atmósfera pestilencial). ¿Cómo no ver, entonces, hasta qué punto el horror fascina y cómo su fuerza bruta puede romper con lo que asfixia?

[2] Víctor Hugo, lector del ‘Magazin pittores que’, utilizó el admirable sueño relatado en ‘Crimen y castigo’ y el inaudito dibujo de Grandvllle, publicados en 1847, para un relato de un ojo obstinado que  persigue a un criminal: casi parece inútil añadir que sólo puede explicar esa relación una obscura y siniestra
obsesión y no un frío recuerdo. Debemos a la erudición y al cuidado de Pierre d'Espezel, el dato de ese curioso documento, probablemente una de las más bellas composiciones de Grandville.