Cap: IV-VII*
Traducido por Margo Glantz
Ediciones Coyoacán, México D.F., 1994
Segunda edición, 1995
Título original:
Histoire de l’oeil , 1928
IV-UNA
MANCHA DE SOL
Las
demás mujeres y los demás hombres no tenían ya ningún interés para nosotros; no
pensábamos más que en Marcela a la que puerilmente imaginábamos en horca
voluntaria, en entierro clandestino o en apariciones fúnebres. Por fin, una
noche, después de habernos informado bien, salimos en bicicleta hacia la casa
de salud donde habían encerrado a nuestra amiga. En menos de una hora
recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban de una especie de castillo,
rodeado por un parque amurallado y aislado por un acantilado que dominaba el
mar. Sabíamos que Marcela ocupaba el cuarto número ocho; pero hubiese sido
necesario entrar al interior de la casa para encontrarla.
Quizá
podríamos entrar a su cuarto por la ventana después de haber limado los
barrotes, pero no acertábamos a identificar su cuarto entre tantos otros; de
pronto nos llamó la atención una extraña figura. Habíamos brincado el muro y
estábamos en el parque, cuyos árboles eran agitados por un fuerte viento,
cuando vimos abrirse una ventana del primer piso: una sombra llevaba una sabana
y la ataba fuertemente a uno de los barrotes. La sábana restalló de inmediato
con el viento y la ventana se cerró antes de que pudiéramos reconocer a la figura.
Es
difícil imaginar el desgarrador estrépito de esa inmensa sábana blanca golpeada
por la borrasca. El estruendo era superior al ruido del mar y al del viento
entre los árboles. Por primera vez veía a Simona angustiada por algo diferente
a su propio impudor: se apretaba contra mí con el corazón palpitante y miraba
con los ojos fijos al fantasma que asolaba la noche como si la locura misma
acabara de izar su bandera sobre ese lúgubre castillo.
Nos
quedamos inmóviles: Simona acurrucada entre mis brazos y yo a medias asustado
cuando de repente pareció que el viento rasgaba las nubes y la luna aclaró
bruscamente, con precisión reveladora, aquella cosa tan extraña y desgarradora
para nosotros: un sollozo violento estranguló la garganta de Simona: la sábana
que el viento extendía con tanto estrépito estaba sucia en el centro y tenía
una enorme mancha mojada que se iluminaba, transparente, con la luz de la
luna...
A
los pocos instantes, otras nubes negras lo obscurecieron todo, y yo me quedé de
pie, sofocado, con los cabellos al viento y llorando como un desgraciado;
Simona había caído sobre la hierba y por primera vez se dejaba sacudir por
largos sollozos.
Sin
duda, era entonces nuestra pobre amiga, Marcela, la que había abierto esa
ventana sin luz, era ella la que acababa de fijar a los barrotes de su prisión
la señal alucinante de su desamparo. Era también evidente que había debido
masturbarse en su lecho con tan gran trastorno de los sentidos que se había
mojado enteramente, por lo que después la habíamos visto colgar la sábana en la
ventana para que se secara.
Ya
no sabía qué hacer en ese parque, frente a ese falso castillo de placer cuyas
ventanas estaban espantosamente enrejadas. Di la vuelta, dejando a Simona
descompuesta y extendida sobre el pasto. No tenía ninguna intención práctica y
sólo deseaba respirar a solas por un momento. Pero al advertir que en la planta
baja del edificio había una ventana entreabierta y sin enrejar, aseguré mi
revólver en mi bolsillo y entré con precaución: era un salón como cualquier
otro. Una lámpara eléctrica de bolsillo me permitió entrar en una recámara,
subí luego por una escalera donde no se distinguía nada, ni se llegaba a
ninguna parte porque los cuartos no estaban numerados. Por lo demás no entendía
nada, estaba como si me hubieran embrujado; inexplicablemente tuve la idea de
quitarme el pantalón y seguir mi angustiosa exploración vestido sólo con la
camisa. Poco a poco fui quitándome toda la ropa y la fui dejando sobre una
silla; sólo conservé mis zapatos.
Caminaba
al azar y sin sentido, con una lámpara en la mano izquierda y el revólver en la
mano derecha. Un ligero ruido me hizo apagar bruscamente la lámpara; inmóvil,
me detuve a escuchar, mientras mi respiración se volvía irregular. Pasaron
largos minutos de angustia sin oír ningún ruido, volví a encender la lámpara y
un grito breve me hizo huir con tanta precipitación que olvidé mis vestidos
sobre la silla.
Sentí
que me seguían; salté corriendo por la ventana y me fui a esconder a una
avenida; apenas me había dado la vuelta para vigilar el castillo, cuando vi que
una mujer desnuda aparecía en el hueco de la ventana: saltaba como yo al parque
y huía corriendo hacia los matorrales de espinos.
Nada
fue más extraño para mí, durante esos minutos de extraña emoción, que mi
desnudez al viento en la avenida del jardín desconocido; todo pasó como si no
estuviese ya sobre la tierra; tanto más cuanto que la borrasca proseguía en su
furia, pero con bastante tibieza como para insinuar un deseo brutal; no sabía
qué hacer con el revólver que llevaba todavía en la mano: ya no tenía bolsillos
en donde meterlo y, al perseguir a la mujer que había visto pasar, sin
reconocerla, parecía evidente que la buscaba para matarla. El ruido de los
elementos en cólera, el estruendo de los árboles y de la sábana me impedían
discernir nada definido en mi voluntad o en mis gestos.
Me
detuve de repente y sin aliento: había llegado al arbusto donde acababa de
desaparecer la sombra. Exaltado por mi revólver, comencé a mirar de un lado a
otro y de repente me pareció que la realidad entera se desgarraba: una mano
llena de saliva tomaba mi verga y la agitaba; sentí un beso baboso y caliente
en la raíz del culo; el pecho desnudo y las piernas desnudas de una mujer se
pegaban a mis piernas con un sobresalto de orgasmo. Apenas tuve tiempo de darme
vuelta para escupir mi semen en el rostro de mi adorable Simona: con el revólver
en la mano sentí un estremecimiento que me recorría con la misma violencia que
la de la borrasca, mis dientes castañeteaban y salía espuma de mis labios; con
los brazos torcidos apreté compulsivamente mi revólver y, a pesar mío, se
dispararon tres balazos feroces y ciegos en dirección al castillo.
Ebrios
y aliviados, Simona y yo nos separamos uno del otro y de inmediato nos lanzamos
a través del parque como perros; la borrasca batía con desenfreno, por lo que
el ruido de las detonaciones no despertó la atención de los habitantes que
dormían en el interior del castillo; cuando miramos instintivamente por encima
nuestro la sábana que golpeaba con el viento, hacia la ventana de Marcela, advertimos
con gran sorpresa que uno de los vidrios estaba estrellado por una bala: y la
ventana se sacudió, se abrió después y por segunda vez apareció la sombra.
Aterrados,
como si Marcela fuese a caer ensangrentada ante nuestros ojos, en el umbral de
la puerta, permanecimos de pie bajo la extraña aparición, casi inmóvil,
incapaces de hacernos oír debido al ruido del viento.
—¿Qué
has hecho de tu ropa?, le pregunté al cabo de un rato a Simona. Me respondió
que me había buscado y al no encontrarme había terminado, como yo, por entrar
al castillo para explorarlo y que se había desvestido antes de entrar por la
ventana ‘creyendo que se sentiría más libre’. Y al salir para seguirme, y
asustada por mí, no había encontrado su ropa porque el viento debió habérsela
llevado; como observaba a Marcela no pensó por su parte en preguntarme la causa
de mi desnudez.
La
joven que estaba en la ventana desapareció. Transcurrió un instante que nos
pareció inmenso: luego encendió la luz en su cuarto. Por fin regresó para
respirar al aire libre y mirar en dirección al mar. El viento movía sus pálidos
y lacios cabellos y podíamos advertir los rasgos de su rostro; no había
cambiado, pero en su cara había algo de salvaje, de inquieto, que contrastaba
con la simpleza todavía infantil de sus facciones. Parecía tener más bien trece
años que dieciséis. Reconocíamos bajo su camisón el cuerpo delgado y pleno,
duro y sin brillo, tan bello como la fija mirada.
Cuando
por fin nos miró, la sorpresa pareció devolverle vida a su rostro. Nos gritó,
pero no escuchamos nada; le hicimos señas. Había enrojecido hasta las orejas:
Simona casi lloraba y yo le acariciaba afectuosamente la frente mientras ella
le enviaba besos que Marcela respondía sin sonreír; Simona dejó caer su mano a
lo largo del vientre y se tocó el pubis. Marcela la imitó y subió al mismo
tiempo su pie sobre e l borde de la ventana, descubriendo una pierna cuyas
medias de seda blanca llegaban casi hasta el rubio pelo. Cosa extraña: llevaba un
liguero blanco y medias blancas mientras que la negra Simona, cuyo culo llenaba
mi mano, vestía un liguero negro y medias negras.
Las
dos muchachas se masturbaban con un gesto corto y brusco, una frente a la otra
en la vociferante noche. Estaban casi inmóviles y tensas, con una mirada que el
gozo inmoderado había vuelto fija. De pronto, como si un monstruo invisible
arrancara a Marcela del barrote que su mano izquierda asía con fuerza, cayó de
espaldas por el delirio, dejando el vacío frente a nosotros: sólo una ventana
abierta e iluminada, agujero rectangular que penetraba en la noche opaca, y
abría ante nuestros ojos rotos el día sobre un mundo compuesto de relámpagos y de
aurora.
V-UN
HILO DE SANGRE
Para
mí, la orina se asocia profundamente al salitre y a los rayos y no sé por qué a
una bacinica antigua, de tierra porosa, abandonada un día lluvioso de otoño
sobre el techo de zinc de una lavandería de provincia. Después de esa primera
noche pasada en el sanatorio, esas representaciones desesperantes se vinculan
estrechamente, en lo más oscuro de mi cerebro, con el coño y con el rostro
taciturno y sombrío que a veces ponía Marcela. No obstante, ese paisaje caótico
de mi imaginación se inundaba bruscamente de un hilo de luz y de sangre:
Marcela no podía gozar sin bañarse, no de sangre, sino de un chorro de orina
clara y, para mí, hasta luminosa, chorro primero violento y entrecortado como el
hipo, después abandonado libremente, al coincidir con un transporte de goce
sobrehumano; no es extraño que los aspectos más desérticos y leprosos de un
sueño sean apenas un ruego en ese sentido, una espera obstinada del gozo total,
como esa visión del agujero luminoso de la ventana vacía en el instante mismo
en que Marcela, caída sobre el piso, lo inundaba infinitamente.
Era
necesario que ese día, en medio de la tempestad sin lluvia y de la oscuridad
hostil, Simona y yo abandonáramos el castillo y huyéramos como animales, sin
ropa, y con la imaginación perseguida por el inmenso abatimiento que se
apoderaría sin duda de nuevo de Marcela, haciendo de la desgraciada prisionera
una especie de encarnación de la cólera y de los terrores que libraban
incesantemente nuestros cuerpos al libertinaje. Pronto encontramos nuestra
bicicleta y pudimos ofrecernos uno a otro el irritante espectáculo,
teóricamente sucio, de un cuerpo desnudo y calzado montado sobre una máquina;
pedaleábamos con rapidez sin reír y sin hablar, satisfechos recíprocamente de
nuestras mutuas presencias, semejantes una a la otra, en el aislamiento común
del impudor, del cansancio y del absurdo.
Estábamos
agotados literalmente de fatiga; a mitad de una cuesta, Simona me detuvo
diciéndome que tenía escalofríos: nuestras caras, espaldas y piernas chorreaban
de sudor y en vano movíamos las manos, tocándonos con furor las distintas
partes del cuerpo, mojadas y ardientes; a pesar del masaje cada vez más
vigoroso que le daba, Simona tiritaba dando diente contra diente. Le quité una
media para secar su cuerpo: tenía un olor cálido que recordaba a la vez los
lechos de los enfermos y los lechos de la orgía. Poco a poco volvió a sus sentidos
y finalmente me ofreció sus labios en señal de agradecimiento.
Me
puse muy inquieto, estábamos todavía a diez kilómetros de X, y debido al estado
en que nos encontrábamos era evidente que teníamos que llegar antes del alba.
Apenas podía tenerme en pie y pensaba en la dificultad de terminar el paseo a
través de lo imposible. El tiempo transcurrido desde que habíamos abandonado el
mundo real, compuesto únicamente de personas vestidas, estaba tan lejos que
parecía fuera de nuestro alcance; nuestra alucinación particular crecía cada
vez más, apenas limitada por la global pesadilla de la sociedad humana, con la
tierra, la atmósfera y el cielo.
La
silla de cuero de la bicicleta se pegaba al culo desnudo de Simona, que se
masturbaba fatalmente al pedalear. Además, la llanta trasera desaparecía casi
totalmente ante mis ojos, no solamente en la horquilla sino en la hendidura del
trasero desnudo de la ciclista: el movimiento de rotación de la rueda
polvorienta podía asimilarse a mi sed y a esa erección que terminaría
necesariamente por sepultarse en el abismo del culo pegado a la silla; el
viento se había calmado un poco y dejaba ver una parte del cielo estrellado; me
vino la idea de que la muerte era la única salida para mi erección; muertos
Simona y yo, el universo de nuestra
prisión personal, insoportable para nosotros, sería sustituido necesariamente
por el de las estrellas puras, desligadas de cualquier relación con la mirada
ajena, y advertí con calma, sin la lentitud y la torpeza humanas, lo que
parecería ser el término de mis desenfrenos sexuales: una incandescencia
geométrica (entre otras cosas, el punto de coincidencia de la vida y de la
muerte, del ser y de la nada) y perfectamente fulgurante.
Estas
representaciones estaban por supuesto vinculadas a la contradicción de un
estado de agotamiento prolongado y a una absurda erección del miembro viril;
era muy difícil que Simona pudiera ver mi erección, debido por una parte a la
oscuridad y por otra a la elevación rápida de mi pierna izquierda que
continuamente la escondía cada vez que pedaleaba. Me parecía sin embargo que
sus ojos, brillando en la oscuridad, se dirigían continuamente, a pesar de la
fatiga, hacia el punto de ruptura de mi cuerpo; me di cuenta que se masturbaba
cada vez con mayor violencia sobre la silla, que apretaba estrechamente entre
sus nalgas. Como yo, tampoco ella había dominado la borrasca que representaba
el impudor de su culo y dejaba escapar de repente roncos gemidos; el gozo la
arrancó literalmente y su cuerpo desnudo fue proyectado sobre un talud, con un
ruido terrible de acero que se arrastró sobre los guijarros, aunado a un grito
agudo.
La
encontré inerte, con la cabeza caída y un delgado hilo de sangre corriendo por
la comisura del labio; mi angustia no tuvo límites; levanté bruscamente uno de
sus brazos que volvió a caer inerte. Me precipité sobre su cuerpo inanimado,
temblando de terror y mientras la tenía abrazada, sentí a pesar mío que me
recorría un espasmo de luz y de sangre y una mueca vil del labio inferior que babeaba
me apartaba los dientes como si fuese un idiota senil. Simona regresaba
lentamente a la vida: cuando uno de los movimientos involuntarios de su brazo
me alcanzó, salí bruscamente del marasmo que me había abatido después de haber
ultrajado lo que creí ser un cadáver; ninguna herida, ningún moretón marcaba el
cuerpo que el liguero y una sola media continuaba vistiendo. La tomé en mis brazos,
y sin tener en cuenta la fatiga, la conduje por la carretera, caminando tan
rápido como me fue posible porque el día empezaba a nacer; sólo un esfuerzo
sobrehumano me permitió llegar a la quinta y acostar sin problemas a mi
maravillosa amiga, viva, sobre su propio lecho.
El
sudor ‘orinaba’ mi rostro y todo mi cuerpo, mis ojos estaban enrojecidos e
hinchados, las orejas me zumbaban, los dientes me castañeteaban, mis sienes y
mi corazón latían con desmesura; pero había salvado a la persona que más amaba
en el mundo y pensaba que volveríamos a ver pronto a Marcela; me acosté como
estaba, al lado del cuerpo de Simona, cubierto de polvo y sudor coagulado, para
entregarme en breve a pesadillas imprecisas.
VI-SIMONA
Uno
de los periodos más apacibles de mí vida tuvo lugar después del ligero
accidente de Simona; estuvo un tiempo enferma. Cada vez que su madre aparecía,
yo entraba al baño. Aprovechaba para orinar y hasta para bañarme; la primera
vez que esa mujer quiso entrar en el baño fue detenida de inmediato por su
hija. —‘No entres allí, le dijo, hay un hombre desnudo.’
Simona
no tardaba en correr a su madre y yo retomaba mi lugar en una silla al lado del
lecho de la enferma. Fumaba, leía los periódicos y si encontraba entre las
noticias historias de crímenes o historias sangrientas, se las leía en voz
alta. De vez en cuando tomaba en mis
brazos
a Simona, que hervía de fiebre, para que orinara en el baño y luego la lavaba
con precaución en el bidé. Estaba muy débil y yo apenas la tocaba. Pronto
empezó a divertirse obligándome a tirar huevos en el depósito del excusado,
huevos duros que se hundían y cascarones casi vacíos, para observar diferentes
grados de inmersión. Permanecía durante largo tiempo sentada mirando los
huevos; luego hacía que la sentara en el asiento para poderlos ver bajo su
culo, entre las piernas abiertas, y por fin me hacía correr el agua.
Otro
juego consistía en quebrar un huevo fresco en el borde del bidé y vaciarlo bajo
ella: a veces orinaba encima, otras me obligaba a meterme desnudo y a tragarme
el huevo crudo en el fondo del bidé; me prometió que cuando estuviese sana
haría lo mismo delante de mí y también delante de Marcela.
Al
mismo tiempo nos imaginábamos acostando un día a Marcela, con la falda
levantada, pero calzada y cubierta con su ropa, en una bañera llena hasta la
mitad de huevos frescos sobre los que orinaría después de reventarlos. Simona
imaginaba también que yo sostendría a Marcela, esta vez sólo con el liguero y
las medias, el culo en alto, las piernas replegadas y la cabeza hacia abajo;
Simona se vestiría con una bata de baño empapada en agua caliente y por tanto
pegada al cuerpo, pero con los pechos al aire y montada sobre una silla blanca
esmaltada con asiento de corcho; yo podría excitarle los senos tocándole los pezones
con el cañón caliente de un largo revólver de ordenanza cargado, recién
disparado (lo que nos habría excitado y además le hubiera dado al cañón el acre
olor de la pólvora).
Entretanto
haría caer desde lo alto, para hacerlo chorrear, un bote de crema fresca, de
blancura resplandeciente, sobre el ano gris de Marcela; y también ella se
orinaría sobre su bata, y si se entreabría la bata sobre la espalda o la cabeza
de Marcela, yo también podría orinarla del otro lado (habiendo ya, seguramente,
orinado sus senos); Marcela podría además, si ella quería, inundarme
enteramente, puesto que, sostenida por mí, tendría mi cuello abrazado entre sus
muslos.
Podría
también meter mi pinga en su boca, etc. Después de esas ensoñaciones, Simona me
rogaba que la acostase sobre unas colchas dispuestas cerca del retrete, e
inclinando la cabeza, al tiempo que apoyaba sus brazos sobre el borde de la
taza, podía mirar fijamente los huevos con los ojos muy abiertos. Yo también me
instalaba a su lado para que nuestras mejillas y nuestras sienes pudieran tocarse.
Acabábamos calmándonos después de contemplarlos largo tiempo. El ruido de
absorción que se producía al tirarse la cadena divertía a Simona y le permitía
escapar de su obsesión, de tal modo que, a fin de cuentas, acabábamos
poniéndonos de buen humor.
Un
día, justo a la hora que el sol oblicuo de las seis de la tarde aclaraba directamente
el interior del baño, un huevo medio vacío fue sorbido de repente por el agua y
tras llenarse, haciendo un ruido extraño, fue a naufragar frente a nuestros
ojos; este incidente tuvo para Simona un significado tan extraordinario que,
tendiéndose, gozó durante mucho tiempo mientras bebía, por decirlo así, mi ojo
izquierdo entre sus labios; después, sin dejar de chupar este ojo tan obstinadamente
como si fuera un seno, se sentó, atrayendo mi cabeza hacia ella, con fuerza
sobre el asiento, y orinó ruidosamente sobre los huevos que flotaban con satisfacción
y vigor totales. A partir de entonces pudimos considerarla curada, y manifestó
su alegría hablándome largo y tendido acerca de diversos temas íntimos, aunque
por lo general nunca hablaba ni de ella ni de mí. Me confesó sonriendo, que
durante el instante anterior había tenido grandes ganas de satisfacerse
plenamente; se había retenido para lograr un mayor placer: en efecto, el deseo
ponía tenso su vientre e hinchaba su culo como un fruto maduro; además,
mientras mi mano debajo de las sábanas agarraba su culo con fuerza, ella me
hizo notar que seguía en el mismo estado y experimentaba una sensación muy
agradable; y cuando le pregunté qué pensaba cuando oía la palabra orinar me respondió:
burilar los ojos con una navaja, algo rojo, el sol. ¿Y el huevo? Un ojo de
buey, debido al color de la cabeza (la cabeza del buey), y además porque la
clara del huevo es el blanco del ojo y la yema de huevo la pupila. La forma del
ojo era, según ella, también la del huevo.
Me
pidió que cuando pudiésemos salir, le prometiese romper huevos en el aire y a
pleno sol, a tiros. Le respondí que era imposible, y discutió mucho tiempo
conmigo para tratar de convencerme con razones.
Jugaba
alegremente con las palabras, por lo que a veces decía quebrar un ojo o
reventar un huevo manejando razonamientos insostenibles.
Agregó
todavía que, en este sentido, para ella el olor del culo era el olor de la
pólvora, un chorro de orina un ‘balazo visto como una luz’; cada una de sus
nalgas, un huevo duro pelado. Convinimos que nos haríamos traer huevos tibios,
sin cáscara y calientes, para el excusado; me prometió que después de sentarse
sobre la taza tendría un orgasmo completo sobre los huevos. Con su culo siempre
entre mis manos y en el estado de ánimo que ella confesaba, crecía en mi
interior una tormenta; después de la promesa empecé a reflexionar con mayor profundidad.
Es
justo agregar que el cuarto de una enferma que no abandona el lecho durante
todo el día, es un lugar adecuado para retroceder paulatinamente hasta la
obscenidad pueril: chupaba dulcemente el seno de Simona esperando los huevos
tibios y ella me acariciaba los cabellos.
Fue
la madre la que nos trajo los huevos, pero yo ni siquiera volteé, creyendo que
era una criada y continué mamando el seno con felicidad; además ya no tenía el
menor recato y no quería interrumpir mi placer; por eso, y cuando por fin la
reconocí por la voz, tuve la idea de bajarme el pantalón como si fuese a
satisfacer una necesidad, sin ostentación, pero con el deseo de que se fuera y
también con el gozo de no tener en cuenta ningún límite. Cuando decidió irse
para reflexionar en vano sobre el horror que sentía, empezaba a oscurecer:
encendimos la luz del baño. Simona estaba sentada sobre la taza y ambos comíamos
un huevo caliente con sal: sobraban tres, con ellos acaricié dulcemente el
cuerpo de mi amada, haciéndolos resbalar entre sus nalgas y entre sus muslos;
luego los dejé caer lentamente en el agua, uno tras otro; después, Simona, que
había observado largo rato cómo se sumergían, blancos y calientes, pelados, es
decir desnudos, ahogados así bajo su bello culo, continuó la inmersión haciendo
un ruido semejante al de los huevos tibios cuando caían.
Debo
advertir que nada semejante volvió a ocurrir después entre nosotros, con una
sola excepción: jamás volvimos a hablar de huevos, pero si por azar veíamos uno
o varios huevos, no podíamos mirarnos sin sonrojarnos, con una interrogación
muda y turbia en los ojos.
Al
finalizar este relato se verá que esta interrogación hubiera podido quedarse indefinidamente
sin respuesta y, sobre todo, que esa respuesta inesperada era necesaria para
medir la inmensidad del vacío que se había abierto para nosotros, sin saberlo,
durante esas curiosas diversiones con los huevos.
VII-MARCELA
Por
una especie de pudor evitábamos siempre hablar de los objetos más simbólicos de
nuestra obsesión. Así, la palabra huevo fue tachada de nuestro vocabulario y
nunca hablamos del interés que teníamos el uno por el otro y aún menos de lo
que representaba Marcela para nosotros. Pasamos todo el tiempo de la enfermedad
de Simona en una recámara, esperando el día en que pudiésemos regresar con
Marcela, con la misma impaciencia que en la escuela esperábamos la salida de clases
y, sin embargo, nos contentábamos con hablar vagamente del día en que
pudiéramos regresar al castillo. Preparamos un cordel, una soga con nudos y una
sierra de metal que Simona examinó con el mayor interés, mirando con atención
cada uno de los nudos de la soga.
Encontré
las bicicletas que había escondido bajo la maleza el día de la caída y engrasé
con todo cuidado las piezas, los cojinetes, las ruedecillas dentadas, además
coloqué un calzapiés sobre mi bicicleta para poder llevar a una de las
muchachas detrás de mí. Nada sería más fácil, al menos provisionalmente, que
Marcela viviera como yo, secretamente, en la recámara de Simona. Nos veríamos
obligados a acostarnos los tres en la misma cama (también usaríamos
necesariamente la misma tina, etc.).
Pasaron
en total seis semanas antes de que Simona pudiera seguirme en bicicleta hasta
el sanatorio. Como la vez anterior, salimos durante la noche: yo seguía sin
dejarme ver durante el día y teníamos razones suficientes para no desear atraer
la atención. Tenía prisa por llegar al lugar que, confusamente, consideraba
como ‘castillo encantado’, gracias a la asociación de las palabras casa de
salud y castillo, el recuerdo de la sábana fantasma y la impresión que producía
una mansión tan grande y silenciosa durante la noche, poblada de locos.
Cosa
extraña: me parecía sobre todo que iba a mí casa, pues en ninguna otra parte me
sentía cómodo. Esa fue la impresión que tuve cuando salté la tapia del parque y
el gran edificio apareció delante nuestro, entre árboles muy grandes; sólo la
ventana de Marcela estaba aún encendida y abierta de par en par; con los
guijarros de una avenida golpeamos su ventana y la muchacha nos reconoció de
inmediato obedeciendo a la señal que le hicimos colocando un dedo sobre la
boca; le enseñamos también la soga con los nudos para que comprendiese lo que
pensábamos hacer. Le lancé el cordel lastrado con una piedra, y ella me lo
devolvió después de haberlo amarrado detrás de un barrote. No hubo ninguna
dificultad, pudimos izar la soga, Marcela la ató a un barrote y logré trepar
hasta la ventana.
Cuando
la quise abrazar, Marcela retrocedió. Se contentó con mirarme con atención
infinita mientras yo limaba uno de los barrotes; le dije en voz muy baja que se
vistiera para seguirnos, porque no tenía más vestido que una bata de baño. Me
dio la espalda y se puso medias de seda color carne sobre las piernas, las
sujetó a un liguero con listones carmesí, que realzaban su culo de una pureza
de forma y de una finura de piel excepcionales. Seguí limando, ya cubierto de
sudor por el esfuerzo y por lo que veía. Marcela, siempre de espaldas, cubrió con
una blusa sus lisas y alargadas espaldas, cuya línea recta terminaba admirablemente
en el culo cuando subía un pie sobre la silla. No se puso calzones, sólo una
falda de lana gris plisada y un suéter a cuadritos negros, blancos y rojos. Así
vestida, y calzada con zapatos de tacón bajo, regresó a la ventana y se sentó
muy cerca de mí, tanto que podía acariciarme la cabeza, sus hermosos cabellos
cortos, totalmente lacios y tan rubios que parecían más bien pálidos; me veía
con afecto y parecía conmovida por la muda alegría con que yo la miraba.
—Podremos
casarnos, ¿no es cierto?, me dijo por fin, amansándose poco a poco; aquí se
está muy mal, se sufre...
Jamás
se me hubiera entonces siquiera ocurrido que no dedicaría el resto de mi vida a
esa aparición tan irreal. Se dejó besar durante largo tiempo en la frente y en
los ojos, y una de sus manos resbaló por casualidad sobre mi pierna y,
mirándome con los ojos muy abiertos, me acarició antes de retirarla, por encima
del traje, con un gesto ausente.
Después
de mucho trabajar, logré limar el inmundo barrote; al terminar, lo aparté con
todas mis fuerzas, dejando un espacio suficiente para que ella pudiera pasar.
Pasó, en efecto, y la hice descender ayudándola por abajo, lo que me obligaba a
verle la parte superior del muslo y hasta tocarla para sostenerla. Cuando llegó
al suelo, se acurrucó entre mis brazos y me besó en la boca con todas sus
fuerzas, mientras Simona, sentada a nuestros pies, con los ojos húmedos de
lágrimas, le estrechó las piernas con las dos manos, le besó las corvas y los muslos,
limitándose primero a frotar su mejilla contra ella; pero sin poder contener un
gran sobresalto de gozo terminó abriéndole el cuerpo y colocando sus labios en
ese culo que devoró ávidamente.
Advertimos,
sin embargo, que Marcela no comprendía absolutamente nada de lo que le pasaba y
que era incapaz de diferenciar una situación de otra; sonreía imaginando la
sorpresa del director del ‘castillo encantado’ cuando la viera pasearse en el
jardín con su marido.
Apenas
se daba cuenta de la existencia de Simona, a la que a veces tomaba riendo por
un lobo, a causa de sus cabellos negros, de su mutismo y también porque de
repente encontró la cabeza de mi amiga colocada dócilmente contra su muslo,
como la de un perro que acabara de reclinar el hocico sobre la pierna de su
amo. Cuando le hablaba del ‘castillo encantado’, comprendía bien, sin pedirme
explicaciones, que se trataba de la casa donde por maldad la habrían encerrado
y, cada vez que pensaba en ella, el terror la apartaba de mí como si hubiera visto
pasar algo entre los árboles. Yo la miraba con inquietud y como ya entonces
tenía el rostro duro y sombrío, le causé miedo; casi de inmediato me pidió que
la protegiese cuando regresase el Cardenal. Estábamos tendidos a la luz de la
luna, a las orillas de un bosque, deseando descansar un poco a mitad del viaje
de regreso y, sobre todo, besar
y mirar a Marcela. —¿Quién es el Cardenal?, le preguntó Simona.
—El
que me encerró en el armario, dijo Marcela.
—¿Pero
por qué es un Cardenal?, grité.
De
inmediato respondió: porque es el cura de la guillotina.
Recordé
entonces el miedo terrible que le causé a Marcela cuando salió del armario y,
en particular, dos cosas atroces: llevaba sobre la cabeza un gorro frigio,
accesorio de refajo de un rojo enceguecedor; además, debido a las cortadas que
me hizo una joven a la que había violado, mi rostro, mis ropas y mis manos
estaban totalmente manchadas de sangre.
El
Cardenal, cura de la guillotina, se confundía en el terror de Marcela, con el
verdugo manchado de sangre y tocado con el bonete frigio: una extraña
coincidencia de piedad y repugnancia por los sacerdotes explicaba esta
confusión que para mí permanece vinculada a mi dureza real y al horror que
siempre me inspira la necesidad de mis acciones.
*Ver advertencia de primera entrada.