lunes, 4 de febrero de 2013

HISTORIA DEL OJO - GEORGES BATAILLE [E2]

Cap: IV-VII*





Traducido por Margo Glantz

Ediciones Coyoacán, México D.F., 1994

Segunda edición, 1995

Título original:

Histoire de l’oeil , 1928




IV-UNA MANCHA DE SOL


Las demás mujeres y los demás hombres no tenían ya ningún interés para nosotros; no pensábamos más que en Marcela a la que puerilmente imaginábamos en horca voluntaria, en entierro clandestino o en apariciones fúnebres. Por fin, una noche, después de habernos informado bien, salimos en bicicleta hacia la casa de salud donde habían encerrado a nuestra amiga. En menos de una hora recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban de una especie de castillo, rodeado por un parque amurallado y aislado por un acantilado que dominaba el mar. Sabíamos que Marcela ocupaba el cuarto número ocho; pero hubiese sido necesario entrar al interior de la casa para encontrarla.

Quizá podríamos entrar a su cuarto por la ventana después de haber limado los barrotes, pero no acertábamos a identificar su cuarto entre tantos otros; de pronto nos llamó la atención una extraña figura. Habíamos brincado el muro y estábamos en el parque, cuyos árboles eran agitados por un fuerte viento, cuando vimos abrirse una ventana del primer piso: una sombra llevaba una sabana y la ataba fuertemente a uno de los barrotes. La sábana restalló de inmediato con el viento y la ventana se cerró antes de que pudiéramos reconocer a la figura.

Es difícil imaginar el desgarrador estrépito de esa inmensa sábana blanca golpeada por la borrasca. El estruendo era superior al ruido del mar y al del viento entre los árboles. Por primera vez veía a Simona angustiada por algo diferente a su propio impudor: se apretaba contra mí con el corazón palpitante y miraba con los ojos fijos al fantasma que asolaba la noche como si la locura misma acabara de izar su bandera sobre ese lúgubre castillo. 

Nos quedamos inmóviles: Simona acurrucada entre mis brazos y yo a medias asustado cuando de repente pareció que el viento rasgaba las nubes y la luna aclaró bruscamente, con precisión reveladora, aquella cosa tan extraña y desgarradora para nosotros: un sollozo violento estranguló la garganta de Simona: la sábana que el viento extendía con tanto estrépito estaba sucia en el centro y tenía una enorme mancha mojada que se iluminaba, transparente, con la luz de la luna...

A los pocos instantes, otras nubes negras lo obscurecieron todo, y yo me quedé de pie, sofocado, con los cabellos al viento y llorando como un desgraciado; Simona había caído sobre la hierba y por primera vez se dejaba sacudir por largos sollozos. 

Sin duda, era entonces nuestra pobre amiga, Marcela, la que había abierto esa ventana sin luz, era ella la que acababa de fijar a los barrotes de su prisión la señal alucinante de su desamparo. Era también evidente que había debido masturbarse en su lecho con tan gran trastorno de los sentidos que se había mojado enteramente, por lo que después la habíamos visto colgar la sábana en la ventana para que se secara.

Ya no sabía qué hacer en ese parque, frente a ese falso castillo de placer cuyas ventanas estaban espantosamente enrejadas. Di la vuelta, dejando a Simona descompuesta y extendida sobre el pasto. No tenía ninguna intención práctica y sólo deseaba respirar a solas por un momento. Pero al advertir que en la planta baja del edificio había una ventana entreabierta y sin enrejar, aseguré mi revólver en mi bolsillo y entré con precaución: era un salón como cualquier otro. Una lámpara eléctrica de bolsillo me permitió entrar en una recámara, subí luego por una escalera donde no se distinguía nada, ni se llegaba a ninguna parte porque los cuartos no estaban numerados. Por lo demás no entendía nada, estaba como si me hubieran embrujado; inexplicablemente tuve la idea de quitarme el pantalón y seguir mi angustiosa exploración vestido sólo con la camisa. Poco a poco fui quitándome toda la ropa y la fui dejando sobre una silla; sólo conservé mis zapatos.

Caminaba al azar y sin sentido, con una lámpara en la mano izquierda y el revólver en la mano derecha. Un ligero ruido me hizo apagar bruscamente la lámpara; inmóvil, me detuve a escuchar, mientras mi respiración se volvía irregular. Pasaron largos minutos de angustia sin oír ningún ruido, volví a encender la lámpara y un grito breve me hizo huir con tanta precipitación que olvidé mis vestidos sobre la silla.

Sentí que me seguían; salté corriendo por la ventana y me fui a esconder a una avenida; apenas me había dado la vuelta para vigilar el castillo, cuando vi que una mujer desnuda aparecía en el hueco de la ventana: saltaba como yo al parque y huía corriendo hacia los matorrales de espinos.

Nada fue más extraño para mí, durante esos minutos de extraña emoción, que mi desnudez al viento en la avenida del jardín desconocido; todo pasó como si no estuviese ya sobre la tierra; tanto más cuanto que la borrasca proseguía en su furia, pero con bastante tibieza como para insinuar un deseo brutal; no sabía qué hacer con el revólver que llevaba todavía en la mano: ya no tenía bolsillos en donde meterlo y, al perseguir a la mujer que había visto pasar, sin reconocerla, parecía evidente que la buscaba para matarla. El ruido de los elementos en cólera, el estruendo de los árboles y de la sábana me impedían discernir nada definido en mi voluntad o en mis gestos.

Me detuve de repente y sin aliento: había llegado al arbusto donde acababa de desaparecer la sombra. Exaltado por mi revólver, comencé a mirar de un lado a otro y de repente me pareció que la realidad entera se desgarraba: una mano llena de saliva tomaba mi verga y la agitaba; sentí un beso baboso y caliente en la raíz del culo; el pecho desnudo y las piernas desnudas de una mujer se pegaban a mis piernas con un sobresalto de orgasmo. Apenas tuve tiempo de darme vuelta para escupir mi semen en el rostro de mi adorable Simona: con el revólver en la mano sentí un estremecimiento que me recorría con la misma violencia que la de la borrasca, mis dientes castañeteaban y salía espuma de mis labios; con los brazos torcidos apreté compulsivamente mi revólver y, a pesar mío, se dispararon tres balazos feroces y ciegos en dirección al castillo.

Ebrios y aliviados, Simona y yo nos separamos uno del otro y de inmediato nos lanzamos a través del parque como perros; la borrasca batía con desenfreno, por lo que el ruido de las detonaciones no despertó la atención de los habitantes que dormían en el interior del castillo; cuando miramos instintivamente por encima nuestro la sábana que golpeaba con el viento, hacia la ventana de Marcela, advertimos con gran sorpresa que uno de los vidrios estaba estrellado por una bala: y la ventana se sacudió, se abrió después y por segunda vez apareció la sombra.

Aterrados, como si Marcela fuese a caer ensangrentada ante nuestros ojos, en el umbral de la puerta, permanecimos de pie bajo la extraña aparición, casi inmóvil, incapaces de hacernos oír debido al ruido del viento.

—¿Qué has hecho de tu ropa?, le pregunté al cabo de un rato a Simona. Me respondió que me había buscado y al no encontrarme había terminado, como yo, por entrar al castillo para explorarlo y que se había desvestido antes de entrar por la ventana ‘creyendo que se sentiría más libre’. Y al salir para seguirme, y asustada por mí, no había encontrado su ropa porque el viento debió habérsela llevado; como observaba a Marcela no pensó por su parte en preguntarme la causa de mi desnudez.

La joven que estaba en la ventana desapareció. Transcurrió un instante que nos pareció inmenso: luego encendió la luz en su cuarto. Por fin regresó para respirar al aire libre y mirar en dirección al mar. El viento movía sus pálidos y lacios cabellos y podíamos advertir los rasgos de su rostro; no había cambiado, pero en su cara había algo de salvaje, de inquieto, que contrastaba con la simpleza todavía infantil de sus facciones. Parecía tener más bien trece años que dieciséis. Reconocíamos bajo su camisón el cuerpo delgado y pleno, duro y sin brillo, tan bello como la fija mirada.

Cuando por fin nos miró, la sorpresa pareció devolverle vida a su rostro. Nos gritó, pero no escuchamos nada; le hicimos señas. Había enrojecido hasta las orejas: Simona casi lloraba y yo le acariciaba afectuosamente la frente mientras ella le enviaba besos que Marcela respondía sin sonreír; Simona dejó caer su mano a lo largo del vientre y se tocó el pubis. Marcela la imitó y subió al mismo tiempo su pie sobre e l borde de la ventana, descubriendo una pierna cuyas medias de seda blanca llegaban casi hasta el rubio pelo. Cosa extraña: llevaba un liguero blanco y medias blancas mientras que la negra Simona, cuyo culo llenaba mi mano, vestía un liguero negro y medias negras.

Las dos muchachas se masturbaban con un gesto corto y brusco, una frente a la otra en la vociferante noche. Estaban casi inmóviles y tensas, con una mirada que el gozo inmoderado había vuelto fija. De pronto, como si un monstruo invisible arrancara a Marcela del barrote que su mano izquierda asía con fuerza, cayó de espaldas por el delirio, dejando el vacío frente a nosotros: sólo una ventana abierta e iluminada, agujero rectangular que penetraba en la noche opaca, y abría ante nuestros ojos rotos el día sobre un mundo compuesto de relámpagos y de aurora. 


V-UN HILO DE SANGRE


Para mí, la orina se asocia profundamente al salitre y a los rayos y no sé por qué a una bacinica antigua, de tierra porosa, abandonada un día lluvioso de otoño sobre el techo de zinc de una lavandería de provincia. Después de esa primera noche pasada en el sanatorio, esas representaciones desesperantes se vinculan estrechamente, en lo más oscuro de mi cerebro, con el coño y con el rostro taciturno y sombrío que a veces ponía Marcela. No obstante, ese paisaje caótico de mi imaginación se inundaba bruscamente de un hilo de luz y de sangre: Marcela no podía gozar sin bañarse, no de sangre, sino de un chorro de orina clara y, para mí, hasta luminosa, chorro primero violento y entrecortado como el hipo, después abandonado libremente, al coincidir con un transporte de goce sobrehumano; no es extraño que los aspectos más desérticos y leprosos de un sueño sean apenas un ruego en ese sentido, una espera obstinada del gozo total, como esa visión del agujero luminoso de la ventana vacía en el instante mismo en que Marcela, caída sobre el piso, lo inundaba infinitamente.

Era necesario que ese día, en medio de la tempestad sin lluvia y de la oscuridad hostil, Simona y yo abandonáramos el castillo y huyéramos como animales, sin ropa, y con la imaginación perseguida por el inmenso abatimiento que se apoderaría sin duda de nuevo de Marcela, haciendo de la desgraciada prisionera una especie de encarnación de la cólera y de los terrores que libraban incesantemente nuestros cuerpos al libertinaje. Pronto encontramos nuestra bicicleta y pudimos ofrecernos uno a otro el irritante espectáculo, teóricamente sucio, de un cuerpo desnudo y calzado montado sobre una máquina; pedaleábamos con rapidez sin reír y sin hablar, satisfechos recíprocamente de nuestras mutuas presencias, semejantes una a la otra, en el aislamiento común del impudor, del cansancio y del absurdo.

Estábamos agotados literalmente de fatiga; a mitad de una cuesta, Simona me detuvo diciéndome que tenía escalofríos: nuestras caras, espaldas y piernas chorreaban de sudor y en vano movíamos las manos, tocándonos con furor las distintas partes del cuerpo, mojadas y ardientes; a pesar del masaje cada vez más vigoroso que le daba, Simona tiritaba dando diente contra diente. Le quité una media para secar su cuerpo: tenía un olor cálido que recordaba a la vez los lechos de los enfermos y los lechos de la orgía. Poco a poco volvió a sus sentidos y finalmente me ofreció sus labios en señal de agradecimiento.

Me puse muy inquieto, estábamos todavía a diez kilómetros de X, y debido al estado en que nos encontrábamos era evidente que teníamos que llegar antes del alba. Apenas podía tenerme en pie y pensaba en la dificultad de terminar el paseo a través de lo imposible. El tiempo transcurrido desde que habíamos abandonado el mundo real, compuesto únicamente de personas vestidas, estaba tan lejos que parecía fuera de nuestro alcance; nuestra alucinación particular crecía cada vez más, apenas limitada por la global pesadilla de la sociedad humana, con la tierra, la atmósfera y el cielo.

La silla de cuero de la bicicleta se pegaba al culo desnudo de Simona, que se masturbaba fatalmente al pedalear. Además, la llanta trasera desaparecía casi totalmente ante mis ojos, no solamente en la horquilla sino en la hendidura del trasero desnudo de la ciclista: el movimiento de rotación de la rueda polvorienta podía asimilarse a mi sed y a esa erección que terminaría necesariamente por sepultarse en el abismo del culo pegado a la silla; el viento se había calmado un poco y dejaba ver una parte del cielo estrellado; me vino la idea de que la muerte era la única salida para mi erección; muertos Simona y yo, el universo de nuestra prisión personal, insoportable para nosotros, sería sustituido necesariamente por el de las estrellas puras, desligadas de cualquier relación con la mirada ajena, y advertí con calma, sin la lentitud y la torpeza humanas, lo que parecería ser el término de mis desenfrenos sexuales: una incandescencia geométrica (entre otras cosas, el punto de coincidencia de la vida y de la muerte, del ser y de la nada) y perfectamente fulgurante.

Estas representaciones estaban por supuesto vinculadas a la contradicción de un estado de agotamiento prolongado y a una absurda erección del miembro viril; era muy difícil que Simona pudiera ver mi erección, debido por una parte a la oscuridad y por otra a la elevación rápida de mi pierna izquierda que continuamente la escondía cada vez que pedaleaba. Me parecía sin embargo que sus ojos, brillando en la oscuridad, se dirigían continuamente, a pesar de la fatiga, hacia el punto de ruptura de mi cuerpo; me di cuenta que se masturbaba cada vez con mayor violencia sobre la silla, que apretaba estrechamente entre sus nalgas. Como yo, tampoco ella había dominado la borrasca que representaba el impudor de su culo y dejaba escapar de repente roncos gemidos; el gozo la arrancó literalmente y su cuerpo desnudo fue proyectado sobre un talud, con un ruido terrible de acero que se arrastró sobre los guijarros, aunado a un grito agudo.

La encontré inerte, con la cabeza caída y un delgado hilo de sangre corriendo por la comisura del labio; mi angustia no tuvo límites; levanté bruscamente uno de sus brazos que volvió a caer inerte. Me precipité sobre su cuerpo inanimado, temblando de terror y mientras la tenía abrazada, sentí a pesar mío que me recorría un espasmo de luz y de sangre y una mueca vil del labio inferior que babeaba me apartaba los dientes como si fuese un idiota senil. Simona regresaba lentamente a la vida: cuando uno de los movimientos involuntarios de su brazo me alcanzó, salí bruscamente del marasmo que me había abatido después de haber ultrajado lo que creí ser un cadáver; ninguna herida, ningún moretón marcaba el cuerpo que el liguero y una sola media continuaba vistiendo. La tomé en mis brazos, y sin tener en cuenta la fatiga, la conduje por la carretera, caminando tan rápido como me fue posible porque el día empezaba a nacer; sólo un esfuerzo sobrehumano me permitió llegar a la quinta y acostar sin problemas a mi maravillosa amiga, viva, sobre su propio lecho.

El sudor ‘orinaba’ mi rostro y todo mi cuerpo, mis ojos estaban enrojecidos e hinchados, las orejas me zumbaban, los dientes me castañeteaban, mis sienes y mi corazón latían con desmesura; pero había salvado a la persona que más amaba en el mundo y pensaba que volveríamos a ver pronto a Marcela; me acosté como estaba, al lado del cuerpo de Simona, cubierto de polvo y sudor coagulado, para entregarme en breve a pesadillas imprecisas.



VI-SIMONA


Uno de los periodos más apacibles de mí vida tuvo lugar después del ligero accidente de Simona; estuvo un tiempo enferma. Cada vez que su madre aparecía, yo entraba al baño. Aprovechaba para orinar y hasta para bañarme; la primera vez que esa mujer quiso entrar en el baño fue detenida de inmediato por su hija. —‘No entres allí, le dijo, hay un hombre desnudo.’

Simona no tardaba en correr a su madre y yo retomaba mi lugar en una silla al lado del lecho de la enferma. Fumaba, leía los periódicos y si encontraba entre las noticias historias de crímenes o historias sangrientas, se las leía en voz alta. De vez en cuando tomaba en mis
brazos a Simona, que hervía de fiebre, para que orinara en el baño y luego la lavaba con precaución en el bidé. Estaba muy débil y yo apenas la tocaba. Pronto empezó a divertirse obligándome a tirar huevos en el depósito del excusado, huevos duros que se hundían y cascarones casi vacíos, para observar diferentes grados de inmersión. Permanecía durante largo tiempo sentada mirando los huevos; luego hacía que la sentara en el asiento para poderlos ver bajo su culo, entre las piernas abiertas, y por fin me hacía correr el agua.

Otro juego consistía en quebrar un huevo fresco en el borde del bidé y vaciarlo bajo ella: a veces orinaba encima, otras me obligaba a meterme desnudo y a tragarme el huevo crudo en el fondo del bidé; me prometió que cuando estuviese sana haría lo mismo delante de mí y también delante de Marcela.

Al mismo tiempo nos imaginábamos acostando un día a Marcela, con la falda levantada, pero calzada y cubierta con su ropa, en una bañera llena hasta la mitad de huevos frescos sobre los que orinaría después de reventarlos. Simona imaginaba también que yo sostendría a Marcela, esta vez sólo con el liguero y las medias, el culo en alto, las piernas replegadas y la cabeza hacia abajo; Simona se vestiría con una bata de baño empapada en agua caliente y por tanto pegada al cuerpo, pero con los pechos al aire y montada sobre una silla blanca esmaltada con asiento de corcho; yo podría excitarle los senos tocándole los pezones con el cañón caliente de un largo revólver de ordenanza cargado, recién disparado (lo que nos habría excitado y además le hubiera dado al cañón el acre olor de la pólvora).

Entretanto haría caer desde lo alto, para hacerlo chorrear, un bote de crema fresca, de blancura resplandeciente, sobre el ano gris de Marcela; y también ella se orinaría sobre su bata, y si se entreabría la bata sobre la espalda o la cabeza de Marcela, yo también podría orinarla del otro lado (habiendo ya, seguramente, orinado sus senos); Marcela podría además, si ella quería, inundarme enteramente, puesto que, sostenida por mí, tendría mi cuello abrazado entre sus muslos.

Podría también meter mi pinga en su boca, etc. Después de esas ensoñaciones, Simona me rogaba que la acostase sobre unas colchas dispuestas cerca del retrete, e inclinando la cabeza, al tiempo que apoyaba sus brazos sobre el borde de la taza, podía mirar fijamente los huevos con los ojos muy abiertos. Yo también me instalaba a su lado para que nuestras mejillas y nuestras sienes pudieran tocarse. Acabábamos calmándonos después de contemplarlos largo tiempo. El ruido de absorción que se producía al tirarse la cadena divertía a Simona y le permitía escapar de su obsesión, de tal modo que, a fin de cuentas, acabábamos poniéndonos de buen humor.

Un día, justo a la hora que el sol oblicuo de las seis de la tarde aclaraba directamente el interior del baño, un huevo medio vacío fue sorbido de repente por el agua y tras llenarse, haciendo un ruido extraño, fue a naufragar frente a nuestros ojos; este incidente tuvo para Simona un significado tan extraordinario que, tendiéndose, gozó durante mucho tiempo mientras bebía, por decirlo así, mi ojo izquierdo entre sus labios; después, sin dejar de chupar este ojo tan obstinadamente como si fuera un seno, se sentó, atrayendo mi cabeza hacia ella, con fuerza sobre el asiento, y orinó ruidosamente sobre los huevos que flotaban con satisfacción y vigor totales. A partir de entonces pudimos considerarla curada, y manifestó su alegría hablándome largo y tendido acerca de diversos temas íntimos, aunque por lo general nunca hablaba ni de ella ni de mí. Me confesó sonriendo, que durante el instante anterior había tenido grandes ganas de satisfacerse plenamente; se había retenido para lograr un mayor placer: en efecto, el deseo ponía tenso su vientre e hinchaba su culo como un fruto maduro; además, mientras mi mano debajo de las sábanas agarraba su culo con fuerza, ella me hizo notar que seguía en el mismo estado y experimentaba una sensación muy agradable; y cuando le pregunté qué pensaba cuando oía la palabra orinar me respondió: burilar los ojos con una navaja, algo rojo, el sol. ¿Y el huevo? Un ojo de buey, debido al color de la cabeza (la cabeza del buey), y además porque la clara del huevo es el blanco del ojo y la yema de huevo la pupila. La forma del ojo era, según ella, también la del huevo.

Me pidió que cuando pudiésemos salir, le prometiese romper huevos en el aire y a pleno sol, a tiros. Le respondí que era imposible, y discutió mucho tiempo conmigo para tratar de convencerme con razones.
Jugaba alegremente con las palabras, por lo que a veces decía quebrar un ojo o reventar un huevo manejando razonamientos insostenibles.

Agregó todavía que, en este sentido, para ella el olor del culo era el olor de la pólvora, un chorro de orina un ‘balazo visto como una luz’; cada una de sus nalgas, un huevo duro pelado. Convinimos que nos haríamos traer huevos tibios, sin cáscara y calientes, para el excusado; me prometió que después de sentarse sobre la taza tendría un orgasmo completo sobre los huevos. Con su culo siempre entre mis manos y en el estado de ánimo que ella confesaba, crecía en mi interior una tormenta; después de la promesa empecé a reflexionar con mayor profundidad.

Es justo agregar que el cuarto de una enferma que no abandona el lecho durante todo el día, es un lugar adecuado para retroceder paulatinamente hasta la obscenidad pueril: chupaba dulcemente el seno de Simona esperando los huevos tibios y ella me acariciaba los cabellos.

Fue la madre la que nos trajo los huevos, pero yo ni siquiera volteé, creyendo que era una criada y continué mamando el seno con felicidad; además ya no tenía el menor recato y no quería interrumpir mi placer; por eso, y cuando por fin la reconocí por la voz, tuve la idea de bajarme el pantalón como si fuese a satisfacer una necesidad, sin ostentación, pero con el deseo de que se fuera y también con el gozo de no tener en cuenta ningún límite. Cuando decidió irse para reflexionar en vano sobre el horror que sentía, empezaba a oscurecer: encendimos la luz del baño. Simona estaba sentada sobre la taza y ambos comíamos un huevo caliente con sal: sobraban tres, con ellos acaricié dulcemente el cuerpo de mi amada, haciéndolos resbalar entre sus nalgas y entre sus muslos; luego los dejé caer lentamente en el agua, uno tras otro; después, Simona, que había observado largo rato cómo se sumergían, blancos y calientes, pelados, es decir desnudos, ahogados así bajo su bello culo, continuó la inmersión haciendo un ruido semejante al de los huevos tibios cuando caían.

Debo advertir que nada semejante volvió a ocurrir después entre nosotros, con una sola excepción: jamás volvimos a hablar de huevos, pero si por azar veíamos uno o varios huevos, no podíamos mirarnos sin sonrojarnos, con una interrogación muda y turbia en los ojos.
Al finalizar este relato se verá que esta interrogación hubiera podido quedarse indefinidamente sin respuesta y, sobre todo, que esa respuesta inesperada era necesaria para medir la inmensidad del vacío que se había abierto para nosotros, sin saberlo, durante esas curiosas diversiones con los huevos.


VII-MARCELA


Por una especie de pudor evitábamos siempre hablar de los objetos más simbólicos de nuestra obsesión. Así, la palabra huevo fue tachada de nuestro vocabulario y nunca hablamos del interés que teníamos el uno por el otro y aún menos de lo que representaba Marcela para nosotros. Pasamos todo el tiempo de la enfermedad de Simona en una recámara, esperando el día en que pudiésemos regresar con Marcela, con la misma impaciencia que en la escuela esperábamos la salida de clases y, sin embargo, nos contentábamos con hablar vagamente del día en que pudiéramos regresar al castillo. Preparamos un cordel, una soga con nudos y una sierra de metal que Simona examinó con el mayor interés, mirando con atención cada uno de los nudos de la soga.

Encontré las bicicletas que había escondido bajo la maleza el día de la caída y engrasé con todo cuidado las piezas, los cojinetes, las ruedecillas dentadas, además coloqué un calzapiés sobre mi bicicleta para poder llevar a una de las muchachas detrás de mí. Nada sería más fácil, al menos provisionalmente, que Marcela viviera como yo, secretamente, en la recámara de Simona. Nos veríamos obligados a acostarnos los tres en la misma cama (también usaríamos necesariamente la misma tina, etc.).

Pasaron en total seis semanas antes de que Simona pudiera seguirme en bicicleta hasta el sanatorio. Como la vez anterior, salimos durante la noche: yo seguía sin dejarme ver durante el día y teníamos razones suficientes para no desear atraer la atención. Tenía prisa por llegar al lugar que, confusamente, consideraba como ‘castillo encantado’, gracias a la asociación de las palabras casa de salud y castillo, el recuerdo de la sábana fantasma y la impresión que producía una mansión tan grande y silenciosa durante la noche, poblada de locos.

Cosa extraña: me parecía sobre todo que iba a mí casa, pues en ninguna otra parte me sentía cómodo. Esa fue la impresión que tuve cuando salté la tapia del parque y el gran edificio apareció delante nuestro, entre árboles muy grandes; sólo la ventana de Marcela estaba aún encendida y abierta de par en par; con los guijarros de una avenida golpeamos su ventana y la muchacha nos reconoció de inmediato obedeciendo a la señal que le hicimos colocando un dedo sobre la boca; le enseñamos también la soga con los nudos para que comprendiese lo que pensábamos hacer. Le lancé el cordel lastrado con una piedra, y ella me lo devolvió después de haberlo amarrado detrás de un barrote. No hubo ninguna dificultad, pudimos izar la soga, Marcela la ató a un barrote y logré trepar hasta la ventana.

Cuando la quise abrazar, Marcela retrocedió. Se contentó con mirarme con atención infinita mientras yo limaba uno de los barrotes; le dije en voz muy baja que se vistiera para seguirnos, porque no tenía más vestido que una bata de baño. Me dio la espalda y se puso medias de seda color carne sobre las piernas, las sujetó a un liguero con listones carmesí, que realzaban su culo de una pureza de forma y de una finura de piel excepcionales. Seguí limando, ya cubierto de sudor por el esfuerzo y por lo que veía. Marcela, siempre de espaldas, cubrió con una blusa sus lisas y alargadas espaldas, cuya línea recta terminaba admirablemente en el culo cuando subía un pie sobre la silla. No se puso calzones, sólo una falda de lana gris plisada y un suéter a cuadritos negros, blancos y rojos. Así vestida, y calzada con zapatos de tacón bajo, regresó a la ventana y se sentó muy cerca de mí, tanto que podía acariciarme la cabeza, sus hermosos cabellos cortos, totalmente lacios y tan rubios que parecían más bien pálidos; me veía con afecto y parecía conmovida por la muda alegría con que yo la miraba.

—Podremos casarnos, ¿no es cierto?, me dijo por fin, amansándose poco a poco; aquí se está muy mal, se sufre...
Jamás se me hubiera entonces siquiera ocurrido que no dedicaría el resto de mi vida a esa aparición tan irreal. Se dejó besar durante largo tiempo en la frente y en los ojos, y una de sus manos resbaló por casualidad sobre mi pierna y, mirándome con los ojos muy abiertos, me acarició antes de retirarla, por encima del traje, con un gesto ausente.

Después de mucho trabajar, logré limar el inmundo barrote; al terminar, lo aparté con todas mis fuerzas, dejando un espacio suficiente para que ella pudiera pasar. Pasó, en efecto, y la hice descender ayudándola por abajo, lo que me obligaba a verle la parte superior del muslo y hasta tocarla para sostenerla. Cuando llegó al suelo, se acurrucó entre mis brazos y me besó en la boca con todas sus fuerzas, mientras Simona, sentada a nuestros pies, con los ojos húmedos de lágrimas, le estrechó las piernas con las dos manos, le besó las corvas y los muslos, limitándose primero a frotar su mejilla contra ella; pero sin poder contener un gran sobresalto de gozo terminó abriéndole el cuerpo y colocando sus labios en ese culo que devoró ávidamente. 

Advertimos, sin embargo, que Marcela no comprendía absolutamente nada de lo que le pasaba y que era incapaz de diferenciar una situación de otra; sonreía imaginando la sorpresa del director del ‘castillo encantado’ cuando la viera pasearse en el jardín con su marido.

Apenas se daba cuenta de la existencia de Simona, a la que a veces tomaba riendo por un lobo, a causa de sus cabellos negros, de su mutismo y también porque de repente encontró la cabeza de mi amiga colocada dócilmente contra su muslo, como la de un perro que acabara de reclinar el hocico sobre la pierna de su amo. Cuando le hablaba del ‘castillo encantado’, comprendía bien, sin pedirme explicaciones, que se trataba de la casa donde por maldad la habrían encerrado y, cada vez que pensaba en ella, el terror la apartaba de mí como si hubiera visto pasar algo entre los árboles. Yo la miraba con inquietud y como ya entonces tenía el rostro duro y sombrío, le causé miedo; casi de inmediato me pidió que la protegiese cuando regresase el Cardenal. Estábamos tendidos a la luz de la luna, a las orillas de un bosque, deseando descansar un poco a mitad del viaje de regreso y, sobre todo, besar y mirar a Marcela. —¿Quién es el Cardenal?, le preguntó Simona.
—El que me encerró en el armario, dijo Marcela.
—¿Pero por qué es un Cardenal?, grité.
De inmediato respondió: porque es el cura de la guillotina.
Recordé entonces el miedo terrible que le causé a Marcela cuando salió del armario y, en particular, dos cosas atroces: llevaba sobre la cabeza un gorro frigio, accesorio de refajo de un rojo enceguecedor; además, debido a las cortadas que me hizo una joven a la que había violado, mi rostro, mis ropas y mis manos estaban totalmente manchadas de sangre.

El Cardenal, cura de la guillotina, se confundía en el terror de Marcela, con el verdugo manchado de sangre y tocado con el bonete frigio: una extraña coincidencia de piedad y repugnancia por los sacerdotes explicaba esta confusión que para mí permanece vinculada a mi dureza real y al horror que siempre me inspira la necesidad de mis acciones.


*Ver advertencia de primera entrada.