Ser un gran señor que lleva espada;
voltearse muchachas, señoras y señoritas; dar limosna a los pobres a condición
de que renieguen de Dios, despojar a la viuda y al huérfano, desatender rentas
y deudas; mantener poetas a condición de que canten el delirio de los sentidos,
pintores capaces de retener los movimientos de la voluptuosidad, ingenieros por
los placeres de un temblor de tierra por encargo; químicos para que ensayen
venenos lentos y fulminantes; fundar algunas casas de estudios para reclutar
allí un serrallo de odaliscas e icoglanes*[1],
cazar al efebo, a pie o a caballo; ofrecer banquetes al populacho sobre un
tablado provisto de trampas que se lo traguen a la hora de los postres; pero si
todo esto no es posible, hacer representar espectáculos extraños, hacer
celebrar la misa para profanar la hostia con el objeto de convocar al diablo, y
si todo esto es muy engorroso a la larga, si uno se asombra de que ninguna
advertencia clara y visible llegue para detenerlo, intentar darse miedo por
otro medio, hacerse moler a golpes por los propios vasallos. Pero si el mundo
asombrado le pregunta las razones de todo esto, afirmar que Dios no existe,
pero que por el contrario Tiberio y Nerón sí existieron, que uno hizo crucificar
al Hijo de Dios, que el otro arrojó a los leones a sus discípulos, y que al ser
la inmortalidad del alma un señuelo, se trata de inmortalizarse en el mundo por
medio de crímenes más que por medio de buenas acciones, puesto que el
reconocimiento es pasajero y el resentimiento eterno. En síntesis, aceptar
sonriendo pasar por un cerdo de Epicúreo o del ser; rodearse de una corte de
sabios y de poetas, de artistas y de actores, de verdugos y de súbditos
dispuestos a todos los caprichos del momento. Porque el momento está colmado de
exigencias, porque el momento es insuperable.
Ser ese gran señor es una cosa. Otra bien
distinta es ser ese gran señor en un calabozo, no tener más que las intenciones
de un gran señor, y saber que precisamente por haber tenido esas intenciones
uno se encuentra entre cuatro paredes. En efecto, todo quedó en la intención: ¿acaso
soñaba uno con realizarlas? Apenas intentamos un quinto de ese programa
admirable. Pero por sí mismas esas intenciones eran de un peso aplastante, y he
aquí que entre estos muros libran su insoportable secreto. En libertad,
habíamos juzgado espiritual denominarnos “taimados”: y sin embargo los verdugos
rompían los huesos a los Damiens, a los Mandrin, a los Cartouche[2].
— incluso, nobleza obliga: si nosotros, que pertenecemos a la raza de los
fuertes, hemos transgredido las reglas para la protección del débil, ¿no fue
acaso volviendo nuestra propia fuerza contra nosotros mismos para hacer de ello
la última experiencia como fracasamos? Al fuego de nuestras pasiones, que
sublevaron contra nosotros la voluntad general, encendamos la llama de la
filosofía, deleitémonos en incendiar el mundo: ¿no somos nosotros mismos algo
más que una brasa ardiente? Detrás de estos muros brama una revolución: los
hambrientos de ayer serán los amos de hoy, porque es preciso que a cada cual le
llegue su turno: ¿pero conocen ellos el hambre que nos devora en nuestra
saciedad, nosotros, que somos los satisfechos del ayer? En verdad, ¡tendremos
que padecer nuevas saciedades, nosotros, que somos hambrientos de un nuevo
tipo! Libres, nos considerábamos como una fuerza de la Naturaleza, como el
agente de sus intenciones, aceptábamos todas las ventajas que ofrece al fuerte
a expensas del débil, listos para restituírsela desde el momento en que la
reclame. Entre las cuatro paredes de nuestra celda, privados de nuestros
alquimistas y de nuestros artistas, de nuestros sabios y de nuestros poetas, de
nuestros comediantes y de nuestras víctimas, seremos nosotros mismos
alquimistas y poetas, artistas y sabios, verdugos y comediantes, comediantes y
víctimas. Una vez puestos en libertad no tendremos más amo que los gustos y las
maneras, no tendremos más amo que la conciencia maliciosa, porque seremos sólo
conciencia, y seremos la conciencia misma.
A pesar de todo, con esta conciencia es
menos posible disfrutar de una existencia aparentemente impune que vivir, a
título de castigo que da derecho a intenciones inconfesables, confundido en la
muchedumbre de esos contemporáneos conservadores o democráticos —todos
igualmente preocupados por acumular riquezas mientras pretenden organizar el
progreso social, la unidad nacional y el Imperio—, que vivir entre ellos no
teniendo para distinguirse más que esta noble mala conciencia que hemos heredado,
el único bien que hemos heredado, si es que es cierto que filosofar es obedecer
a las leyes de un atavismo de orden superior. Esta noble conciencia maliciosa
alimenta la constatación escandalosa que hemos hecho: el mundo moderno se
envilece como consecuencia de la ausencia de esclavos. Constatación que cuesta
cara al único en soportar las consecuencias que sólo él puede extraer de su
constatación.
Aceptar en esas condiciones una cátedra de
filología en la Universidad de Basilea es tomar el más prudente incógnito,
porque el ejercicio de una actividad intelectual o científica no puede sino
tender a satisfacer antes que nada la curiosidad propia del individuo que
somos, a satisfacerla a expensas incluso del medio social al cual debemos
nuestros medios de conocimiento. Y es así que nos gustaría “conducir al adolescente
hacia la Naturaleza, y mostrarle en todas partes el reino de sus leyes: luego
las leyes de la sociedad burguesa. Entonces la pregunta no dejaría de hacerse
escuchar: ¿era necesario que fuera así? Y poco a poco el adolescente tendrá
necesidad de historia para aprender cómo se llegó al presente estado. Pero
aprendiendo así la historia, aprenderá también cómo él mismo puede
transformarse en otro. ¿Cuál es el poder del hombre sobre las cosas? Tal
debería ser la pregunta inicial en toda educación. Y entonces, para mostrar
cómo todo podría ser de otro modo en este mundo, evocaríamos el ejemplo de los
griegos, después el de los romanos, para mostrar cómo se llegó aquí donde
estamos”.
Pero quien pretende así, desde lo alto de
una cátedra de filología, aniquilar la autoridad de dos mil años, ve pronto a
los más simpatizantes entre sus colegas apartarse a su paso, ve su grupo de
alumnos dispersarse, se arriesga a dilapidar lo mejor de sí mismo en el
esfuerzo vano de marcar a la joven generación con su propio destino.
Es soportar un destino imposible de cambiar
—y más hubiera valido, quizás, no haber nacido—, sentir un día que el Creador
no ha creado ese día como los días precedentes; que uno ya no ha nacido de sus
manos al despertar; que uno no es más que la espuma de la nada soñadora; y que
el mundo ahora declina bajo la mirada, ahora que las venas divinas se han
secado: todo lo que miramos y todo lo que nos rodea parece el cadáver del
Creador; o bien, golpeados por la torpeza, experimentamos los límites de un
gusano nacido sobre ese cadáver; con él el mundo exánime se descompone, y
encontramos la felicidad de un gusano en la descomposición eterna del infinito
cadáver de Dios; o bien, atormentados por una piedad clarividente, tenemos la
fuerza de reconocernos en la inconmensurable carroña, y de decir: ¡soy yo! ¡Soy
yo! ¡Soy yo que sufro las injurias de los gusanos!
Tal es la desvergüenza de los que
asistieron al Creador en sus últimos instantes. Tal es, también, su único
remedio. ¿Qué les queda del mundo, sustraído a sus impulsivas investigaciones,
sustraído a su insaciable amor, qué les queda del mundo que descomponen por
medio del trabajo, raza de laboriosos impotentes, enfermos de no poder poseer
el mundo a la medida del mundo? Les queda todavía la Naturaleza, su propia
naturaleza. La Naturaleza, decimos, es objeto de la investigación científica.
El hombre que se considera como un producto de la Naturaleza se comprenderá
entonces, en tanto que Sabio, en esta búsqueda: será la Naturaleza estudiada a
través de la naturaleza, y en él la serpiente que se muerde la cola encontrará
su satisfacción. Pero he aquí lo que precisamente inquieta a la Sociedad a la
que no le gustan los hombres-serpiente: en el transcurso de su frecuentación de
la Naturaleza, el investigador descubre en cada reino modos de existencia y
modos de disfrute, modos de poder y modos de adoración que son otras tantas
sugerencias e inspiraciones; la Sociedad confía en el investigador para estar
prevenida: ¿estas sugerencias son apropiadas para mantener la vida de la
comunidad, o pueden estorbar el mantenimiento del orden? Para poder cultivar
las ciencias sin peligro, la Sociedad exige del Sabio que no tenga secretos con
la Naturaleza. Le exige que se considere como la Naturaleza estudiada por la
naturaleza, que quiera respetar de buen grado la línea de demarcación que
separa la Naturaleza del Sabio.
Pero aquel que asistió al Creador en sus
últimos momentos, que vio los miembros divinos ser presa de los gusanos, que se
sintió como el sufrimiento póstumo de Dios, y que al amortajar a Dios perdió el
mundo, no debe rendir cuentas a la Sociedad, no conoce ya línea de demarcación
entre la Naturaleza y él mismo. Franquea esta línea y, desesperándose por crear
alguna vez, se metamorfosea de Sabio que era en Naturaleza sabia; y si mantiene
los afueras afables, graves y apacibles de un profesor, no es más que un último
vestigio de pudor y de modestia verdaderamente exagerada, no es más que una
consideración excesiva para su madre, su hermana y sus contemporáneos.
[1] Icoglans en el original. El término, de origen turco (itch-oghlân), significa “niño del
interior del serrallo”. Muchas veces se trataba de niños de origen cristiano
que constituían la guardia personal del sultán. Se los educaba, precisamente en
casas de estudios especiales. [N. de laT.]
[2] Damiens, Mandrin y Cartouche
fueron tres ajusticiados cuyas hazañas o muertes permanecieron en la memoria
popular francesa. La ejecución del primero es el impactante suplicio que abre
el libro de Michel Foucault Vigilar y castigar, Damiens había atentado contra
el rey Luis XV golpeándolo con una vara, no para matarlo sino para “darle una
lección”. Fue ejecutado en 1757. Mandrin, contrabandista, padeció torturas
similares en 1755 y tuvo una horrible muerte pública; su ingenio para el
contrabando y las circunstancias de su apresamiento fueron letra de varias
canciones de la época. Cartouche fue inmortalizado como un ladrón de ricos que
defendía la soberanía del pueblo a través de una justicia distributiva y se
convirtió en uno de los bandoleros más famosos de Francia. Había encontrado
ocasión de sus negocios en la corrupción de la Regencia. Fue ajusticiado en
1721. [N. de laT.]