7. EL COMPAÑERO
Ya desde los primeros síntomas de la atracción,
en el momento en que apenas se dibuja la retirada del rostro deseado, en que
apenas se distingue ya en el encabalgamiento del murmullo la firmeza de la voz
solitaria, se produce algo así como un movimiento suave y violento a la vez que
irrumpe en la interioridad, la pone fuera de sí dándole la vuelta y hace surgir
a su lado —o más bien del lado de acá— la figura secundaria de un compañero
siempre oculto, pero que se impone siempre con una evidencia imperturbable; un
doble a distancia, una semejanza que nos hace frente. En el momento en que la
interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en
que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y la posibilidad
de su repliegue: surge una forma —menos que una forma, una especie de anonimato
informe y obstinado— que desposee al sujeto de su identidad simple, lo vacía y
lo divide en dos figuras gemelas aunque no superponibles, lo desposee de su
derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que
es indisociablemente eco y denegación. Prestar oídos a la voz argentina de las
sirenas, volverse hacia el rostro prohibido que hurta la mirada, no es
únicamente saltarse la ley para afrontar la muerte, como tampoco abandonar el
mundo ni el olvido de la apariencia, es sentir de repente crecer en uno mismo
un desierto, al otro extremo del cual (aunque esta distancia sin medida es tan
delgada como una línea) espejea un lenguaje sin sujeto asignable, una ley sin
dios, un pro-nombre personal sin persona, un rostro sin expresión y sin ojos,
un otro que es el mismo. ¿Es en este desgarramiento y en este lazo donde reside
en secreto el principio de la atracción? En el momento en que uno pensaba estar
fuera de sí atraído por una lejanía inaccesible, ¿no se trataba acaso, sencillamente,
de esta sorda presencia que empujaba en la sombra con todo su fatal ímpetu? El
afuera vacío de la atracción es tal vez idéntico a aquel otro, tan cercano, del
doble. El compañero se-ría, entonces, la atracción en el colmo de su disimulo:
disimulada puesto que se da como pura presencia cercana, obstinada, redundante,
como una figura más; y disimulada también puesto que repele más que atrae,
puesto que es necesario mantenerla a distancia, puesto que uno está
continuamente en peligro de ser absorbido por ella y comprometido con ella en
una confusión sin límites. De ahí que el compañero represente a la vez una
exigencia desmesurada y un peso del que uno quisiera aligerarse; se está ligado
a él irremediablemente por una familiaridad difícil de soportar y, sin embargo,
habría que acercarse todavía más a él, hallar un vínculo con él que no sea ya
esa ausencia de vínculo por la que uno está atado a él mediante la forma sin rostro de la ausencia.
Infinita reversibilidad de esta figura. Y ante todo ¿es
el compañero un guía inconfesado, una ley manifiesta, aunque invisible como
ley, o no consiste más que en una masa pesada, una inercia que entorpece, un
sueño que amenaza con poner fin a toda vigilancia? Apenas entra en la casa
donde le ha atraído un gesto esboza-do a medias, una sonrisa equívoca, Thomas
recibe un extraño doble (¿se trata de aquel que, según el significado del
título, ha sido “dado por el Señor”?): su rostro aparentemente herido no es más
que el dibujo de un rostro tatuado sobre su rostro mismo, y a pesar de algunos
rasgos rudimentarios conserva algo así como “el reflejo de una belleza
antigua”. ¿Conoce, mejor que nadie, los secretos de la casa, como afirmará
presuntuosamente al final de la novela? ¿Su necedad aparente no es más que la
silenciosa espera de la pregunta? ¿Es guía o prisionero? ¿Pertenece a los poderes
inaccesibles que dominan la casa, o no es más que un criado? Se llama Dom. Invisible
y silencioso cada vez que Thomas habla con terceros, pronto desaparecerá por
completo; pero de repente, cuando por fin Thomas ha conseguido entrar aparentemente
en la casa, cuando cree haber encontrado el rostro y la voz que andaba
buscando, cuando se le empieza a tratar como a un criado, Dom reaparece, detentando,
pretendiendo detentar, la ley y la palabra: Thomas se equivocó al tener tan
poca fe, al no interrogarle a él, que estaba allí para responder, al derrochar
su celo buscando un acceso a los pisos superiores, cuando bastaba con dejarse
llevar. Y a medida que se ahoga la voz de Thomas, Dom habla, reivindicando el
derecho a hablar y a hablar para él. Todo el lenguaje se tambalea, y cuando Dom
emplea la primera persona, es el lenguaje mismo de Thomas el que se pone a hablar
sin él, por encima de ese vacío que deja, en una noche que comunica con el
resplandeciente día, la estela de su visible ausencia.
El compañero está también, de una manera indisociable, lo
más cerca y lo más lejos posible; en Le Très‐Haut, está
representado por Dorte, el hombre de “abajo”; ajeno a la ley, ajeno al orden de
la ciudad, representa la enfermedad en estado salvaje, la muerte misma
diseminada a través de la vida; por oposición al Altísimo, él es el Ínfimo; y,
sin embargo, se encuentra en la más obsesiva de las proximidades; es familiar
sin comedimiento, pródigo en confidencias, presente con una presencia múltiple
e inagotable; es el eterno vecino; su tos atraviesa puertas y paredes, su
agonía resuena a través de toda la casa y, en este mundo en que la humedad
resuma, en que las aguas suben por todas partes, he aquí que la carne misma de
Dorte, su fiebre y su sudor, atraviesan el tabique y forman una mancha, del
otro lado, en la habitación de Sorge. Cuando por fin muere, aullando, con una
última transgresión, que no está muerto, su grito se queda en la mano que lo
ahoga y vibrará indefinidamente en los dedos de Sorge; la carne de éste, sus
huesos, su cuerpo, serán, durante mucho tiempo, esta muerte con el grito que la
niega y la afirma.
Sin duda es en este movimiento, mediante el cual el
lenguaje gira sobre su eje, donde se manifiesta de forma más exacta la esencia
del compañero obstinado. No es, en efecto, un interlocutor privilegiado,
cualquier otro sujeto hablante, sino el límite sin nombre contra el que viene a
tropezar el lenguaje. Este límite todavía no tiene nada de positivo; es más
bien el desmesurado fondo en el que el lenguaje se pierde continuamente, pero
para volver idéntico a sí mismo, como si fuera el eco de otro discurso que
dijera lo mismo, o de un mismo discurso que dijera otra cosa. “Aquel que no me
acompañaba” no tiene nombre (y quiere mantenerse en este anonimato esencial);
es un él sin rostro y sin mirada, no puede ver más que a través del
lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche; se acerca así lo
más posible a ese Yo que habla en primera persona y del que recupera las
palabras y las frases en un vacío sin límites; y, sin embargo, nada lo une a
él, una distancia des-mesurada los separa. Esta es la razón por la que aquel
que dice Yo debe continua-mente acercarse a él para encontrar por fin
ese compañero que no le acompaña o ligarse a él con un lazo lo suficientemente
positivo como para poder ponerlo de manifiesto al desatarlo. Ningún pacto los
mantiene atados y sin embargo están fuertemente ligados gracias a una constante
interrogación (describa lo que está viendo; ¿qué está escribiendo ahora?) y al
discurso ininterrumpido que pone de manifiesto la imposibilidad de una
respuesta. Como si, en esta retirada, en este hueco que quizás no sea más que
la irresistible erosión de la persona que habla, se liberara el espacio de un
lenguaje neutro; entre el narrador y ese compañero indisociable que no le
acompaña, a lo largo de esa delgada línea que los separa como separa también el
Yo que habla del Él que él es en su ser hablado, se precipita todo
el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda palabra y de
toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y
manifiesta en su desarrollo infinito su reverberación de un instante, su
fulgurante desaparición.
8. NI UNO NI OTRO
A pesar de algunas consonancias, estamos muy lejos aquí
de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse para volverse a
encontrar. Con su arrebato característico, la mística trata de alcanzar —aunque
para ello tenga que atravesar su noche oscura— la positividad de una existencia
entablando con ella una difícil comunicación. E incluso cuando esta existencia
duda de sí misma, se abisma en el trabajo de su propia negatividad para
retirarse indefinidamente en un día sin luz, en una noche sin sombra, en una
pureza sin nombre, en una visibilidad sin obstáculo, no por ello es menos un
abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que acoge lo mismo a
la ley de una Palabra que a la superficie abierta del silencio; ya que según la
forma de la experiencia, el silencio es el soplo inaudible, primero,
desmesurado, de donde puede venir todo discurso manifiesto; o también, la
palabra es el reino que tiene el poder de contenerse en la suspensión de un
silencio.
Pero no es de nada de esto de lo que se trata en la experiencia
del afuera. El movimiento de la atracción, la retirada del compañero, ponen al
desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el goteo
continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado por nadie: todo sujeto no
representa más que un pliegue gramatical. Lenguaje que no se resuelve en ningún
silencio: toda interrupción no forma más que una mancha blanca en este mantel
sin costuras.
Abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede
arraigarse: se sabía desde Mallarmé que la palabra es la inexistencia manifiesta
de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible
desaparición de aquel que habla: “decir que entiendo estas palabras no sería
explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… No hablan, no
son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo
afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra,
aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno,
aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se
repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin
embargo, ha sido dicho para siempre”1. Es a este anonimato del lenguaje libera-do y abierto
hacia su propia ausencia de límite al que conducen las experiencias que narra
Blanchot; en este espacio murmurante encuentran menos su término que el lugar
sin geografía de su posible repetición: por ejemplo, la cuestión, por fin serena,
luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en el
momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro estallido
de la vana pro-mesa —”estoy hablando”— en Le Très‐Haut; o
incluso, en las dos últimas páginas de Celui qui nem ‘accompagnait pas, la
aparición de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre
silencioso; o el primer contacto con las palabras de la última repetición al
final de Le dernier homme.
El lenguaje se descubre entonces libre de todos los
viejos mitos en que se ha formado nuestra consciencia de las palabras, del
discurso, de la literatura. Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era
dueño del tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que
como memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó también
que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de
la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o
en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es más que rumor informe y fluido, su
fuerza está en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosión del
tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera.
En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia
contenidos que le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga
lo más cerca posible de su ser, no se despliega más que en la pureza de la
espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto, pues el objeto que
viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla desaparecer. Y sin
embargo tampoco es inmovilidad resigna-da sobre el propio terreno; tiene la
resistencia de un movimiento que no tuviera término ni se prometiera jamás la
recompensa de un descanso; no se encierra en ninguna interioridad; hasta sus
más mínimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera. La espera no
puede esperarse a sí misma al término de su propio pasado, no puede hechizarse
con su paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le
ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este olvido, sin
embargo, no hay que confundirlo ni con la disipación de la distracción, ni con
el sueño en que se adormecería la vigilancia; está hecho de una vigilia tan
despierta, tan lúcida, tan madrugadora que es más bien holganza de la noche y
pura abertura a un día que no ha llegado todavía. En este sentido el olvido es
la atención más extremada —tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro
singular que pudiera ofrecérsele; desde el momento en que está determinada, una
forma es a la vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extraña y
demasiado familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de
la espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el olvido
donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a aquello que sería
radicalmente nuevo, sin punto de comparación ni de continuidad con nada
(nove-dad de la espera fuera de sí y libre de todo pasado) y atención a aquello
que sería lo más profundamente viejo (puesto que en las profundidades de sí misma
la espera no ha dejado nunca de esperar).
En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo
que borra toda significación determinada y la existencia misma de aquel que
habla, en esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera
así el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo, ni la
eternidad ni el hombre, sino la forma siempre deshecha del afuera; sirve para
comunicar, o mejor aún deja ver en el relámpago de su oscilación indefinida, el
origen y la muerte —su contacto de un instante mantenido en un espacio
desmesurado. El puro afuera del origen, si es que es eso lo que el lenguaje
espera recibir, no se fija jamás en una positividad inmóvil y penetrable; y el
afuera continuamente reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por
el olvido esencial al lenguaje, no plantea jamás el límite a partir del cual se
dibujaría finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre otro; el
origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la muer-te da acceso
indefinidamente a la repetición del comienzo. Y lo que es el lenguaje
(no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo que es en su ser, es
esta voz tan tenue, esta regresión tan imperceptible, esta debilidad en el
fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro, que baña en una misma
claridad neutra —día y noche a la vez—, el esfuerzo tardío del origen, la
erosión temprana de la muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises
encadenado, son el ser mismo del lenguaje.
Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y
lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el
Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de
ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si el
lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la muerte, no
hay una sola existencia que, en la mera afirmación del hablo, no incluya la
promesa amenazadora de su propia desaparición, de su futura aparición.