martes, 8 de abril de 2014

MICHEL FOUCAULT - EL PENSAMIENTO DEL AFUERA - CAP 7 Y 8


7. EL COMPAÑERO


Ya desde los primeros síntomas de la atracción, en el momento en que apenas se dibuja la retirada del rostro deseado, en que apenas se distingue ya en el encabalgamiento del murmullo la firmeza de la voz solitaria, se produce algo así como un movimiento suave y violento a la vez que irrumpe en la interioridad, la pone fuera de sí dándole la vuelta y hace surgir a su lado —o más bien del lado de acá— la figura secundaria de un compañero siempre oculto, pero que se impone siempre con una evidencia imperturbable; un doble a distancia, una semejanza que nos hace frente. En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y la posibilidad de su repliegue: surge una forma —menos que una forma, una especie de anonimato informe y obstinado— que desposee al sujeto de su identidad simple, lo vacía y lo divide en dos figuras gemelas aunque no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y denegación. Prestar oídos a la voz argentina de las sirenas, volverse hacia el rostro prohibido que hurta la mirada, no es únicamente saltarse la ley para afrontar la muerte, como tampoco abandonar el mundo ni el olvido de la apariencia, es sentir de repente crecer en uno mismo un desierto, al otro extremo del cual (aunque esta distancia sin medida es tan delgada como una línea) espejea un lenguaje sin sujeto asignable, una ley sin dios, un pro-nombre personal sin persona, un rostro sin expresión y sin ojos, un otro que es el mismo. ¿Es en este desgarramiento y en este lazo donde reside en secreto el principio de la atracción? En el momento en que uno pensaba estar fuera de sí atraído por una lejanía inaccesible, ¿no se trataba acaso, sencillamente, de esta sorda presencia que empujaba en la sombra con todo su fatal ímpetu? El afuera vacío de la atracción es tal vez idéntico a aquel otro, tan cercano, del doble. El compañero se-ría, entonces, la atracción en el colmo de su disimulo: disimulada puesto que se da como pura presencia cercana, obstinada, redundante, como una figura más; y disimulada también puesto que repele más que atrae, puesto que es necesario mantenerla a distancia, puesto que uno está continuamente en peligro de ser absorbido por ella y comprometido con ella en una confusión sin límites. De ahí que el compañero represente a la vez una exigencia desmesurada y un peso del que uno quisiera aligerarse; se está ligado a él irremediablemente por una familiaridad difícil de soportar y, sin embargo, habría que acercarse todavía más a él, hallar un vínculo con él que no sea ya esa ausencia de vínculo por la que uno está atado a él mediante la forma sin rostro de la ausencia.

Infinita reversibilidad de esta figura. Y ante todo ¿es el compañero un guía inconfesado, una ley manifiesta, aunque invisible como ley, o no consiste más que en una masa pesada, una inercia que entorpece, un sueño que amenaza con poner fin a toda vigilancia? Apenas entra en la casa donde le ha atraído un gesto esboza-do a medias, una sonrisa equívoca, Thomas recibe un extraño doble (¿se trata de aquel que, según el significado del título, ha sido “dado por el Señor”?): su rostro aparentemente herido no es más que el dibujo de un rostro tatuado sobre su rostro mismo, y a pesar de algunos rasgos rudimentarios conserva algo así como “el reflejo de una belleza antigua”. ¿Conoce, mejor que nadie, los secretos de la casa, como afirmará presuntuosamente al final de la novela? ¿Su necedad aparente no es más que la silenciosa espera de la pregunta? ¿Es guía o prisionero? ¿Pertenece a los poderes inaccesibles que dominan la casa, o no es más que un criado? Se llama Dom. Invisible y silencioso cada vez que Thomas habla con terceros, pronto desaparecerá por completo; pero de repente, cuando por fin Thomas ha conseguido entrar aparentemente en la casa, cuando cree haber encontrado el rostro y la voz que andaba buscando, cuando se le empieza a tratar como a un criado, Dom reaparece, detentando, pretendiendo detentar, la ley y la palabra: Thomas se equivocó al tener tan poca fe, al no interrogarle a él, que estaba allí para responder, al derrochar su celo buscando un acceso a los pisos superiores, cuando bastaba con dejarse llevar. Y a medida que se ahoga la voz de Thomas, Dom habla, reivindicando el derecho a hablar y a hablar para él. Todo el lenguaje se tambalea, y cuando Dom emplea la primera persona, es el lenguaje mismo de Thomas el que se pone a hablar sin él, por encima de ese vacío que deja, en una noche que comunica con el resplandeciente día, la estela de su visible ausencia.

El compañero está también, de una manera indisociable, lo más cerca y lo más lejos posible; en Le TrèsHaut, está representado por Dorte, el hombre de “abajo”; ajeno a la ley, ajeno al orden de la ciudad, representa la enfermedad en estado salvaje, la muerte misma diseminada a través de la vida; por oposición al Altísimo, él es el Ínfimo; y, sin embargo, se encuentra en la más obsesiva de las proximidades; es familiar sin comedimiento, pródigo en confidencias, presente con una presencia múltiple e inagotable; es el eterno vecino; su tos atraviesa puertas y paredes, su agonía resuena a través de toda la casa y, en este mundo en que la humedad resuma, en que las aguas suben por todas partes, he aquí que la carne misma de Dorte, su fiebre y su sudor, atraviesan el tabique y forman una mancha, del otro lado, en la habitación de Sorge. Cuando por fin muere, aullando, con una última transgresión, que no está muerto, su grito se queda en la mano que lo ahoga y vibrará indefinidamente en los dedos de Sorge; la carne de éste, sus huesos, su cuerpo, serán, durante mucho tiempo, esta muerte con el grito que la niega y la afirma.

Sin duda es en este movimiento, mediante el cual el lenguaje gira sobre su eje, donde se manifiesta de forma más exacta la esencia del compañero obstinado. No es, en efecto, un interlocutor privilegiado, cualquier otro sujeto hablante, sino el límite sin nombre contra el que viene a tropezar el lenguaje. Este límite todavía no tiene nada de positivo; es más bien el desmesurado fondo en el que el lenguaje se pierde continuamente, pero para volver idéntico a sí mismo, como si fuera el eco de otro discurso que dijera lo mismo, o de un mismo discurso que dijera otra cosa. “Aquel que no me acompañaba” no tiene nombre (y quiere mantenerse en este anonimato esencial); es un él sin rostro y sin mirada, no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche; se acerca así lo más posible a ese Yo que habla en primera persona y del que recupera las palabras y las frases en un vacío sin límites; y, sin embargo, nada lo une a él, una distancia des-mesurada los separa. Esta es la razón por la que aquel que dice Yo debe continua-mente acercarse a él para encontrar por fin ese compañero que no le acompaña o ligarse a él con un lazo lo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto al desatarlo. Ningún pacto los mantiene atados y sin embargo están fuertemente ligados gracias a una constante interrogación (describa lo que está viendo; ¿qué está escribiendo ahora?) y al discurso ininterrumpido que pone de manifiesto la imposibilidad de una respuesta. Como si, en esta retirada, en este hueco que quizás no sea más que la irresistible erosión de la persona que habla, se liberara el espacio de un lenguaje neutro; entre el narrador y ese compañero indisociable que no le acompaña, a lo largo de esa delgada línea que los separa como separa también el Yo que habla del Él que él es en su ser hablado, se precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda palabra y de toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su reverberación de un instante, su fulgurante desaparición.


8. NI UNO NI OTRO


A pesar de algunas consonancias, estamos muy lejos aquí de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse para volverse a encontrar. Con su arrebato característico, la mística trata de alcanzar —aunque para ello tenga que atravesar su noche oscura— la positividad de una existencia entablando con ella una difícil comunicación. E incluso cuando esta existencia duda de sí misma, se abisma en el trabajo de su propia negatividad para retirarse indefinidamente en un día sin luz, en una noche sin sombra, en una pureza sin nombre, en una visibilidad sin obstáculo, no por ello es menos un abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que acoge lo mismo a la ley de una Palabra que a la superficie abierta del silencio; ya que según la forma de la experiencia, el silencio es el soplo inaudible, primero, desmesurado, de donde puede venir todo discurso manifiesto; o también, la palabra es el reino que tiene el poder de contenerse en la suspensión de un silencio.

Pero no es de nada de esto de lo que se trata en la experiencia del afuera. El movimiento de la atracción, la retirada del compañero, ponen al desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el goteo continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado por nadie: todo sujeto no representa más que un pliegue gramatical. Lenguaje que no se resuelve en ningún silencio: toda interrupción no forma más que una mancha blanca en este mantel sin costuras.
Abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse: se sabía desde Mallarmé que la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que habla: “decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… No hablan, no son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre”1. Es a este anonimato del lenguaje libera-do y abierto hacia su propia ausencia de límite al que conducen las experiencias que narra Blanchot; en este espacio murmurante encuentran menos su término que el lugar sin geografía de su posible repetición: por ejemplo, la cuestión, por fin serena, luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en el momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro estallido de la vana pro-mesa —”estoy hablando”— en Le TrèsHaut; o incluso, en las dos últimas páginas de Celui qui nem ‘accompagnait pas, la aparición de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre silencioso; o el primer contacto con las palabras de la última repetición al final de Le dernier homme.

El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que se ha formado nuestra consciencia de las palabras, del discurso, de la literatura. Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que como memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó también que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es más que rumor informe y fluido, su fuerza está en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera.
En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia contenidos que le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga lo más cerca posible de su ser, no se despliega más que en la pureza de la espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto, pues el objeto que viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla desaparecer. Y sin embargo tampoco es inmovilidad resigna-da sobre el propio terreno; tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera término ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso; no se encierra en ninguna interioridad; hasta sus más mínimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera. La espera no puede esperarse a sí misma al término de su propio pasado, no puede hechizarse con su paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este olvido, sin embargo, no hay que confundirlo ni con la disipación de la distracción, ni con el sueño en que se adormecería la vigilancia; está hecho de una vigilia tan despierta, tan lúcida, tan madrugadora que es más bien holganza de la noche y pura abertura a un día que no ha llegado todavía. En este sentido el olvido es la atención más extremada —tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera ofrecérsele; desde el momento en que está determinada, una forma es a la vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extraña y demasiado familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de la espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el olvido donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a aquello que sería radicalmente nuevo, sin punto de comparación ni de continuidad con nada (nove-dad de la espera fuera de sí y libre de todo pasado) y atención a aquello que sería lo más profundamente viejo (puesto que en las profundidades de sí misma la espera no ha dejado nunca de esperar).

En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo que borra toda significación determinada y la existencia misma de aquel que habla, en esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera así el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre deshecha del afuera; sirve para comunicar, o mejor aún deja ver en el relámpago de su oscilación indefinida, el origen y la muerte —su contacto de un instante mantenido en un espacio desmesurado. El puro afuera del origen, si es que es eso lo que el lenguaje espera recibir, no se fija jamás en una positividad inmóvil y penetrable; y el afuera continuamente reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por el olvido esencial al lenguaje, no plantea jamás el límite a partir del cual se dibujaría finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre otro; el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la muer-te da acceso indefinidamente a la repetición del comienzo. Y lo que es el lenguaje (no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo que es en su ser, es esta voz tan tenue, esta regresión tan imperceptible, esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro, que baña en una misma claridad neutra —día y noche a la vez—, el esfuerzo tardío del origen, la erosión temprana de la muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises encadenado, son el ser mismo del lenguaje.

Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si el lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la muerte, no hay una sola existencia que, en la mera afirmación del hablo, no incluya la promesa amenazadora de su propia desaparición, de su futura aparición. 

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