Esta vez les compartimos un gran relato de un gran autor (que no se note que es el favorito del administrador de esta página), Samuel Beckett. Es un poco extenso, pero vale la pena leerlo, se sorprenderán, o decepcionarán, cualquiera de las dos opciones, pero tómese un tiempito para leerlo y compartirlo.
PRIMER AMOR - SAMUEL BECKETT (IRLANDA)
No hace mucho fui a visitar la tumba de mi padre, eso sí lo sé, y me percaté de
la fecha de su muerte, solamente la de su muerte, ya que la de su nacimiento no
me interesaba ese día en particular. Salí en la mañana y regresé al anochecer,
habiendo tomado un almuerzo muy ligero en el panteón. Pero unos días más tarde,
deseando saber la edad que tenía al morir, tuve que regresar a su tumba
paraanotar su fecha de nacimiento. Entonces escribí como pude las dos fechas
límite en un papel que ahora llevo conmigo. Así pues tengo ahora derecho de
afirmar que debo haber tenido unos veinticinco años cuando contraje matrimonio.
Mi fecha de nacimiento, repito, la mía, nunca se me olvida, nunca tuve que
anotarla, permanece cincelada en mi memoria, el año cuando menos, en números
que la vida no borrará fácilmente. Es más, el día regresa a mí cuando me lo
propongo, y con frecuencia lo celebro, a mi modo, no digo que cada vez que me
viene a la cabeza porque sucede muy a menudo, pero sí frecuentemente.
En lo personal no tengo nada en contra de los panteones, puedo respirar el aire
fresco ahí a mis anchas, tal vez con más ganas que en ningún otro lado, cuando
de tomar el aire fresco se trata. El olor de los cadáveres, claramente
perceptible bajo los del pasto y del humus mezclados, no me resulta
desagradable, es demasiado dulce tal vez, un poco impetuoso, pero infinitamente
mejor que el que emiten los vivos, sus pies, sus dientes, sus sobacos, sus
frentes pegajosas y sus óvulos frustrados. Y cuando los restos de mi padre son
parte, aunque humilde, de estos dulces olores, casi podría derramar lágrimas.
Los vivos se lavan en vano, en vano se perfuman, apestan. No cabe duda, si de
elegir un lugar se trata, digo, si he de salir de todos modos, denme mis
panteones y ustedes quédense —sí— con sus parques públicos y bellos panoramas.
Un sandwich, un plátano, me saben más dulces cuando me siento en una lápida, y
cuando es hora de orinar de nuevo, como suele suceder, lo hago ahí mismo. O
paseo por ahí, con las manos entrelazadas sobre la espalda, entre las losas,
inclinado o enderezado, leyendo los epitafios.
Estos últimos no me apuran, hay
siempre por ahí tres o cuatro de una chocarrería tal, que me veo obligado a
sujetarme de una cruz, o de una estela, o de un ángel para no caer. Yo compuse
el mío hace ya mucho y todavía me agrada, siquiera eso. Los otros textos que he
escrito más tardan en secarse que yo en inquietarme, pero mi epitafio aún
merece mi aprobación. Desafortunadamente hay pocas posibilidades de que pudiera
esculpirse sobre la calavera que lo concibió, a menos que el Estado se hiciera
cargo de ello. Pero para ser desenterrado, primero debo ser hallado, y me temo
que esos caballeros se las verían negras para encontrarme vivo o muerto. Así
pues, me apresuraré a dar cuenta cabal de su contenido aquí y ahora que aún hay
tiempo:
Aquí yace el interfecto que allá arriba falleció.
Tan puntualmente que hasta hoy sobrevivió.
El segundo y último verso es algo cojo quizás, pero no tiene
mayor importancia, se me perdonará eso y mucho más cuando se me haya olvidado.
Y luego, con un poco de suerte, uno puede darle en el blanco a un entierro
genuino, con dolientes reales y vivos y una extraña viuda haciéndose para atrás
con la intención de lanzarse al agujero. Y casi siempre el encantador asunto de
convertirse en polvo, aunque según yo no hay nada menos polvoriento que los
hoyos de este tipo, se asocia con el estiércol aunque no haya ni una brizna de
polvo alrededor de los difuntos, a no ser que hayan muerto víctimas del fuego.
No importa, la pequeña artimaña del polvo es encantadora. Sin embargo, el
terreno de mi padre no era de mis favoritos.
Para empezar estaba demasiado
lejos, allá por el campo silvestre en uno de los costados de una colina, y era
demasiado pequeño además. Lo que es más, estaba casi lleno, unas cuantas viudas
más y listo. Yo prefería Ohlsdorf de plano, en particular la sección Linne, en
tierra prusiana, con sus novecientos acres de cadáveres bien empacaditos,
aunque yo no conocía a nadie ahí, salvo, por su reputación, a Hangenbeck, el
tipo que atrapaba animales salvajes. Si mal no recuerdo, hay un león grabado en
su lápida; para Hagenbeck la muerte debe haber poseído la contención de un
león. Los carros van de aquí para allá, hasta el tope de viudas, viudos,
huérfanos y gente por el estilo. Arboledas, grutas, lagos artificiales con
cisnes, vaya un consuelo para el inconsolable. Era diciembre, nunca había
tenido tanto frío, la sopa de anguila me había caído mal, tenía miedo de morir,
me volteé para vomitar, los envidiaba.
Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, al morir mi padre tuve que irme
de la casa. Era él quien deseaba que yo estuviera ahí. Era un hombre extraño.
Un día dijo Déjenlo en paz, no está molestando a nadie. No sabía que yo lo
estaba oyendo todo. Se trataba de una opinión que debe haber externado con
frecuencia, sólo que las demás veces yo no andaba por ahí. Nunca me dejaron ver
su testamento, simplemente me dijeron que me había dejado equis
cantidad. Entonces yo creía, y todavía lo creo, que había estipulado en su
testamento que se me dejara en el cuarto que siempre ocupé cuando él vivía y
que se me llevaran los alimentos ahí como antes. Incluso pudo haberle dado a
esto la característica fuerza de lo precedente.
Se intuía que le gustaba
tenerme bajo su techo, de no ser así no se habría opuesto a mi desalojamiento.
Tal vez le daba lástima. Pero no creo. Debía haberme dejado toda la casa,
entonces sí que me habría sentido bien, los demás también, los habría
convencido diciéndoles: Quédense, quédense, por favor, ésta es su casa. Sí, mi
pobre padre lo logró, si es que su intención era realmente seguir protegiéndome
desde la tumba. En relación con el dinero, en justicia debo admitir que me lo
dieron de inmediato, al día siguiente de la inhumación.
Tal vez se sintieron
legalmente obligados a ello. Yo les dije Quédense con el dinero y déjenme
seguir viviendo aquí, en mi recámara, como en vida de papá. Y añadí Dios lo
tenga en su gloria, todo esto esperando que se conmovieran. Pero se negaron.
Les ofrecí ponerme a su disposición unas horas todos los días para realizar los
trabajitos de mantenimiento que toda casa requiere pues, si no, se viene abajo.
Resanar aún es posible, no sé por qué. Les propuse en particular encargarme del
invernadero. Allí me habría encantado quedarme las horas, en medio de ese
calor, haciéndome cargo de los tomates, los jacintos, los claveles y los
distintos retoños. Sólo mi padre y yo, en aquella casa, entendíamos de tomates.
Pero se negaron. Un buen día, al regresar del baño, encontré mi cuarto cerrado
con llave y mis pertenencias amontonadas frente a la puerta. Esto podrá darles
una idea de lo estreñido que estaba durante esta coyuntura. Ahora estoy
totalmente convencido de que se trataba de un estreñimiento ansioso. Pero, ¿me
encontraba realmente estreñido? De alguna manera creo que no suavemente,
suavemente. Y aun así debo haber estado mal, pues de qué otro modo se pueden
explicar esas largas y crueles sesiones en el lugar al que todo el mundo va.
Por entonces nunca leía, no más que en otros momentos, nunca me instalaba en la
ensoñación o en la meditación, sólo miraba fijamente el almanaque que colgaba
de un clavo ante mis ojos, con su portada de un jovencito de barba recién
salida con su rebaño, Jesús sin duda; tenía las manos en las mejillas y me
dieron náuseas, ay, ay, ay, ay, hacía los mismos movimientos de alguien que se
aferra al remo y tenía un solo pensamiento en la cabeza, ir a mi cuarto de
nuevo y acostarme boca arriba. ¿Qué pudo haber sido aquello más que
estreñimiento? ¿O lo estaré confundiendo con la diarrea? Estoy hecho bolas,
entre lápidas y bodas y las distintas variedades del movimiento. Con mis
escasas pertenencias habían hecho un montoncito en el suelo, frente a la puerta.
Parece que estoy viendo el montoncito en el pequeño descanso muy sombreado
entre las escaleras y mi cuarto.
Fue en este angosto sitio, limitado sólo por
tres paredes, donde tuve que cambiarme, quiero decir quitarme la ropa de dormir
y ponerme la ropa de viaje, o sea, zapatos, calcetines, pantalones, camisa,
saco, abrigo y sombrero, no puedo pensar más que en eso. Intenté abrir otras
puertas, le daba vuelta a la chapa y empujaba o jalaba antes de irme de la
casa, pero ninguna cedió. Creo que de haber encontrado una abierta me habría
atrincherado en el cuarto, me habrían tenido que anestesiar para sacarme.
Sentía la casa llena como de costumbre, con la gente de todos los días, pero no
veía a nadie. Me los imaginé a cada uno en su cuarto, con las luces apagadas,
absolutamente alertas. Luego, la carrera hacia la ventana, todos se detienen un
poco antes de llegar, quedan cubiertos por la cortina, esto, ante el sonido de
la puerta principal cerrándose tras de mí, debí dejarla abierta. Luego las
puertas se abren y salen todos, hombres, mujeres y niños, y las voces, los
suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, el bendito alivio,
las precauciones ensayadas, si esto pues aquello, pero si aquello entonces
esto, todo paz y felicidad en los corazones, vengan a comer, dejemos la
fumigación para más tarde. Desde luego que todo esto me lo imagino, yo ya me
había ido, todo pudo suceder de otra manera, pero a quién le importa cómo
ocurren las cosas siempre y cuando ocurran. Todos esos labios que me habían besado,
esos corazones que me habían querido (es con el corazón que uno quiere, ¿no es
así? o, ¿acaso lo estoy confundiendo todo?), esas manos que habían jugado con
las mías y esas mentes que ¡casi se apropiaron de la mía! Los seres humanos son
verdaderamente extraños. Pobre papá, se le habría hecho un nudo en la garganta
si me hubiera visto aquel día, si nos hubiera visto, a menos que en su gran
sabiduría desprendida de lo humano, hubiera visto más allá de su hijo cuyo
cadáver todavía no estaba listo para cavar la fosa.
Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, el nombre de la mujer con la que
pronto contraería matrimonio era Lulú. Así pues, ella al menos me dio seguridad
y no puedo imaginarme qué interés podía haber tenido en mentirme al respecto.
Bueno, por supuesto que uno nunca sabe: Hasta me reveló su apellido, pero ya se
me olvidó. Debí apuntarlo en un papel, me choca olvidar los nombres propios. La
conocí en una banca a la orilla del canal, de uno de los canales ya que en
nuestro pueblo hay dos, aunque nunca llegué a saber cuál era cuál. Era una
banca bien ubicada detrás de la cual había un montículo de tierra sólida y
basura que ocultaba mi espalda. Mis costados sólo se veían parcialmente gracias
a dos venerables árboles, más que venerables, muertos, que estaban a cada lado
de la banca. Sin lugar a dudas fueron estos árboles los que un buen día, en el
esplendor de su follaje, crearon la idea de una banca en la imaginación de
alguien. Al frente, a unas cuantas yardas de distancia, fluía el canal, si es
que los canales fluyen, no me lo pregunten, así que desde esa parte también, el
riesgo de una sorpresa era mínimo. Y aun así, ella me sorprendió. Yo estaba
echado ahí, qué noche tan agradable, mirando por entre las ramas desnudas que
se entrelazaban allá arriba, donde los árboles se unen unos con otros buscando
apoyo, y por entre las nubes que pasaban en un boquete de cielo estrellado,
iban y venían. Hazte para allá, dijo. Primero pensé en irme pero, como estaba
fatigado y no tenía a dónde ir, me quedé. Entonces encogí un poco las piernas y
ella se sentó.
Nada más pasó entre nosotros aquella tarde y al rato ella
decidió irse sin decir una palabra más. Todo lo que hizo fue tararear
desarticuladamente, sotto voce, como para sus adentros y
afortunadamente sin la letra, algunas canciones populares, brincando de una a
la otra sin terminar ninguna, de tal modo que hasta a mí me pareció extraño. Su
voz, aunque desentonada, no era desagradable. Tenía el aliento de un alma
demasiado fastidiada para concluir algo, era tal vez la voz menos adolorida del
mundo. La banca pronto se convirtió en algo más de lo que ella podía soportar y
en cuanto a mí, echarme un vistazo había sido más que suficiente para ella. Sin
embargo, en realidad era una mujer muy tenaz. Regresó al día siguiente y al
siguiente y todo fue más o menos como la primera vez. Quizá se intercambiaron
algunas palabras. Al día siguiente estuvo lloviendo y yo me sentía muy seguro.
Mal hecho. Le pregunté si estaba decidida a molestarme tarde con tarde. ¿Te
molesto?, preguntó. Sentí sus ojos encima de mí. No podía haber visto gran
cosa, dos párpados a lo sumo, con un indicio de nariz y ceja, ensombrecido,
pues era de noche. Pensé que nos llevábamos bien, dijo. Me molestas, dije yo,
no puedo estirarme si te pones allí. El cuello del abrigo me cubría la boca
pero de todos modos me escuchó. ¿Tienes que estirarte a fuerza?, dijo. No hay
error más craso que hablar con la gente. Pues pon los pies sobre mis rodillas,
dijo. No esperé a que me lo dijera dos veces y pronto, bajo mis flacas corvas,
sentí sus gordos muslos. Comenzó a sobarme los tobillos. Pensé en patearle el
coño. Uno habla con la gente de que desea estirarse y luego luego ven un cuerpo
completito. Lo que importaba en mi reino despoblado, en el cual la disposición
de mi cadáver era el más simple y fútil de los accidentes, era la negligencia
de la mente, el aburrimiento del ser, ese residuo de frivolidad execrable
conocido como el no ser y, hasta el mundo, en una palabra. Pero un hombre de
veinticinco años siempre está a merced de una erección, es algo físico de
cuando en cuando, es la herencia común, ni siquiera yo era inmune, si es que
eso puede llamarse una erección.
No pude escapar de ella naturalmente, las
mujeres huelen un falo rígido a diez millas de distancia y se preguntan ¿Cómo
demonios pudo él distinguir mi presencia desde tan lejos? Uno ya no es uno
mismo en ocasiones así y es doloroso no ser uno mismo, aún más doloroso que
cuando uno lo es. Pues cuando uno es, uno sabe qué hacer para ser menos eso, mientras
que cuando uno no es, uno es como cualquier viejo, no tiene remedio. Lo que
recibe el nombre de amor es un destierro con una que otra tarjeta postal desde
la tierra natal, esa es mi respetable opinión, hoy en la tarde. Cuando ella
hubo terminado y mi ser pudo recuperarse, mi querido amigo, el inmitigable, con
ayuda de un breve torpor, se quedó solo. A veces me pregunto si todo esto no es
un invento, si en realidad las cosas no tomaron un rumbo bastante diferente,
algún rumbo que no me quedó otra más que olvidar. Y aun así su imagen permanece
asociada, para mí, con la de la banca en la tarde, de tal modo que hablar de la
banca, tal como se me presentó a mí aquella tarde, equivale a hablar de ella.
Eso no prueba nada, pero no hay nada que yo desee probar. Para hablar del tema
de la banca durante el día, no es necesario desperdiciar palabras, no me
conoció jamás, me iba en la madrugada y regresaba al atardecer. Sí, durante el
día hurtaba mi comida y cosas así. Si ustedes llegaran a preguntar, como sin duda
lo harán por curiosidad, qué hice con el dinero que mi padre me dejó, la
respuesta sería que lo único que hice fue dejarlo en mi bolsillo. Sabía que no
sería joven eternamente y que el verano no dura eternamente tampoco, ni
siquiera el otoño, mi alma mezquina me lo ha dicho. Finalmente le dije basta
ya.
Me molestaba en exceso, aun con su ausencia. De hecho todavía me molesta,
pero no más que entonces. Y ya no me importa que me molesten, o casi no, porque
¿qué quiere decir molestar? y ¿qué haría conmigo mismo si no se me tratara así?
Sí, he cambiado de sistema, este es el bueno, por novena o décima ocasión, eso
sin mencionar que no hace mucho que se corrieron las cortinas de los
molestantes y los molestados, no hay que chismosear más al respecto, al respecto
de todo eso, de ella y los demás, la mierda y las sublimes estancias celestes.
Así que no quieres que vuelva más, dijo. Es increíble, cómo repiten lo que les
acaba uno de decir, como si arriesgaran la vida dando crédito a sus oídos. Le
dije que viniera en el momento equivocado. Yo no entendía a las mujeres por
entonces. Lo que es más, aún no las entiendo. A los hombres menos. Tampoco a
los animales. Lo que mejor entiendo, que no es mucho decir, son mis dolores.
Pienso en ellos a diario, no me lleva mucho tiempo, el pensamiento es tan
rápido. Sí, hay momentos, particularmente en la tarde, en que me vuelvo todo
sincretismo, á laReinhold. ¡Qué equilibrio! Pero aun a mis
pensamientos los entiendo mal. Seguro es porque no soy sólo dolor, eso ni
hablar. He ahí el problema. A veces se aquietan, o yo, y me llenan de sorpresa
y fascinación, se ven como de otro planeta. No muy seguido, pero no puedo pedir
más. Ay, ¡qué vida tan de esto y lo otro! Ser sólo dolor, eso sí que
facilitaría las cosas. ¡Omnidoliente! Vaya un sueño impío.
Les contaré el sueño
de todos modos, si me acuerdo, si puedo de mis extraños dolores, en detalle,
haciendo distinciones entre los distintos tipos, por el bien de la claridad,
los de la mente, los del corazón o emocionales, los del alma (ninguno, más
bello, por cierto) y finalmente aquéllos de marco permitido, primero los
interiores o latentes, después aquellos que afectan a la superficie, comenzando
por el pelo y el cuero cabelludo y deslizándose metódicamente hacia abajo sin
prisa, todo hacia abajo hasta los pies amantes del maíz, el cólico, la llaga,
el juanete, el dedo hinchado, la uña enterrada, el arco caído, la ampolla común
y corriente pies zambos, los pies de pato, los pies torcidos, los pies planos,
el pie de atleta y otras curiosidades. Y dentro del mismo tema viene al caso
platicarles a aquellos que tengan la gentileza de oírme, de acuerdo con el
sistema cuyo interior siempre se me olvida, de aquellos instantes en que, ni
drogado, ni borracho, ni en éxtasis, uno no siente nada.
Lo que ella quería
saber a continuación era lo que yo quería decir con eso de a veces, éste es el
justo pago que uno recibe por abrir la bocota. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez
cada diez días? ¿Una vez a la quincena? Yo replicaba con menor frecuencia, con
la mínima, hasta que ya no, si ella pudiera llegar a eso, y si no, pues aunque
fuera lo menos frecuentemente posible. Y al día siguiente (lo que es más)
abandoné la banca, debo confesar que menos por ella que por la banca, ya que la
vista ya no satisfacía mis necesidades, por más modestas que éstas fueran,
ahora que el aire se estaba volviendo más frío, y por otras razones, más valía
no desperdiciarse en estupideces como ésa, así que me fui a refugiar en un
establo desierto. Se erguía en la esquina de un campo con más ortigas que pasto
en la superficie, y todavía más lodo que ortigas, pero cuyo subsuelo quizá
poseía cualidades excepcionales. Fue en este paraíso, lleno de mierda de vaca
seca y hueca y con el subsiguiente dolor en la yema del dedo, cuando por primera
vez en la vida, y no dudaría un segundo en decir que la última, de no haber
tenido que administrar con cuidado mi dosis de cianuro, tuve que enfrentarme a
un sentimiento que gradualmente fue adoptando, ante mi sorpresa, el deleznable
nombre de amor. Lo que constituye el encanto de nuestra provincia, aparte desde
luego de su escasa población, y esto sin la ayuda del más mínimo de los
anticonceptivos, es que todo tiene su truco, excepción hecha exclusivamente de
las inmundicias que ha dejado la historia. A éstas se les busca constantemente,
se les arregla y se les lleva en procesión. En cualquier lugar en que el
nauseabundo tiempo haya dejado un bonito recodo, cualquiera podrá toparse con
patriotas que respiran con las narices bien abiertas y las caras al rojo vivo.
El Elíseo de los sin-techo. Y he aquí mi felicidad finalmente. Acuéstate, todo
parece detenerse, acuéstate y quédate quieto. No veo nexo alguno entre estas
dos afirmaciones. Pero aquélla existe, la he visto más de una vez sin duda.
¿Pero qué? ¿Cuál? Sí, la amaba, es el nombre que le daba y que aún le doy a lo
que sentía por entonces. No tenía ninguna otra razón para seguir mi camino;
nunca antes había amado, bueno, por supuesto que me habían hablado del asunto
en casa, en la escuela, en el burdel y en la iglesia; también había
leído novelas y poemas bajo la guía de mi tutor, en seis o siete idiomas vivos
y muertos, en los cuales se abundaba en el tema. Por lo tanto, tenía la
posibilidad, a pesar de todo, de poner una etiqueta a los terrenos en que me
movía cuando me sorprendí escribiendo el nombre de Lulú en el viejo corral o
con la cara metida en el lodo bajo la luna tratando de arrancar las ortigas de
raíz. Eran ortigas gigantes, algunas de hasta tres pies de altura, arrancarlas
aminoraba mi dolor, y sin embargo yo nunca fui de los que cortan la hierba, al
contrario, la cubría de estiércol más bien. Las flores son muy otro asunto. El
amor hace surgir lo peor del hombre y sin errores.
Pero ¿qué clase de amor era
éste exactamente? ¿Amor pasional? La verdad no creo. Ese es el amor priápico,
¿no es así? ¿O es que se trata de una variedad distinta? Hay miles de tipos,
¿no es cierto? Todos igualmente deliciosos o más, ¿no? El amor platónico, por
ejemplo, he ahí un tipo que se me acaba de ocurrir. Es desinteresado. ¿Acaso la
amaba platónicamente? La verdad no creo. ¿Habría estampado su nombre en la
mierda de vaca de haberse tratado de un amor puro y desinteresado? Y lo hice
con el dedo, ¿he?, y por si fuera poco, después me lo chupé con gusto. ¡Vamos,
vamos! Mis pensamientos estaban llenos de Lulú y si eso no les da una idea de
lo que sentía, entonces nada lo hará. De cualquier manera, estoy hasta la
coronilla del nombre Lulú, le voy a poner otro, Ana, por ejemplo; no la
describe, pero qué importa. Entonces comencé a pensar en Ana, yo, que había
aprendido a no pensar en nada más allá de mis dolores, y esto con rapidez, y en
qué pasos dar para no morir de hambre o de frío o de vergüenza, pero por ningún
motivo pensaba en los seres humanos como tales (me pregunto qué quiere decir
loanterior en realidad), dijera lo que dijera o diga lo que diga en contra o a
favor del tema. Pero yo siempre he hablado, y sin duda hablaré, de cosas que
nunca han existido, o que sí existieron si así les place, siempre dirán que sí,
pero no se estarán refiriendo a la existencia de que he hablado. Los kepis, por
ejemplo, existen sin duda alguna, de hecho hay pocas probabilidades de que
desaparezcan, pero personalmente yo nunca he usado un kepi. En alguna parte
escribí “Me regalaron un... sombrero”. Ahora bien, lo cierto del caso es que
nunca me dieron un sombrero, yo siempre he tenido mi propio sombrero, el que me
regaló mi padre, y nunca he tenido un sombrero que no sea ése. Es más, hasta
podría decir que me lo llevaré a la tumba. Entonces pensaba en Ana, durante
ratos muy muy largos, veinte minutos, veinticinco minutos y hasta media hora
todos los días. He obtenido estas cifras al sumarles otras cifras menores.
Ese
debe haber sido mi modo de amar. ¿Podremos concluir entonces que la amaba con
ese amor intelectual que hizo que se me cayera la baba? La verdad no creo. Pues
si mi amor hubiera sido de este tipo, ¿me habría detenido acaso a escribir el
nombre de Ana en la mierda de vaca, a cincelarlo en la pátina del tiempo? ¿Urtica
plenis manibus? ¿Y habría sentido sus muslos balanceándose como
péndulos demoníacos bajo mi cabeza atolondrada? ¡Vamos, vamos! Para ponerle
fin, para intentar ponerle fin a este “compromiso”, una tarde regresé a la
banca a la hora en que ella solía ir allí a encontrarse conmigo. Ni el menor
indicio de ella, esperé en vano. Ya era el mes de diciembre, quizás enero, y el
frío era el propio de la estación, como todo lo que pertenece a una estación.
Pero una cosa es la estación para dejar huella, otra la de los cambios de aire
y cielo, y otra muy distinta la del corazón. Gracias a este pensamiento, de
vuelta a el quítame estas pajas, pasé una noche excelente. Al día siguiente fui
más temprano a la banca, mucho más temprano, cuando acababa de anochecer, qué
noche de invierno, y aun así era demasiado tarde, pues he aquí que ella ya
estaba ahí en la banca, bajo las ramas, dale y dale con el sonsonete, de
espaldas al montículo, mirando el agua congelada. Antes dije que era una mujer
muy tenaz. No sentí nada. ¿Con qué objeto me persigues de esta manera?, le
pregunté, sin tomar asiento, balanceándome para adelante y para atrás. El frío
había realzado la vereda. Ella contestó que no lo sabía. Le dije que tuviera la
amabilidad de decirme, si podía, qué veía en mí. Respondió que no podía.
Parecía estar calientita, con las manos envueltas en una frazada. Mientras
miraba esa frazada, recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero no
me acuerdo de qué color era. ¡Qué barbaridad, qué mal estaba yo entonces!
Siempre había podido llorar a mis anchas, sin sentirme un poco mejor por ello,
hasta hace poco.
Si tuviera que llorar en este instante, sin embargo, podría
exprimirme hasta ponerme morado y ni una gota me saldría, de eso estoy seguro.
¡Qué mal estoy ahora! Las cosas me hacían llorar. Pero no sentía la menor
tristeza. Cuando se me salían las lágrimas sin motivo aparente, eso quería
decir que había percibido algo desconocido. Así que me pregunto si habrá sido
la frazada o a lo mejor la vereda, dura como el fierro y realzada, tanto que yo
sentía como un empedrado bajo los pies, o tal vez otra cosa, alguna cosa
azarosamente vista bajo el umbral, típico de mi persona. En cuanto a ella, tal
vez ni siquiera había puesto los ojos en ella antes. Estaba toda encogida y
cubierta por la frazada, con la cabeza hundida, la frazada y las manos sobre
las piernas, las piernas muy juntas y los pies lejos del suelo. Sin forma, sin
edad, casi sin vida, podría haberse tratado de cualquier cosa o persona, una
vieja o una niñita. Y el modo en que repetía No lo sé, No puedo, yo era el que
no sabía y no podía. ¿Viniste por mí?, dije. A duras penas dijo que sí. Bueno,
pues aquí estoy, dije. ¿Y yo? ¿No había yo ido por ella? Henos aquí, dije. Me
senté junto a ella pero de un salto me puse de pie nuevamente como si me
hubiera quemado. Quería irme lejos, saber que todo había terminado. Pero antes
de partir, para no tener ni el menor asomo de una duda, le pedí que me cantara
una canción. Al principio pensé que se negaría, digo, que simplemente no
cantaría, pero no, un ratito después comenzó a cantar y cantó un buen rato,
todo el tiempo la misma canción según yo, sin cambiar para nada de actitud. Yo
no conocía esa canción, nunca antes la había escuchado y nunca más la volveré a
escuchar. Tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, eso es
todo lo que me viene a la cabeza, y para mí eso no es nada malo en realidad,
recordarla tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, ya que
de todas las demás canciones que he escuchado en la vida, y he escuchado
bastantes, resultaba imposible aparentemente, físicamente imposible, como estar
sordo, atravesar el mundo, aun a mi manera, sin escuchar canciones, no he
retenido nada, ni una palabra, ni una nota, o tan pocas palabras, tan pocas
notas que..., que qué, que nada, esta frase ya se alargó demasiado. Luego me
fui caminando y conforme avanzaba comencé a escuchar que cantaba otra canción,
o tal vez más estrofas de la misma, más débil el sonido y más débil mientras
más lejos me hallaba, luego ya no, bien porque había terminado o porque yo ya
estaba demasiado lejos para escucharla.
Dar asilo a una duda de este tipo era
algo que prefería evitar en ese entonces. Viví desde luego en duda, pero una
duda de tal trivialidad, puramente somática como dicen por ahí, era mejor
aclararla sin más demora, podría azotarse contra mícomo un mosquito durante
semanas, y semanas. Así pues, di unos pasos para atrás y me detuve. Al
principio no oí nada, luego de nuevo aquella voz, apenas la oí tan débil era.
Primero no la oí y luego sí, por tanto debo haber comenzado a oírla en un punto
equis, pero no, no había principio, el sonido emergía tan suavemente del
silencio que se le parecía. Cuando al fin cesó la voz, me acerqué otro poquito
para asegurarme de que en verdad había cesado y no que había bajado de volumen
nada más. Luego, en el colmo de la desesperación y diciendo No con conocimiento
de causa, no con conocimiento, al sentir que estabas junto a ella, me incliné,
me di la media vuelta y me fui; para siempre, atormentado por la duda.
Pero
unas cuantas semanas después, aun más muerto que vivo que de costumbre, regresé
a la banca, por cuarta o quinta vez desde que la había abandonado, casi a la
misma hora, digo, casi bajo el mismo cielo, no, miento, pues el cielo es
siempre el mismo y nunca el mismo, no hay palabras para describirlo, no que yo
sepa, y punto. Ella no estaba ahí, y de pronto sí estaba, no sé cómo, no la vi
llegar, ni la oí y eso que era todo oídos y ojos. Digamos que estaba lloviendo,
no había cambios reales, sólo en cuanto al clima. Ella tenía abierto el
paraguas, naturalmente, vaya un atuendo. Le pregunté si venía todas las tardes.
No, dijo, un día sí y un día no, a veces. La banca estaba empapada, caminamos
de allá para acá, sin atrevernos a tomar asiento. La tomé del brazo, por simple
curiosidad, para ver si sentía algún placer, pero no, así que la solté. Pero,
¿a qué vienen tantos detalles? Para ahuyentar la hora malhadada. Vi su rostro
con algo más de claridad, me pareció normal, un rostro como tantos otros. Era
bizca, pero eso no lo supe sino hasta después. Aquel rostro no parecía ni joven
ni viejo, estaba como varado entre lo primaveral y lo marchito. Encontraba
difícil sobrellevar tal ambigüedad en ese entonces. Ahora, que si era hermoso
aquel rostro, o si había sido hermoso alguna vez, o si podría llegar a serlo,
he de confesar que no podía formarme una opinión al respecto. Había visto
rostros en fotografías y los habría considerado hermosos de haber tenido una
remota idea de aquello en lo que supuestamente consistía la belleza. Y el
rostro de mi padre, en su caja mortuoria, daba ciertos indicios de alguna forma
estética relevante para el hombre. Pero el rostro de un muerto, todo gesto y
rubor, ¿acaso puede describirse como objeto? Yo admiraba, a pesar de la
oscuridad, a pesar de mi aturdimiento, el modo quieto o escasamente fluyente en
que el agua alcanzaba, como sedienta, a aquella otra agua que caía del cielo.
Me preguntó si quería que cantara algo. Le contesté que no, que quería que
dijera algo. Pensé que diría que no tenía nada que decir, habría sido típico de
ella, así que quedé agradablemente sorprendido cuando me dijo que tenía un
cuarto, muy agradablemente sorprendido, aunque me lo sospechaba. ¿Quién no
tiene un cuarto? Ay, escucho el clamor. Tengo dos cuartos, dijo. Bueno por fin
¿cuántos cuartos tienes?, dije. Me dijo que tenía dos cuartos y una cocina. Los
elementos se iban expandiendo rítmicamente, así que a su debido tiempo
recordaría el baño. ¿Escuché bien o dijiste que tenías dos cuartos?, dije. Sí,
me contestó. ¿Adyacentes?, dije. Por fin, una conversación cual debe de ser. La
cocina está en medio, dijo. Le pregunté por qué no me lo había contado antes.
Debo haber estado fuera de mí en ese momento. No me sentía tranquilo cuando
estaba con ella, pero al menos con la libertad de pensar en algo que no fuera
ella, en las viejas cosas cotidianas, y así poco a poco, como descendiendo las
escaleras hacia lo profundo de nada, comencé a tener la certeza que, lejos de
ella, perdería la libertad.
En efecto, había dos cuartos y la cocina estaba en medio, no
me había engañado. Dijo que debía haber llevado mis cosas. Le expliqué que no
tenía cosas. Los cuartos estaban en el último piso de una casa vieja con vista
a las montañas, para los interesados. Encendió una lámpara de aceite. ¿No
tienes electri-cidad?, le pregunté. No, contestó, pero tengo agua y gas. Ja,
dije, conque tienes gas. Comenzó a desves-tirse. Cuando en el colmo de su
perspicacia se desviste, sin duda llevan a cabo el más sabio de los hechizos. Se
quitó todo con una lentitud tal que inflamaría a un elefante, todo menos las
medias, calculadas tal vez para hacer que mi concupiscencia hirviera. Fue
entonces cuando noté que era bizca. Por fortuna, no era la primera mujer
desnuda que se cruzaba en mi camino, así que podía quedarme, sabía que ella no
explotaría. Le pregunté si podía ver el otro cuarto, el que no había visto
todavía. De haberlo visto ya, habría pedido volver a verlo. ¿No te vas a
desvestir?, dijo. Ah, eso, bueno es que casi nunca me desvisto. Era cierto,
nunca fui de los que se desvisten indiscriminadamente. Con frecuencia me
quitaba las botas antes de irme a la cama, digo, cuando me disponía
(¡disponía!) a dormir, eso sin mencionar esta o aquella prenda de acuerdo con
la temperatura exterior. Por lo tanto, ella se vio obligada, por simplesavoir
faire, a echarse encima un chal y a mostrarme el camino. Pasamos por
la cocina. Podríamos haber ido por el pasillo, tal como se me ocurrió después,
pero fuimos por la cocina, no sé por qué, tal vez porque era el camino más
corto. Estudié el cuarto con horror. Tal densidad en los muebles vence a la
imaginación.
No cabe duda, debo haber visto ese cuarto en alguna parte. ¿Qué es
esto?, grite. La sala, contestó. ¡La sala! Comencé entonces a sacar los muebles
por la puerta hacia el pasillo. Ella observaba, con tristeza supongo, pero no
necesariamente. Me preguntó qué estaba haciendo. No podía haber esperado una
respuesta. Saqué los muebles uno por uno, hasta de dos en dos, y los amontoné
en el pasillo, pegados a la pared. Eran cientos de cosas, grandes y pequeñas,
al final bloquearon la entrada imposibilitando la salida así como a
fortiori la entrada hacia y rumbo al pasillo. La puerta podía abrirse
y cerrarse ya que abría para adentro, pero no se podía pasar a través dé ella.
Qué raro todo. Al menos quítate el sombrero, me dijo. Trataré el tema del
sombrero más adelante quizá. Finalmente el cuarto quedó vacío salvo por un sofá
y algunos tramos pegados a la pared. Llevé el primero al fondo del cuarto, cerca
de la puerta y al día siguiente quité los segundos y los puse en el pasillo con
lo demás. Cuando los estaba quitando, qué curioso recuerdo, escuché la palabra
fibroma o broma, no sé cuál, nunca lo supe, nunca supe lo que quería decir y
nunca tuve la curiosidad para averiguarlo. ¡Las cosas que uno recuerda! ¡Y las
que memoriza! Cuando todo estuvo en orden al fin, me dejé caer en el sofá. Ella
no había movido un dedo para ayudarme. Voy por las sábanas y las cobijas, dijo.
Pero yo no soportaba las sábanas. ¿Podrías correr la cortina?, le dije. La
ventana estaba congelada. El efecto no era blanco porque era de noche, pero sí
luminoso al menos. Aquel débil frío del resplandor, aunque yo estaba acostado
con los pies en dirección a la puerta, era demasiado, de plano. De pronto me
levanté y moví el sofá, es decir, le di la vuelta, de modo que el respaldo, que
antes estaba pegado a la pared, quedara afuera y consecuentemente lo demás, el
asiento propiamente, quedara adentro. Después me volví a echar en él como un perro
en su canasta. Te dejo la lámpara, me dijo, pero le supliqué que se la llevara.
Bueno, supón que necesitas algo a media noche, dijo. Claro, iba a comenzar con
sus argucias de nuevo. ¿Sabes el por qué de la conveniencia?, me dijo. Tenía
razón, me olvidaba, orinarse en la cama es relajante y placentero al principio,
pero luego se vuelve una fuente de incomodidad. Dame una bacinica, le dije.
Pero no tenía. Tengo un banquito hueco para guardar hielos, dijo. Vi claramente
a la abuela sentada muy derecha y muy tiesa cuando lo acababa de adquirir,
perdón, de conseguir en un bazar de caridad o cuando se lo acababa de ganar en
una rifa, era una pieza de colección que ahora estaba estrenando y que deseaba
lucir a como diera lugar. De eso se trata, de demorarse en las cosas. Cualquier
viejo recipiente, dije, no tengo flujo. Al poco rato regresó con una especie de
sartén, no una sartén en serio porque no tenía mango, era ovalada y tenía tapa
y dos asas. Mi sartén consentida, dijo. Para qué quiero la tapa, dije. Ah, ¿no
la necesitas?, contestó. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa, ella habría
dicho ¿necesitas la tapa? Metí este utensilio debajo de las cobijas, me gusta
tener algo en la mano cuando duermo, me da seguridad, y mi sombrero todavía
estaba empapado. Me puse de cara a la pared. Cogió la lámpara de encima del
mantel donde la había puesto, de eso se trataba, cada detalle, proyectaba su
ondulante sombra sobre mí, pensé que se había ido pero no, vino hacia mí
agachada por el respaldo del sofá. Son herencia de la familia, dijo. Yo en su
lugar habría salido de puntitas, pero ella no lo hizo así, ni el menor intento.
Mi amor se estaba apagando ya, eso era lo único que importaba. Sí, ya me sentía
mejor, sabía que pronto me levantaría y volvería a los lentos descensos, los
largos hundimientos que me habían estado vedados durante tanto tiempo por su
culpa. ¡Y eso que me acababa de instalar ahí! Ahora intenta sacarme de aquí, le
dije. Yo parecía no captar el significado de estas palabras, ni siquiera oía el
breve sonido que producían hasta unos segundos después de pronunciarlas. Estaba
tan poco acostumbrado a hablar que a veces mi boca se abría sola y llenaba de
vacío alguna frase o varias, gramaticalmente correctas pero totalmente vacías
si no de significado, ya que ante una inspección cuidadosa lo revelarían a uno,
sí de fundamento. Pero yo no podía escuchar la palabra hablada. Mi voz nunca
había tardado tanto en alcanzarme como en esta ocasión. Me puse boca arriba
para ver qué estaba pasando. Ella sonreía. Al rato se fue y se llevó la
lámpara. Oí sus pasos en la cocina y luego oí que la puerta de su cuarto se
cerraba detrás de ella. ¿Por qué detrás de ella? Al fin me encontraba solo, en
la oscuridad al fin. Bueno, basta ya de esto. Pensé que estaba listo para pasar
una buena noche, a pesar del ambiente tan enrarecido, pero no, pasé una noche
muy agitada. Me desperté a la mañana siguiente con la ropa desarre-glada y la
cobija también, y con Ana a mi lado, des-nuda naturalmente. Me pongo a temblar
sólo de pensar en sus jadeos. Aún tenía la sartén en la mano. De nada había
servido. Miré mi miembro. ¡Sí sólo hubiera podido hablar! Basta ya. Fue una
noche de amor.
Gradualmente me fui quedando en esa casa. Ella me traía de comer a las horas
previamente establecidas; se asomaba de vez en cuando para ver si yo estaba
bien y para asegurarse de que no necesitaba nada, vaciaba la sartén una vez al
día y hacía la limpieza del cuarto una vez al mes. No siempre podía resistir la
tentación de hablar conmigo, pero en general no daba motivo de queja. A veces
la oía cantar en su cuarto, la canción atravesaba la puerta, luego la cocina,
luego mi puerta, y así me ganaba débil pero indisputablemente. A menos que
viajara por el pasillo. Esto no me incomodaba gran cosa, digo, el sonido
ocasional de una canción. Un día le pedí que me trajera un jacinto vivo, en un
frasco. Lo trajo y lo puso en el mantel que ya era el único lugar —aparte del
suelo— donde se podía poner algo. No le quité los ojos de encima un sólo día a
aquella flor. Al principio todo iba muy bien, hasta dio una o dos flores, luego
dejó de dar y seconvirtió en un tallo desnudo con hojas desnudas. Su
protu-berancia, medio sacando la cabeza en busca de oxígeno, olía a podrido.
Ella se lo quería llevar, pero le dije que lo dejara. Quería conseguirme otro,
pero le dije que no quería otro. Me molestaban mucho más otros sonidos, risitas
tiesas y gruñidos que llenaban la habitación a ciertas horas de la noche y a
veces hasta del día. Ya había renunciado a pensar en ella, casi totalmente, pero
de todos modos seguía; necesitando el silencio para vivir mi vida. En vano
intenté prestar oídos a los razonamientos que dicen que el aire se hizo para
acoger los clamores del mundo, incluso las muchas risitas y gruñidos, fue
inútil, no pude encontrar alivio. No había manera de averiguar si siempre se
trataba de la misma gente o de otros. Los gruñidos de todos los amantes se
parecen tanto, hasta en las risitas. Sentía un horror tal entonces por estas
mezquinas perplejidades, que siempre cometía el mismo error, es decir, tratar
de aclararlas. Me llevó mucho tiempo, digamos que la vida entera, darme cuenta
de que el color de un ojo visto a medias, o el origen de un cierto sonido
distante, tienen más que ver con Guidecca en el infierno de la ignorancia que con
la existencia de Dios, los orígenes del protoplasma, la existencia del ser, y
son aún menos dignos que todo esto de preocupar a los sabios. Una vida no
alcanza para llegar a esta consoladora conclusión, no le queda a uno tiempo
para gozar de sus resultados. Así que fue un gran alivio cuando, después de
plantearle a ella esta cuestión, se me dijo que se trataba de unos clientes a
los que recibía en rotación. Obviamente podía haberme levantado e ido a espiar
por el ojo de la cerradura. Pero, ¿qué puede uno ver, pregunto, a través de
ojos como esos? Así que vives de la prostitución, le dije. Vivimos de la
prostitución, dijo ella. ¿No podrías pedirles que no hicieran tanto ruido?,
dije, como si le estuviera creyendo. Y añadí, o al menos diles que hagan otros
ruidos. No pueden más que pujar y jadear, dijo. Pues me tendré que ir, dije.
Encontró unos viejos cuadros en el baúl de la familia y colgó uno en mi puerta
y otro en la suya. Le pregunté si sería posible, de vez en cuando, que me
consiguiera un apio. ¡Un apio!, dijo, como si le hubiera pedido algo nunca
visto. Le recordé que la temporada de apio estaba terminando y le dije que le
agradecería que me diera de comer, al menos hasta el fin de la temporada,
exclusivamente apio. Me gusta el apio porque sabe a violeta y la violeta porque
huele a apio. De no haber apio en al tierra, las violetas me importarían un
comino y de no haber violetas, me daría igual comer apio, nabo o rábano. Y aun
en el actual estado de su flora, digo, en este planeta donde los apios y las violetas
luchan por la convivencia, toda podría vivir sin ambos con toda tranquilidad,
de veras, con tranquilidad. Un día ella tuvo la imprudencia de anunciarme que
estaba encinta y que tenía ya cuatro o cinco meses así, y que yo era el
culpable, ¡habráse visto! Me permitió ver su barriga de lado. Incluso se
desvistió, sin duda para que yo no pensara que se había metido una almohada
bajo el vestido, bueno, y también por el puro placer de desvestirse. Tal vez es
puro aire, le dije, en tono de consuelo. Se me quedó mirando con sus grandes
ojos cuyo color ya no recuerdo, con su gran ojo más bien, ya que el otro
parecía riveteado por los restos del jacinto. Mientras más desvestida estaba,
más bizca. Mira, me dijo, dejando colgar sus senos, el jacinto se está oscure-ciendo.
Traté de recuperar las pocas fuerzas que me quedaban y dije, Aborta, aborta, y
te juro que florecerá de nuevo. Ella había abierto las cortinas para que sus
redondeces pudieran verse con claridad, y vi la montaña, impasible, cavernosa,
secreta, donde de la noche a la mañana no se oía más que el silencio, los
chorlitos, el tintineo del distante metal de los martillos de los picapedreros.
Yo salía en la mañana con rumbo a los brezales, todo calor y esencia, para
contemplar en la noche las distantes luces de la ciudad si se me antojaba y las
demás luces, las de los barcos y de los faros, cuyo nombre mi padre me había
enseñado, cuando era chico, y cuyo nombre podía hallar en mi memoria cuando se
me antojaba, con toda seguridad. A partir de aquel día, las cosas fueron de mal
en peor, de mal en peor. Y no porque ella me rechazara, nunca su rechazo me
habría satisfecho, sino por la manera en que insistía con eso de nuestrohijo,
exhibiendo su barriga y senos y diciendo que nacería ya de un momento al otro,
que sentía que ya estaba pateando. Si está pateando, le decía yo, pues no es
mío. Yo podía haber estado mucho peor en esa casa, eso júrenlo, ciertamente no
era lo que se dice mi ideal, pero tampoco iba a negar sus ventajas. Pensé irme
pero lo dudé mucho, las hojas habían comenzado a caer y me disgustaba el
invierno. Uno no debería odiar el invierno, también tiene sus bondades, la
nieve da calor y mata el tumulto, y sus pálidos días se van volando. Pero
todavía ignoraba por entonces, cuan tierna puede resultar la tierra para
aquellos que sólo la tienen a ella y cuántas tumbas ofrece para los vivos. Lo
que dio al traste con todo fue el nacimiento. Me despertó. ¡Qué duras las ha de
haber pasado ese niñito! Supongo que la acompaño una mujer porque me parecía oír
pasos en la cocina que entraban y salían. Me dolía en el alma irme de una casa
sin que me hubieran echado. Trepé por el respaldo del sofá, me puse el saco, el
abrigo y el sombrero, sólo en eso puedo pensar, me puse las botas y abrí la
puerta del pasillo. Un montón de porquerías me impedía la salida, pero me
escabullí y pude salir de ahí ileso, sin importarme el ruido que hacía. Utilicé
la palabra matrimonio, era una especie de unión, después de todo. Debe haber
sido primeriza. Las precauciones habrían sido algo superfluo, nada podía
compararse con aquellos gritos que me persiguieron por las escaleras hasta la
entrada. Me detuve frente a la puerta principal y escuché. Todavía podía
escucharlos. De no haber sabido que había gritos en la casa, no los habría escuchado.
Pero como lo sabía, presté oídos. No estaba muy seguro de dónde me encontraba.
Entre las estrellas y las constelaciones busqué a las Osas, pero no las vi. Y
sin embargo, seguro estaban ahí. Mi padre fue el primero en mostrármelas. Me
mostró muchas otras también, pero solo, sin él a mi lado, solamente podía
encontrar a las Osas. Comencé a jugar con los gritos, como jugaba con las
canciones, de aquí para allá, de aquí para allá, si a eso se le puede llamar un
juego. Siempre que estuviera caminando no los escuchaba, debido a los pasos.
Pero eso sí, si me detenía los volvía a escuchar, cada vez menos he de
admitirlo, pero qué importa, menos o más, un grito es un grito y lo único que
importa es que cese. Por años pensé que cesarían los gritos. Ahora ya perdí las
esperanzas.
Podría haberme conseguido amantes tal vez, pero así es la cosa, uno
ama o no ama y punto.