La Máscara[1]
Georges
Bataille
Entre los enigmas propuestos a cada uno de
nosotros por una corta vida, la que tiene a la presencia algunas máscaras ésta puede ser la más cargada
de confusión y de sentido. Nada es humano
en el universo ininteligible fuera de las caras desnudas que son las únicas
ventanas abiertas en un caos de apariencias extrañas u hostiles. El hombre no
sale de la insoportable soledad más que en el momento en que la cara de uno de
sus parecidos emerge del vacío de todo lo demás. Pero la máscara lo devuelve a
una soledad más temible: pues su presencia significa que incluso eso que
habitualmente tranquiliza está
de repente cargado de una obscura voluntad de terror cuando lo que es humano es
enmascarado, no hay más nada presente que la animalidad y la muerte.
La mascarada puede reducirse a la comedia
que los hombres se juegan. Eso significa que la reflexión y el hábito hacen
perder a las máscaras el poder de "terror nocturno" que les había
pertenecido en primer lugar. Sin embargo, esa degradación nunca es tal como el
antiguo terror no sea más representable. Para cada uno de entre nosotros, bajo
una forma pueril, el sentido terrorífico de una máscara esta todavía vivo en
una región obscura de la conciencia. Es natural que ese sentido se pierda a
medida que el desarrollo de la inteligencia humaniza
el mundo al devolver sus formas previsibles. Pero el sombrío caos que compone
el anticuado fondo de las representaciones infantiles no es una representación
más digna de desprecio que el universo civilizado de los libros. Ahora bien, la
máscara posee aún la fuerza de
aparecer en el umbral de ese mundo claro y tranquilizador del aburrimiento como
una obscura encarnación del caos[2].
Si ahora tomo el partido de representarme
a mí mismo la máscara dejándome ir hasta mi ingenuidad pueril —eso que no hago
por fingimiento sino con fuerza y sostenido por un sentimiento de profunda
exaltación— debo reconocer en esa presencia mucho más que la simple hostilidad
del caos. Pues LA MÁSCARA ES EL CAOS VUELTO CARNE. Está presente ante mí como
un semejante y es semejante, que me mira fijamente, ha tomado en él la figura
de mi propia muerte: por esa presencia el caos no es más que la naturaleza
extraña en el hombre, pero el hombre mismo animando su dolor y su alegría eso
que destruye el hombre, el hombre precipitado en la posesión de ese caos que es
su aniquilamiento y su podredumbre, el hombre poseído por un demonio,
encarnando la intención que la naturaleza ha de hacerle morir y podrir. Lo que
sin cesar está comunicado frente a frente es a la vida humana tan precioso, tan
tranquilizador como la luz. Cuando la comunicación ha roto con el hecho de una
decisión brutal cuando el rostro ha vuelto por la máscara a la noche el hombre
no es más que naturaleza hostil en el hombre y la naturaleza hostil es
completamente amada de la pasión hipócrita del hombre enmascarado.
Ninguna representación es más contraria a
la de la ciencia. Cuando la ciencia hace de cada apariencia posible una
realidad conforme a la razón del hombre, la máscara no confunde menos
resueltamente el mundo y el hombre viviente, pero hace de la presencia en el
mundo de un hombre una expresión de la naturaleza salvaje al mismo tiempo que
ama las esferas del cielo y de la tierra de una vida sufriente o felizmente
cruel. La máscara en verdad diviniza antes que humanice el mundo. Pues la
presencia que introduce no es más la presencia tranquilizante del sabio: una
fuerza divina sale de las profundidades de la animalidad natural es manifiesta
cuando surge. Las normas y las reglas, las leyes de la vida social o de la naturaleza
no someten ni a la máscara ni al dios[3].
La violencia, la animalidad y la "asocialidad" de esas figuras sagradas están marcadas también
fuertemente como la bondad o el carácter intelectual y social de un Dios
solidario de la moralidad y de la razón. Pero la salvaje destrucción de la
normalidad humana —que pertenece propiamente a la naturaleza divina— es revelada
por el animal y por la máscara, ella es violada en la imagen venerable a la
cual el desprecio de Pascal daba el nombre de "Dios de los
filósofos".
Lo que está comunicado en el acuerdo de
los rostros abiertos es la estabilidad tranquilizante del orden instaurado en
la clara superficie del suelo entre los hombres. Pero cuando el rostro se
cierra y se cobre con una máscara, no hay más estabilidad ni suelo. La máscara
comunica la incertidumbre y la amenaza de cambios súbitos, imprevisibles y tan
imposibles de soportar como la muerte. Su irrupción libera lo que se le ha
encadenado para mantenerle en la estabilidad y en el orden. Si se quiere
representar rigurosamente esa oposición mortal de la noche y del día, hace
falta de los elementos que la ciencia considera. Se trata siempre de resultados
que pueden ser previstos y repetidos sin fin: adquieren por ahí el carácter de
una sustancia y cesan de desprenderse del tiempo. Siempre es posible recomenzar
la caída de un cuerpo de predecir la aceleración. Es imposible, al contrario,
inscribir fuera del tiempo un cambio tal como la muerte que tiene lugar de una
vez para siempre. La caída de los cuerpos tiene el carácter de la eternidad, o
puede por lo menos pretender tenerlo; la muerte de tal ser expone, al
contrario, el carácter del tiempo, del cual cada momento vuelve a tirar a la
nada aquello que la ha precedido. El tiempo no destruye la caída de los cuerpos
que le mantiene extraño; pero destruye los seres mortales que están en su
posesión. Ahora bien, la cara abierta y "comunicativa" hace pasar
de un hombre a otro esa conciencia que la vida humana está en el orden social
tan sustancial, tan verdadero como la caída eterna de los cuerpos sólidos: es
así la cara del homo sapiens en la
posesión suficiente de su ciencia. Pero una máscara basta para volver a tirar
ese homo sapiens en un mundo del cual
no sabe nada porque tiene la naturaleza del tiempo y de sus cambios violentos e
imprevisibles. El tiempo hace entrar el eterno anciano en el caos sin cesar
renaciente de su noche. Se encarna en el hombre amante, joven y enmascarado. La vida torrencial reenvía
el homo sapiens a la banalidad de los
tratado escolares: el homo tragicus
obra con severidad solo en el ruido de aniquilamiento y de mortal destrucción
de una historia de la cual nada es sabido más que un pasado siempre sepultado,
siempre vano, solo es conocible.
En la medida en que es conciente, la vida
es más interrogación que respuesta. ¿Qué es la naturaleza? ¿el mundo? y ¿qué es
el tiempo, qué los protege en su precipitación inapacible? Y ¿qué es pues él
mismo, ese hombre que su propia vida interroga? Las afirmaciones que los
sucesivos siglos han dado respuesta se han acumulado y construido y su vano
trabajo ha hecho, desde hace mucho tiempo, desaparecer la antigua forma del
enigma[4],
aún vivo perseguidor de sus andares de hombre ebrio: la insolencia cargada de
la máscara ha dejado el lugar al tranquilo escepticismo. El vacío hundido
sucede a la encarnación de la embriaguez salvaje cumpliendo el destino trágico
del hombre. Las representaciones pueriles hacen de cada forma nocturna un
espejo horroroso de ese insoluble enigma que el ser mortal ha vuelto él mismo:
pero la sabiduría aleja de los ilusorios juegos de la noche —para sustituirles
las convenciones del día en el claro rostro. Feliz solamente aquel que, bajo el
pleno sol, reencuentra ese punto íntimo de oscuridad total a partir del cual se
eleva de nuevo una gran tormenta. Feliz aquel que el saco de las caras vacías y
satisfechas decide a cubrirse él mismo con una máscara: reencontrará la primera
embriaguez tormentosa de todo lo que danza a
muerte sobre la catarata del tiempo. Percibirá que las repuestas no eran como huesos roídos tirados a los perros más que
las formulas propias a mantener el esclavo sosegado del trabajo. Su alegría
renacerá entonces de los terrores nocturnos de su infancia, pues la necesidad
de la noche en que zozobrará no le embriagará menos profundamente que un deseo
de desnudez.
'Le Masque', de Georges Bataille. Traducción hecha por Gerardo Córdoba, filósofo de la Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia.
[1] Traducción de Gerardo Córdoba O.
[2] Al margen: no solamente caos hostil en el hombre sino hombre-caos.
[3] Al margen: supresión de normas y de reglas. Es la interrupción de la
comunicación humana.
[4] el enigma viviente, amado
por un curso rápido: la insolencia