3. REFLEXIÓN,
FICCIÓN
Extrema dificultad la de proveer a este pensamiento de un
lenguaje que le sea fiel. Todo discurso puramente reflexivo corre el riesgo, en
efecto, de devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad;
irresistiblemente la reflexión tiende a reconciliarla con la consciencia y a
desarrollarla en una descripción de lo vivido en que el “afuera” se esbozaría
como experiencia del cuerpo, del espacio, de los límites de la voluntad, de la
presencia indeleble del otro. El vocabulario de la ficción es igualmente
peligroso: en el espesor de las imágenes, a veces en la mera transparencia de
las figuras más neutras o las más improvisadas, corre el riesgo de depositar
significaciones preconcebidas, que, bajo la apariencia de un afuera imaginado,
tejen de nuevo la vieja trama de la interioridad.
De ahí la necesidad de
reconvertir el lenguaje reflexivo. Hay que dirigirlo no ya hacia una
confirmación interior —hacia una especie de certidumbre central de la que no
pudiera ser desalojado más—, sino más bien hacia un extremo en que necesite
refutarse constantemente: que una vez que haya alcanzado el límite de sí mismo,
no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a
desaparecer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desenlace en el
rumor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que no es la
intimidad de ningún secreto sino el puro afuera donde las palabras se
despliegan indefinida-mente. Esta es la razón por la que el lenguaje de
Blanchot no hace un uso dialéctico de la negación. Negar dialécticamente
consiste en hacer entrar aquello que se niega en la interioridad inquieta de la
mente. Negar su propio discurso, como lo hace Blanchot, es sacarlo
continuamente de sus casillas, despojarlo en todo momento no sólo de lo que
acaba de decir, sino también del poder de enunciarlo; consiste en dejarlo allí
donde se encuentre, lejos tras de sí, a fin de quedar libre para un comienzo
—que es un puro origen, puesto que no tiene por principio más que a sí mismo y
al vacío, pero que es también a la vez un recomienzo, ya que ha sido el
lenguaje pasa-do el que profundizando en sí mismo ha liberado este vacío. No
más reflexión, sino el olvido; no más contradicción, sino la refutación que
anula; no más reconciliación, sino la reiteración; no más mente a la conquista
laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera; no más verdad
resplandeciendo al fin, sino el brillo y la angustia de un lenguaje siempre
recomenzado. “No una palabra, apenas un murmullo, apenas un escalofrío, menos
que el silencio, menos que el abismo del vacío; la plenitud del vacío, algo a
lo que no se puede hacer callar, que ocupa todo el espacio, lo ininterrumpido,
lo incesante, un escalofrío y acto seguido un murmullo, no un murmullo sino una palabra, y no una palabra
cualquiera, sino distinta, justa, a mi alcance”.
Al lenguaje de la ficción se le pide
una conversión simétrica. Este debe dejar de ser el poder que incansablemente
produce y hace brillar las imágenes, y convertirse por el contrario en la
potencia que las desata, las aligera de todos sus lastres, las alienta con una
transparencia interior que poco a poco las ilumina hasta hacer-las explotar y
las dispersa en la ingravidez de lo inimaginable. Las ficciones de Blanchot
serán, antes que imágenes propiamente dichas, la transformación, el desplazamiento,
el intervalo neutro, el intersticio de las imágenes. Son imágenes precisas. Sus
figuras se dibujan únicamente en la existencia gris de lo cotidiano y del
anonimato; y cuando dejan sitio a la fascinación, no se trata nunca de ellas
mismas, sino del vacío que las rodea, del espacio donde se encuentran sin raíz
y sin zócalo. Lo ficticio no se encuentra jamás en las cosas ni en los hombres,
sino en la imposible verosimilitud de aquello que está entre ambos: encuentros,
proximidad de lo más lejano, ocultación absoluta del lugar donde nos
encontramos. Así pues, la ficción consiste no en hacer ver lo invisible sino en
hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible. De ahí
su parentesco profundo con el espacio, que, entendido así, es a la ficción lo
que la proposición negativa es a la reflexión (cuando precisamente la negación
dialéctica está ligada a la fábula del tiempo). Tal es sin duda el papel que
representan, en casi todos los relatos de Blanchot, las casas, los pasillos,
las puertas y las habitaciones: lugares sin lugar, umbrales atrayentes,
espacios cerrados, prohibidos y sin embargo abiertos a los cuatro vientos,
pasillos en los que se abren de golpe las puertas de las habitaciones
provocan-do insoportables encuentros, separados por abismos infranqueables para
la voz, abismos que ahogan hasta los mismos gritos; corredores que desembocan
en nue-vos corredores donde, por la noche, resuenan, más allá del sueño, las
voces apaga-das de los que hablan, la tos de los enfermos, el estertor de los
moribundos, el aliento entrecortado de aquel que no acaba nunca de morirse;
habitación más larga que ancha, estrecha como un túnel, donde la distancia y la
proximidad, —la proximidad del olvido, la distancia de la espera— se acortan y
se ensanchan indefinida-mente.
De este modo, la paciencia reflexiva,
siempre de espaldas a sí misma, y la ficción que se anula en el vacío en que
desata sus formas, se entrecruzan para for-mar un discurso que se presenta sin
conclusión y sin imagen, sin verdad ni teatro, sin argumento, sin máscara, sin
afirmación, independiente de todo centro, exento de patria y que constituye su
propio espacio como el afuera hacia el que habla y fuera del que habla. Como
palabra del afuera, acogiendo en sus palabras el afuera al que se dirige, este
discurso se abrirá como un comentario: repetición de aquello que murmura
incesantemente. Pero como palabra que sigue permaneciendo en el afuera de
aquello que dice, este discurso será una etapa necesaria hacia aquello cuya
luz, infinitamente tenue, no ha recibido nunca lenguaje. Este singular modo de
ser del discurso —regreso al vacío equívoco del desenlace y del origen— define,
sin duda, el lugar común de las “novelas” o “relatos” de Blanchot y de su
“crítica”. En efecto, a partir del momento en que el discurso deja de resbalar
por la pendiente de un pensamiento que se interioriza y, dirigiéndose al ser
mismo del lenguaje, vuelve el pensamiento hacia el afuera, es además y de una
sola pieza: meticuloso relato de experiencias, de encuentros, de gestos
improbables, —lenguaje sobre el afuera de todo lenguaje, palabras sobre la
vertiente invisible de las palabras; y meditación sobre aquello que del
lenguaje existe de antemano, ha sido ya dicho, impreso, manifestado—, escucha
no tanto de aquello que se pronuncia en su interior, cuanto del vacío que
circula entre sus palabras, del murmullo que está continuamente deshaciéndolo,
discurso sobre el no-discurso de todo lenguaje, ficción del espacio invisible
donde aparece. Esta es la razón por la cual la distinción entre “novelas”,
“relatos” y “crítica” se atenúa cada vez más en Blanchot, para terminar por no
dejar hablar, en L’attente l’oubli, más que al lenguaje mismo, —lenguaje
que no pertenece a nadie, que no es de la ficción ni de la reflexión, ni de lo
que ya ha sido dicho, ni de lo que todavía no ha sido dicho, sino “entre ambos,
como ese lugar con su invariable aire libre, la discreción de las cosas en su
estado latente”.
4. SER ATRAÍDO Y NEGLIGENTE
La atracción es para Blanchot lo que,
sin duda, es para Sade el deseo, para Nietzsche la fuerza, para Artaud la
materialidad del pensamiento, para Bataille la transgresión: la experiencia
pura y más desnuda del afuera. Pero hay que entender bien lo que con esta
palabra se está designando: la atracción, tal y como la entiende Blanchot, no
se apoya en ninguna seducción, no interrumpe ninguna soledad, no funda ninguna
comunicación positiva. Ser atraído, no consiste en ser incitado por el
atractivo del exterior, es más bien experimentar, en el vacío y la indigencia,
la presencia del afuera, y, ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremediablemente
fuera del afuera. Lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra
distinta, la atracción manifiesta imperiosamente que el afuera está ahí,
abierto, sin intimidad, sin protección ni obstáculo (¿cómo podría tenerla, él
que no tiene interioridad, sino que la despliega al infinito fuera de toda
clausura?); pero que a esta abertura misma, no es posible acceder, pues el
afuera no revela jamás su esencia; no puede ofrecerse como una presencia
positiva —como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su
propia existencia— sino únicamente como la ausencia que se retira lo más lejos
posible de sí misma y se abisma en la señal que emite para que se avance hacia
ella, como si fuera posible alcanzarla. Maravillosa simplicidad de la abertura,
la atracción no tiene otra cosa que ofrecer más que el vacío que se abre
indefinidamente bajo los pasos de aquel que es atraído, más que la indiferencia
que le recibe como si él no estuviera allí, más que el mutismo demasiado
insistente como para que se le resista, demasiado equívoco como para que se le
pueda descifrar y darle una interpretación definitiva, —nada que ofrecer más
que la seña de una mujer en la ventana, una puerta batiente, las sonrisas de un
por-tero a la entrada de un lugar ilícito, una mirada abocada a la muerte.
La atracción tiene como correlato
necesario la negligencia. De una a otra, las relaciones son complejas. Para
poder ser atraído, el hombre deber ser negligente, —de una negligencia esencial
que no concede ninguna importancia a aquello que está haciendo (Thomas, en Aminadab,
sólo franquea la puerta de la fabulosa pensión por negligencia a entrar en
la casa de enfrente), y tiene por inexistente su pasa-do, sus parientes, toda
su otra vida que se encuentra de este modo proyectada hacia el afuera (ni en la
pensión de Aminadab, ni en la ciudad de Le Très‐Haut, ni
en el “sanatorio” de Le dernir homme, ni en el apartamento de Au
moment voulu, se sabe lo que ocurre en el exterior, ni importa saberlo: se
está fuera de ese afuera que no está representado, pero sí insinuado
continuamente en la blancura de su ausencia, en la palidez de un recuerdo
abstracto, o todo lo más en la reverberación de la nieve a través de una
ventana). Una negligencia semejante no es, a decir verdad, más que la otra cara
del celo —de esa aplicación muda, injustificada, obstinada, a pesar de todos
los contratiempos, en dejarse atraer por la atracción, o más exactamente
(puesto que la atracción no tiene positividad) en ser en el vacío el movimiento
sin fin y sin móvil de la atracción misma. Klossowski tiene mil veces ra-zón al
subrayar que Henri, el personaje de Le Très‐Haut, se
llama “Sorge” (Inquie-tud), un nombre que sólo aparece citado dos o tres veces
en el texto.
¿Pero ese celo, está siempre despierto?
¿Acaso no perpetra un olvido —más fútil en apariencia, pero cuánto más decisivo
que el olvido masivo de toda una vida, de todos los afectos anteriores, de
todos los parentescos? Este camino que hace avanzar sin descanso al hombre
atraído ¿no es acaso, precisamente, la distracción y el error? ¿No hubiera sido
preferible “no moverse, quedarse quieto”, como se sugiere en varias ocasiones
en Celui qui ne m ‘accompagnait pas y en Le moment voulu? ¿Lo
propio del celo no es precisamente agobiarse con la propia inquietud, hacer
demasiadas cosas, multiplicar las gestiones, aturdirse con su terquedad, ir por
delante de la atracción, cuando precisamente la atracción no se dirige imperiosamente,
desde las profundidades de su retiro, más que a aquel que está retirado? Forma
parte de la esencia del celo el ser negligente, el creer que aquello que está
oculto es porque está en otra parte, que el pasado va a volver, que la ley le
concierne, que él es esperado, vigilado y acechado. ¿Quién sabrá nunca si
Thomas —tal vez habría que pensar aquí en el “incrédulo”— tuvo más fe que todos
los demás, hostigando su propia creencia, pidiendo ver y tocar? Pero lo que
tocó sobre un cuerpo de carne y hueso, ¿era lo que él buscaba cuando pedía una
presencia resucitada? ¿Acaso la iluminación que le transfigura no es tanto
sombra como luz? Lucie quizá no sea aquella que él buscaba; quizá debió
preguntar a aquel que le había sido impuesto por compañero; quizá, en lugar de
querer subir a los pisos superiores para encontrar a la improbable mujer que le
había sonreído, debió seguir el camino trillado, la pendiente más suave, y
abandonarse a las potencias vegetales de abajo. Tal vez no era él el llamado,
tal vez era otro el esperado.
Tanta incertidumbre, que hace del celo
y de la negligencia dos figuras indefinidamente reversibles, tiene su origen
sin duda en “la incuria que reina en la casa”. Negligencia más visible, más
disimulada, más equívoca, pero también más fundamental que cualquier otra. En
esta negligencia todo puede ser descifrado como señal intencionada, orden
secreta, espionaje o emboscada: tal vez los perezosos criados sean potencias
ocultas, tal vez la rueda de la fortuna distribuye la suerte escrita desde
tiempos inmemorables en los libros. Pero aquí no es el celo el que en-vuelve a
la negligencia como su indispensable parte de sombra, es la negligencia la que
permanece tan indiferente a todo aquello que puede ponerla de manifiesto o
disimularla, que con relación a ella cualquier gesto adquiere el valor de un
signo. Thomas fue llamado por negligencia: la abertura de la atracción forma
una sola y misma cosa con la negligencia que acoge a aquel que ella ha atraído;
la coacción que ejerce (y esta es la razón por la que es absoluta, y
absolutamente no recíproca) no es únicamente ciega; es ilusoria; no liga a
nadie, pues estaría ligada ella misma a ese lazo y no podría ser más la pura
atracción abierta. ¿Y cómo no iba a ser esencialmente negligente —dejando que
las cosas sean lo que son, dejando al tiempo pasar y volver atrás, dejando a
los hombres avanzar a su encuentro—, puesto que ella es el afuera infinito,
puesto que no hay nada que recaiga fuera de ella, puesto que ella desata, en
una pura dispersión, todas las figuras de la interioridad?
Se es atraído en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza; y
esta es la razón por la que era necesario que el celo consistiese en ser
negligente con esta negligencia, se convirtiese a sí mismo en inquietud
valientemente negligente, avanzase hacia la luz en la negligencia de la sombra,
hasta el momento en que descubre que la luz no es más que negligencia, puro afuera
equivalente a la noche que dispersa, como una vela que soplase el celo
negligente que ella misma había atraído.
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