Adentrándonos nuevamente en la reflexión filosófica, les proponemos la lectura de este texto escrito por Michel Foucault, dedicado a Maurice Blanchot, aparecido en el n° 229 de Critique en junio de 1966, llamado: El pensamiento del afuera. Esperamos sea de su total agrado.
El texto consta de 8 capítulos, todos breves, los cuales publicaremos en cuatro (4) entradas de dos (2) capítulos cada una.
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1. MIENTO,
HABLO
La
verdad griega se estremeció, antiguamente, ante esta sola afirmación: “miento”.
“Hablo” pone a prueba toda la ficción moderna.
Estas
dos afirmaciones, a decir verdad, no tienen el mismo peso. Ya se sabe que el
argumento de Epiménides puede refutarse si se distingue, en el interior de un
discurso que gira artificiosamente sobre sí mismo, dos proposiciones, de las
cuales la una es objeto de la otra. La configuración gramatical de la paradoja
(sobre todo si está urdida en la simple forma de “miento”) por más que trate de
esquivar esta esencial dualidad, no puede suprimirla. Toda proposición debe ser
de un “tipo” superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de
recurrencia de la proposición-objeto a aquella que la designa, que la
sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida por el
contenido de su afirmación, que pueda estar mintiendo al hablar de la mentira
—todo esto es menos un obstáculo lógico insuperable que la consecuencia de un
hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo que aquel del que se habla.
En el momento en que
pronuncio lisa y llanamente “hablo”, no me encuentro amenazado por ninguno de
esos peligros; y las dos proposiciones que encierra ese único enunciado
(“hablo” y “digo que hablo”) no se comprometen una a la otra en absoluto. Estoy
a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la afirmación se afirma,
ajustándose exactamente a sí misma, sin desbordar sobre ningún margen y
conjurando toda posibilidad de error, puesto que no digo nada más que el hecho
de que hablo. La proposición-objeto y aquella que la enuncia se comunican sin
ningún obstáculo ni reticencia, no sólo por el lado de la palabra de que se
trata, sino también por el lado del sujeto que articula esta palabra. Es por
tanto verdad, irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo.
Pero podría ocurrir que las
cosas no fueran tan simples. Si bien la posición formal del “hablo” no plantea
ningún problema específico, su sentido, a pesar de su aparente claridad, abre
un abanico de cuestiones quizá ilimitado. “Hablo” en efecto se refiere a un
discurso que, a la vez que le ofrece un objeto, le sirve de so-porte. Ahora
bien, este discurso está ausente; el “hablo” no es dueño de su soberanía más
que en la ausencia de cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no
preexiste a la desnudez enunciada en el momento en que digo “hablo”; y desaparece en el mismo instante en que me callo. Toda posibilidad
de lenguaje se encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje
se produce. El desierto es su elemento. ¿A qué extrema sutileza, a qué punto singular
y tenue, llegaría un lenguaje que quisiera reivindicarse en la despojada forma
del “hablo”? A menos, precisamente, que el vacío en que se manifiesta la
exigüidad sin contenido del “hablo” no sea una abertura absoluta por donde el
lenguaje puede propagarse al infinito, mientras el sujeto —el “yo” que habla—
se fragmenta, se desparrama y se dispersa hasta desaparecer en este espacio
desnudo. Si en efecto el lenguaje sólo tiene lugar en la soberanía solitaria
del “hablo”, nada tiene derecho a limitarlo, —ni aquel al que se dirige, ni la
verdad de lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que
utiliza; en una palabra, ya no es discurso ni comunicación de un sentido, sino
exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y el
sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que lo detenta,
que afirma y juzga mediante él, representándose a veces bajo una forma
gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia en cuyo vacío se
prolonga sin des-canso el derramamiento indefinido del lenguaje.
Se acostumbra creer que la literatura
moderna se caracteriza por un redobla-miento que le permitiría designarse a sí
misma; en esta autorreferencia, habría encontrado el medio a la vez de
interiorizarse al máximo (de no ser más que el enunciado de sí misma) y de
manifestarse en el signo refulgente de su lejana existencia. De hecho, el
acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se entiende
por “literatura” no pertenece al orden de la interiorización más que para una
mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito al “afuera”: el lenguaje
escapa al modo de ser del discurso —es decir, a la dinastía de la
representación—, y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma,
formando una red en la que cada punto, distinto de los demás, a distancia
incluso de los más próximos, se sitúa por relación a todos los otros en un
espacio que los contiene y los separa al mismo tiempo. La literatura no es el
lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente
manifestación, es el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo; y si este
ponerse “fuera de sí mismo”, pone al descubierto su propio ser, esta claridad
repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que un
retomo de los signos sobre sí mismos. El “sujeto” de la literatura (aquel que
habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su
positividad, cuanto el vacío en que se encuentra su espacio cuando se enuncia
en la desnudez del “hablo”.
Este espacio neutro es el que
caracteriza en nuestros días a la ficción occidental (y esta es la razón por la
que ya no es ni una mitología ni una retórica). Ahora bien, lo que hace que sea
tan necesario pensar esta ficción —cuando antigua-mente de lo que se trataba
era de pensar la verdad—, es que el “hablo” funciona como a contrapelo del
“pienso”. Éste conducía en efecto a la certidumbre indudable del Yo y de su
existencia; aquél, por el contrario, aleja, dispersa, borra esta existencia y
no conserva de ella más que su emplazamiento vacío. El pensamiento del
pensamiento, toda una tradición más antigua todavía que la filosofía nos ha
enseñado que nos conducía a la interioridad más profunda. La palabra de la
palabra nos conduce por la literatura, pero quizás también por otros caminos, a
ese afuera donde desaparece el sujeto que habla. Sin duda es por esta razón por
lo que la reflexión occidental no se ha decidido durante tanto tiempo a pensar
el ser del lenguaje: como si presintiera el peligro que haría correr a la
evidencia del “existo” la experiencia desnuda del lenguaje.
2. LA EXPERIENCIA
DEL AFUERA
La transición hacia un lenguaje en que
el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal vez sin
recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la consciencia de sí en
su identidad, es hoy en día una experiencia que se anuncia en diferentes puntos
de la cultura: en el mínimo gesto de escribir como en las tentativas por formalizar
el lenguaje, en el estudio de los mitos y en el psicoanálisis, en la búsqueda
incluso de ese Logos que es algo así como el acta de nacimiento de toda la
razón occidental. Nos encontramos, de repente, ante una abertura que durante
mucho tiempo se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo
más que en la desaparición del sujeto. ¿Cómo tener acceso a esta extraña
relación? Tal vez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura
occidental no ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad todavía
incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda subjetividad para
hacer surgir como del exterior sus límites, enunciar su fin, hacer brillar su
dispersión y no obtener más que su irrefutable ausencia, y que al mismo tiempo
se mantiene en el umbral de toda positividad, no tanto para extraer su
fundamento o su justificación, cuanto para encontrar el espacio en que se
despliega, el vacío que le sirve de lugar, la distancia en que se constituye y
en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus
certidumbres inmediatas, —este pensamiento, con relación a la interioridad de
nuestra reflexión filosófica y con relación a la positividad de nuestro saber,
constituye lo que podríamos llamar en una palabra “el pensamiento del afuera”.
Algún día habrá que tratar de definir
las formas y las categorías fundamentales de este “pensamiento del afuera”.
Habrá, también, que esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por
buscar de dónde proviene y qué dirección lleva. Podría muy bien suponerse que
tiene su origen en aquel pensamiento místico que, desde los textos del
Seudo-Dionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo: quizá
se haya mantenido, durante un milenio más o menos, bajo las formas de una
teología negativa. Sin embargo, nada menos seguro: pues si en una experiencia
semejante de lo que se trata es de ponerse “fuera de sí”, es para volverse a
encontrar al final, envolverse y recogerse en la interioridad resplandeciente
de un pensamiento que es de pleno derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto,
incluso si es, más allá de todo lenguaje, silencio, más allá de todo ser, nada.
Es menos aventurado suponer que la
primera desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abre paso hacia
nosotros, es, paradójicamente, en el monólogo insistente de Sade. En la época
de Kant y de Hegel, en un momento en que la interiorización de la ley de la
historia y del mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental
como sin duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin
ley del mundo, más que la desnudez del deseo. Es por la misma época cuando en
la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de los dioses
y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar, sin duda hasta el
infinito, la enigmática ayuda que proviene de la “ausencia de Dios”. ¿Podría
decirse sin exagerar que en el mismo momento, uno por haber puesto al desnudo
al deseo en el murmullo infinito del discurso, y el otro por haber descubierto
el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perderse,
Sade y Hölderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero,
aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia que
debió permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no había penetra-do
todavía en el espesor de nuestra cultura, sino flotante, extraña, como exterior
a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en que se estaba formulando, de
la manera más imperiosa, la exigencia de interiorizar el mundo, de suprimir las
alienaciones, de rebasar el falaz momento de la Ent‐äusserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de recuperar en la
tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos.
Así pues, fue esta experiencia la que
reapareció en la segunda mitad del siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje,
convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él
como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del
afuera: en Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está
ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas
generales desde Schiegel), sino a aquellos que, apropiándose del discurso,
detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el lenguaje aparece como
el ocio de aquello que nombra, pero más aún —desde Igitur hasta la
teatralidad autónoma y aleatoria del Libro— como el movimiento en el que
desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo el lenguaje discursivo está
llamado a desatarse en la violencia del cuerpo y del grito, y que el
pensamiento, abandonando la interioridad salmodiante de la conciencia, deviene
energía material, sufrimiento de la carne, persecución y desgarramiento del
sujeto mismo; en Bataille, cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de
la contradicción o del inconsciente, deviene discurso del límite, de la
subjetividad quebrantada, de la transgresión; en Klossowski, con la experiencia
del doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación teatral y
demente del Yo.
De este pensamiento, Blanchot tal vez
no sea solamente uno más de sus testigos. Cuanto más se retire en la
manifestación de su obra, cuanto más esté, no ya oculto por sus textos, sino
ausente de su existencia y ausente por la fuerza maravillosa de su existencia,
tanto más representa para nosotros este pensamiento mismo —la presencia real,
absolutamente lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley
inevitable, el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.
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