domingo, 14 de diciembre de 2014

SAMUEL BECKETT - POEMAS






al llegar la noche en que el alma 
iba a serle reclamada 
he aquí que al no aguantarse 
la entregó una hora antes 


***

escúchalas 
sumarse 
las palabras 
a las palabras 
sin palabra 
los pasos 
a los pasos 
uno a 
uno 


***

imagina si esto 
si un día esto 
un día feliz 
imagina 
si un día 
un día feliz esto 
se acabara 
imagina 

***

las ganas cada día 
de estar vivo un día más 
claro que no sin el pesar 
de haber nacido un día 


***

noche que tanto haces 
que imploremos el alba 
por favor noche 
cae 


***

sábado un respiro 
no reír más 
desde la medianoche 
hasta la medianoche 
no llorar 


***

silencio como el que existió 
antes ya nunca más existirá 
por el murmullo desgarrado 
de una palabra sin pasado 
por haber dicho demasiado no pudiendo más 
jurando no volver a callar 


***

viejo ir 
viejas paradas 
ir 
ausente 
ausente 
detenerse 

martes, 9 de septiembre de 2014

EL DESPERTAR - ALEJANDRA PIZARNIK

EL DESPERTAR
                                               A León Ostrov


Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios

Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones que man palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos

Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada

Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es o nunca jamás o simplemente fue
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?

¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde

Señor
Arroja los féretros de mi sangre

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas del sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo

miércoles, 13 de agosto de 2014

EL CORAZÓN DELATOR - EDGAR ALLAN POE

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El corazón delator 

Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. 

Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN



jueves, 24 de julio de 2014

EDGAR ALLAN POE - ELEONORA


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Eleonora

Edgar Allan Poe  



Sub conservatione formæ specifícæ salva anima.
(Raimundo Lulio)



Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».

Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.

La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.

Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.

Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios.

Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.

Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.

La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.

Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.

Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.

Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.

Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos.

Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.

Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.

Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.»

FIN

Traducción de Julio Cortázar


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RECUERDE:

CONVOCATORIA PERMANENTE

Queremos informarles que, a partir de la fecha, queda abierta la siguiente convocatoria:

-Poesía en prosa.

Ésta estará abierta hasta que haya material inédito suficiente para una publicación virtual e Impresa.

Condiciones para considerar su publicación:

1- Personas que no hayan tenido material publicado en Revista Kaosmot's.

2- Únicamente se tendrá en cuenta la poesía escrita en prosa.

3- El material enviado debe ser original e inédito.

4- Tener muchas ganas.

Para más información escribir al correo electrónico:  revistakaosmots@outlook.com 

miércoles, 4 de junio de 2014

CONVOCATORIA PERMANENTE

Queremos informarles que, a partir de la fecha, queda abierta la siguiente convocatoria:

-Poesía en prosa.

Ésta estará abierta hasta que haya material inédito suficiente para una publicación virtual e Impresa.

Condiciones para considerar su publicación:

1- Personas que no hayan tenido material publicado en Revista Kaosmot's.

2- Únicamente se tendrá en cuenta la poesía escrita en prosa.

3- El material enviado debe ser original e inédito.

4- Tener muchas ganas.

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lunes, 12 de mayo de 2014

OLGA OROZCO - PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA

“PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA”
                                                                  A Alejandra Pizarnik

Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos al terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran la legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplican a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo había un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacía pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devorados en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo de alba,
y esos labios exagües sorbiendo los venenos en la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se desgarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es el revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces es sus alas como un manto:
en el fondo de todo hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.



Olga Orozco (Toay, Provincia de La Pampa, Argentina)

martes, 8 de abril de 2014

MICHEL FOUCAULT - EL PENSAMIENTO DEL AFUERA - CAP 7 Y 8


7. EL COMPAÑERO


Ya desde los primeros síntomas de la atracción, en el momento en que apenas se dibuja la retirada del rostro deseado, en que apenas se distingue ya en el encabalgamiento del murmullo la firmeza de la voz solitaria, se produce algo así como un movimiento suave y violento a la vez que irrumpe en la interioridad, la pone fuera de sí dándole la vuelta y hace surgir a su lado —o más bien del lado de acá— la figura secundaria de un compañero siempre oculto, pero que se impone siempre con una evidencia imperturbable; un doble a distancia, una semejanza que nos hace frente. En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en el lugar mismo en que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y la posibilidad de su repliegue: surge una forma —menos que una forma, una especie de anonimato informe y obstinado— que desposee al sujeto de su identidad simple, lo vacía y lo divide en dos figuras gemelas aunque no superponibles, lo desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que es indisociablemente eco y denegación. Prestar oídos a la voz argentina de las sirenas, volverse hacia el rostro prohibido que hurta la mirada, no es únicamente saltarse la ley para afrontar la muerte, como tampoco abandonar el mundo ni el olvido de la apariencia, es sentir de repente crecer en uno mismo un desierto, al otro extremo del cual (aunque esta distancia sin medida es tan delgada como una línea) espejea un lenguaje sin sujeto asignable, una ley sin dios, un pro-nombre personal sin persona, un rostro sin expresión y sin ojos, un otro que es el mismo. ¿Es en este desgarramiento y en este lazo donde reside en secreto el principio de la atracción? En el momento en que uno pensaba estar fuera de sí atraído por una lejanía inaccesible, ¿no se trataba acaso, sencillamente, de esta sorda presencia que empujaba en la sombra con todo su fatal ímpetu? El afuera vacío de la atracción es tal vez idéntico a aquel otro, tan cercano, del doble. El compañero se-ría, entonces, la atracción en el colmo de su disimulo: disimulada puesto que se da como pura presencia cercana, obstinada, redundante, como una figura más; y disimulada también puesto que repele más que atrae, puesto que es necesario mantenerla a distancia, puesto que uno está continuamente en peligro de ser absorbido por ella y comprometido con ella en una confusión sin límites. De ahí que el compañero represente a la vez una exigencia desmesurada y un peso del que uno quisiera aligerarse; se está ligado a él irremediablemente por una familiaridad difícil de soportar y, sin embargo, habría que acercarse todavía más a él, hallar un vínculo con él que no sea ya esa ausencia de vínculo por la que uno está atado a él mediante la forma sin rostro de la ausencia.

Infinita reversibilidad de esta figura. Y ante todo ¿es el compañero un guía inconfesado, una ley manifiesta, aunque invisible como ley, o no consiste más que en una masa pesada, una inercia que entorpece, un sueño que amenaza con poner fin a toda vigilancia? Apenas entra en la casa donde le ha atraído un gesto esboza-do a medias, una sonrisa equívoca, Thomas recibe un extraño doble (¿se trata de aquel que, según el significado del título, ha sido “dado por el Señor”?): su rostro aparentemente herido no es más que el dibujo de un rostro tatuado sobre su rostro mismo, y a pesar de algunos rasgos rudimentarios conserva algo así como “el reflejo de una belleza antigua”. ¿Conoce, mejor que nadie, los secretos de la casa, como afirmará presuntuosamente al final de la novela? ¿Su necedad aparente no es más que la silenciosa espera de la pregunta? ¿Es guía o prisionero? ¿Pertenece a los poderes inaccesibles que dominan la casa, o no es más que un criado? Se llama Dom. Invisible y silencioso cada vez que Thomas habla con terceros, pronto desaparecerá por completo; pero de repente, cuando por fin Thomas ha conseguido entrar aparentemente en la casa, cuando cree haber encontrado el rostro y la voz que andaba buscando, cuando se le empieza a tratar como a un criado, Dom reaparece, detentando, pretendiendo detentar, la ley y la palabra: Thomas se equivocó al tener tan poca fe, al no interrogarle a él, que estaba allí para responder, al derrochar su celo buscando un acceso a los pisos superiores, cuando bastaba con dejarse llevar. Y a medida que se ahoga la voz de Thomas, Dom habla, reivindicando el derecho a hablar y a hablar para él. Todo el lenguaje se tambalea, y cuando Dom emplea la primera persona, es el lenguaje mismo de Thomas el que se pone a hablar sin él, por encima de ese vacío que deja, en una noche que comunica con el resplandeciente día, la estela de su visible ausencia.

El compañero está también, de una manera indisociable, lo más cerca y lo más lejos posible; en Le TrèsHaut, está representado por Dorte, el hombre de “abajo”; ajeno a la ley, ajeno al orden de la ciudad, representa la enfermedad en estado salvaje, la muerte misma diseminada a través de la vida; por oposición al Altísimo, él es el Ínfimo; y, sin embargo, se encuentra en la más obsesiva de las proximidades; es familiar sin comedimiento, pródigo en confidencias, presente con una presencia múltiple e inagotable; es el eterno vecino; su tos atraviesa puertas y paredes, su agonía resuena a través de toda la casa y, en este mundo en que la humedad resuma, en que las aguas suben por todas partes, he aquí que la carne misma de Dorte, su fiebre y su sudor, atraviesan el tabique y forman una mancha, del otro lado, en la habitación de Sorge. Cuando por fin muere, aullando, con una última transgresión, que no está muerto, su grito se queda en la mano que lo ahoga y vibrará indefinidamente en los dedos de Sorge; la carne de éste, sus huesos, su cuerpo, serán, durante mucho tiempo, esta muerte con el grito que la niega y la afirma.

Sin duda es en este movimiento, mediante el cual el lenguaje gira sobre su eje, donde se manifiesta de forma más exacta la esencia del compañero obstinado. No es, en efecto, un interlocutor privilegiado, cualquier otro sujeto hablante, sino el límite sin nombre contra el que viene a tropezar el lenguaje. Este límite todavía no tiene nada de positivo; es más bien el desmesurado fondo en el que el lenguaje se pierde continuamente, pero para volver idéntico a sí mismo, como si fuera el eco de otro discurso que dijera lo mismo, o de un mismo discurso que dijera otra cosa. “Aquel que no me acompañaba” no tiene nombre (y quiere mantenerse en este anonimato esencial); es un él sin rostro y sin mirada, no puede ver más que a través del lenguaje de otro que pone a las órdenes de su propia noche; se acerca así lo más posible a ese Yo que habla en primera persona y del que recupera las palabras y las frases en un vacío sin límites; y, sin embargo, nada lo une a él, una distancia des-mesurada los separa. Esta es la razón por la que aquel que dice Yo debe continua-mente acercarse a él para encontrar por fin ese compañero que no le acompaña o ligarse a él con un lazo lo suficientemente positivo como para poder ponerlo de manifiesto al desatarlo. Ningún pacto los mantiene atados y sin embargo están fuertemente ligados gracias a una constante interrogación (describa lo que está viendo; ¿qué está escribiendo ahora?) y al discurso ininterrumpido que pone de manifiesto la imposibilidad de una respuesta. Como si, en esta retirada, en este hueco que quizás no sea más que la irresistible erosión de la persona que habla, se liberara el espacio de un lenguaje neutro; entre el narrador y ese compañero indisociable que no le acompaña, a lo largo de esa delgada línea que los separa como separa también el Yo que habla del Él que él es en su ser hablado, se precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda palabra y de toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su reverberación de un instante, su fulgurante desaparición.


8. NI UNO NI OTRO


A pesar de algunas consonancias, estamos muy lejos aquí de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse para volverse a encontrar. Con su arrebato característico, la mística trata de alcanzar —aunque para ello tenga que atravesar su noche oscura— la positividad de una existencia entablando con ella una difícil comunicación. E incluso cuando esta existencia duda de sí misma, se abisma en el trabajo de su propia negatividad para retirarse indefinidamente en un día sin luz, en una noche sin sombra, en una pureza sin nombre, en una visibilidad sin obstáculo, no por ello es menos un abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que acoge lo mismo a la ley de una Palabra que a la superficie abierta del silencio; ya que según la forma de la experiencia, el silencio es el soplo inaudible, primero, desmesurado, de donde puede venir todo discurso manifiesto; o también, la palabra es el reino que tiene el poder de contenerse en la suspensión de un silencio.

Pero no es de nada de esto de lo que se trata en la experiencia del afuera. El movimiento de la atracción, la retirada del compañero, ponen al desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el goteo continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado por nadie: todo sujeto no representa más que un pliegue gramatical. Lenguaje que no se resuelve en ningún silencio: toda interrupción no forma más que una mancha blanca en este mantel sin costuras.
Abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse: se sabía desde Mallarmé que la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que habla: “decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… No hablan, no son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre”1. Es a este anonimato del lenguaje libera-do y abierto hacia su propia ausencia de límite al que conducen las experiencias que narra Blanchot; en este espacio murmurante encuentran menos su término que el lugar sin geografía de su posible repetición: por ejemplo, la cuestión, por fin serena, luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en el momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro estallido de la vana pro-mesa —”estoy hablando”— en Le TrèsHaut; o incluso, en las dos últimas páginas de Celui qui nem ‘accompagnait pas, la aparición de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre silencioso; o el primer contacto con las palabras de la última repetición al final de Le dernier homme.

El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que se ha formado nuestra consciencia de las palabras, del discurso, de la literatura. Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que como memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó también que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es más que rumor informe y fluido, su fuerza está en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera.
En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia contenidos que le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga lo más cerca posible de su ser, no se despliega más que en la pureza de la espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto, pues el objeto que viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla desaparecer. Y sin embargo tampoco es inmovilidad resigna-da sobre el propio terreno; tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera término ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso; no se encierra en ninguna interioridad; hasta sus más mínimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera. La espera no puede esperarse a sí misma al término de su propio pasado, no puede hechizarse con su paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este olvido, sin embargo, no hay que confundirlo ni con la disipación de la distracción, ni con el sueño en que se adormecería la vigilancia; está hecho de una vigilia tan despierta, tan lúcida, tan madrugadora que es más bien holganza de la noche y pura abertura a un día que no ha llegado todavía. En este sentido el olvido es la atención más extremada —tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera ofrecérsele; desde el momento en que está determinada, una forma es a la vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extraña y demasiado familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de la espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el olvido donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a aquello que sería radicalmente nuevo, sin punto de comparación ni de continuidad con nada (nove-dad de la espera fuera de sí y libre de todo pasado) y atención a aquello que sería lo más profundamente viejo (puesto que en las profundidades de sí misma la espera no ha dejado nunca de esperar).

En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo que borra toda significación determinada y la existencia misma de aquel que habla, en esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera así el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre deshecha del afuera; sirve para comunicar, o mejor aún deja ver en el relámpago de su oscilación indefinida, el origen y la muerte —su contacto de un instante mantenido en un espacio desmesurado. El puro afuera del origen, si es que es eso lo que el lenguaje espera recibir, no se fija jamás en una positividad inmóvil y penetrable; y el afuera continuamente reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por el olvido esencial al lenguaje, no plantea jamás el límite a partir del cual se dibujaría finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre otro; el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la muer-te da acceso indefinidamente a la repetición del comienzo. Y lo que es el lenguaje (no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo que es en su ser, es esta voz tan tenue, esta regresión tan imperceptible, esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro, que baña en una misma claridad neutra —día y noche a la vez—, el esfuerzo tardío del origen, la erosión temprana de la muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises encadenado, son el ser mismo del lenguaje.

Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si el lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la muerte, no hay una sola existencia que, en la mera afirmación del hablo, no incluya la promesa amenazadora de su propia desaparición, de su futura aparición. 

lunes, 31 de marzo de 2014

MICHEL FOUCAULT - EL PENSAMIENTO DEL AFUERA CAP 5 Y 6


5. ¿DÓNDE ESTÁ LA LEY, QUÉ HACE LA LEY? 


Ser negligente, ser atraído, es una manera de manifestar y de disimular la ley, —de manifestar el repliegue en que se disimula, de atraerla, por consiguiente, a la luz del día que la oculta.

Si estuviera presente en el fondo de uno mismo, la ley no sería ya la ley, sino la suave interioridad de la conciencia. Si por el contrario, estuviera presente en un texto, si fuera posible descifrarla entre las líneas de un libro, si pudiera ser consultado el registro, entonces tendría la solidez de las cosas exteriores: podría obedecérsela o desobedecérsela: ¿dónde estaría entonces su poder?, ¿qué fuerza o qué prestigio la haría venerable? De hecho, la presencia de la ley consiste en su disimulación. La ley, soberanamente, asedia las ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria, ella ya ha desplegado sus poderes: “La casa está siempre y en cada momento, en el estado que le conviene”.1 Las libertades que se toman no son capaces de interrumpirla; uno puede llegar a creer que se ha desentendido de ella, que observa desde fuera su aplicación; en el momento en que se cree estar leyendo de lejos los secretos válidos sólo para los demás, uno no puede estar más cerca de la ley, se la hace circular, se “contribuye a la aplicación de un decreto público”.2 Y, sin embargo, esta perpetua manifestación no ilumina jamás aquello que dice o aquello que quiere la ley: mucho más que el principio o la prescripción interna de las conductas, ella es el afuera que las envuelve, y por ahí las hace escapar a toda interioridad; es la no-che que las limita, el vacío que las cierne, devolviendo, a espaldas de todos, su singularidad a la gris monotonía de lo universal, y abriendo a su alrededor un espacio de malestar, de insatisfacción, de celo multiplicado.

De transgresión, también. ¿Cómo se podría conocer la ley y experimentarla realmente, cómo se podría obligarla a hacerse visible, a ejercer abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara, si no se la acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente siempre más allá, en dirección al afuera donde ella se encuentra cada vez más retirada? ¿Cómo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del castigo, que no es después de todo más que la ley infringida, furiosa, fuera de sí? Pero si el castigo pudiera ser provocado por la sola arbitrariedad de aquellos que violan la ley, ésta estaría a su disposición: podrían tocarla y hacerla aparecer a su capricho: serían dueños de su sombra y de su claridad. Por esta razón la transgresión puede perfectamente proponerse infringir la prohibición tratando de atraerse a la ley; de hecho se deja siempre atraer por el recelo esencial de la ley; se acerca obstinadamente a la abertura de una invisibilidad de la que nunca sale triunfante; localmente, se empeña en hacer aparecer la ley para poderla venerar y deslumbrarla con su luminoso rostro; no hace otra cosa más que reforzarla en su debilidad, —en esa volubilidad de la noche, que es su irresistible, su impalpable substancia. La ley es esa sombra hacia la que necesariamente se dirige cada gesto en la medida en que ella es la sombra misma del gesto que se insinúa. Por ambas partes de la invisibilidad de la ley, Aminadab y Le TrèsHaut forman un díptico. En la primera de estas novelas, la extraña pensión en la que Thomas ha penetrado (atraído, llamado, elegido tal vez, aunque no sin haber sido obligado antes a franquear otros tantos lugares prohibidos), parece estar sometida a una ley que se des-conoce: su proximidad y su ausencia están continuamente recordadas por puertas ilícitas y abiertas, por la gran rueda que distribuye las suertes indescifrables o en blanco, por el hundimiento de un piso superior, de donde había provenido la llamada, de donde provienen las órdenes anónimas, pero donde nadie ha conseguido tener acceso; el día en que algunos pretendieron violar la ley en su guarida, se encontraron a la vez con la monotonía del lugar donde se hallaban, con la violencia, la sangre, la muerte, el derrumbamiento, en fin, la resignación, la desesperación, y la desaparición voluntaria, fatal, en el afuera: pues el afuera de la ley es tan inaccesible que cuando se quiere superarlo y penetrar en él se está abocado, no ya al castigo que sería la ley finalmente violada, sino al afuera de ese afuera mismo —a un olvido más profundo que todos los demás. En cuanto a los “criados”, —a aquellos que por oposición a los “pensionistas” son “de la casa” y que, guardianes y sirvientes deben representar la ley tanto para aplicarla como para someterse silenciosamente a ella —nadie sabe, ni siquiera ellos, a qué sirven (la ley de la casa o la voluntad de los huéspedes); se ignora incluso si no serán pensionistas convertidos en sirvientes; son a la vez el celo y el descuido, la embriaguez y la educación, el sueño y la incansable actividad, el rostro gemelo de la maldad y de la solicitud: aquello en lo que se disimula el disimulo y aquello que lo manifiesta.

En Le TrèsHaut, es la ley misma (en cierto modo el piso superior de Aminadab, en su monótona semejanza, en su exacta identidad con los demás) la que se manifiesta en su esencial disimulo. Sorge (la “inquietud” de la ley: aquella que se experimenta con respecto a la ley y aquella de la ley con respecto a aquellos a los que se aplica, incluso y sobre todo si quieren escapar a ella), Henri Sorge es funcionario: se le contrata en el Ayuntamiento en las oficinas de estado civil; no es más que un eslabón, ínfimo sin duda, en ese organismo extraño que hace de las existencias individuales una institución; él es la forma primera de la ley, puesto que él transforma todo nacimiento en archivo. Ahora bien, de pronto abandona su tarea (¿pero se trata en realidad de un abandono? Tiene un permiso, que prolonga, sin autorización, es cierto, pero con la complicidad de la administración que le facilita implícitamente esta esencial ociosidad); es suficiente con esta casi jubilación —¿se trata de una causa o de un efecto?— para que todas las existencias se desordenen y que la muerte inaugure un reino que ya no es aquél, clasificador, del estado civil, sino el desordenado, contagioso, anónimo, de la epidemia; no se trata de una verdadera muerte, con fallecimiento y acta de defunción, sino de un osario confuso donde ya no se sabe quién es el enfermo y quién el médico, quién el guardián y quién la víctima, si es una prisión o un hospital, una zona inmunizada o una fortaleza del mal. Se han roto las barreras y todo se desborda: estamos bajo la tiranía de las aguas que suben, el reino de la humedad sospechosa, de las filtraciones, de los abscesos, de los vómitos; las individualidades se disuelven; los cuerpos sudorosos se derriten contra las paredes; gritos interminables se escuchan a través de los de-dos que tratan de ahogarlos. Y, a pesar de todo, cuando abandona el servicio del Estado donde él debía poner orden en la existencia del prójimo, Sorge no se pone fuera de la ley; la fuerza, por el contrario, a manifestarse en aquel lugar vacío que él acaba de abandonar; en el movimiento con el que borra su existencia singular y la sustrae a la universalidad de la ley, la exalta, la sirve, demuestra su perfección, la “obliga”, pero ligándola a su propia desaparición (lo que en un sentido es lo contrario de la existencia transgresiva tal y como Bouxx o Dorte dan ejemplo de ella); así pues, no es más que la ley misma.

Pero la ley no puede responder a esta provocación más que con su propia retirada: no porque se repliegue en un silencio más profundo todavía, sino porque ella permanece en su inmovilidad idéntica. Uno puede precipitarse perfectamente en un vacío abierto: pueden muy bien formarse complots, extenderse rumores de sabotaje, los incendios, los asesinatos pueden muy bien ocupar el lugar del orden más ceremonioso; el orden de la ley no habrá sido jamás tan soberano, puesto que ahora abarca todo aquello que quiere derribarlo. Aquel que, contra ella, quiera fundar un orden nuevo, organizar una segunda policía, instituir otro Estado, se encontrará siempre con la acogida silenciosa e infinitamente complaciente de la ley. Ésta, a decir verdad, no cambia: ya ha descendido de una vez por todas a la tumba y ca-da una de sus formas no será más que una metamorfosis de aquella muerte que no llega nunca. Bajo una máscara transpuesta de la tragedia griega, —con una madre amenazadora y piadosa como Clytemnestra, un padre desaparecido, una hermana ofuscada por su duelo, un suegro todopoderoso y astuto—, Sorge es un Orestes su-miso, un Orestes inquieto por escapar a la ley para mejor someterse a ella. Obstinándose por vivir en el barrio apestado, es también el dios que acepta morir entre los hombres, pero que, no consiguiendo morir, deja vacante la promesa de la ley, liberando un silencio que desgarra el grito más hondo: ¿dónde está la ley?, ¿qué hace la ley? Y cuando, mediante una nueva metamorfosis o una nueva coincidencia con su propia identidad, es reconocido, nombrado, denunciado, venerado y escarnecido por la mujer que se parece extrañamente a su hermana, entonces él, el de-tentador de todos los nombres, se transforma en una cosa innombrable, una ausencia ausente, la presencia informe del vacío y el mudo horror de esta presencia. Pero tal vez esta muerte de Dios sea lo contrario de la muerte (la ignominia de una cosa fofa y viscosa que palpita eternamente); y el gesto que se esboza para matarla libera finalmente su lenguaje; un lenguaje que no tiene más que decir que el “Hablo, estoy hablando” de la ley, que se mantiene indefinidamente, por la sola proclamación de ese lenguaje, en el afuera de su mutismo.


6. EURÍDICE Y LAS SIRENAS


Tan pronto como se lo mira, el rostro de la ley se da media vuelta y entra en la sombra; en cuanto uno quiere oír sus palabras, no consigue oír más que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un canto futuro.

Las sirenas son la forma inasequible y prohibida de la voz atrayente. Ellas no son más que canto. Simple estela plateada sobre el mar, cresta de la ola, gruta abierta en los acantilados, playa de blancura inmaculada, ¿qué otra cosa pueden ser, en su ser mismo, sino la pura llamada, el grato vacío de la escucha, de la atención, de la invitación al descanso? Su música es todo lo contrario de un himno: ninguna presencia brilla en sus palabras inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía. Y seducen no tanto por lo que dejan oír, cuanto por lo que brilla en la lejanía de sus palabras, el porvenir de lo que están diciendo. Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que promete que será ese canto. Ahora bien, lo que las sirenas prometen cantar a Ulises, es el pasado de sus propias hazañas, transformadas para el futuro en poema: “Conocemos las penalidades, todas las penalidades que los dioses en los campos de Tróade infligieron a los pueblos de Argos y de Troya”. Singular ofrecimiento, el canto no es más que la atracción del canto, y no promete al héroe más que la repetición de aquello que ya ha vivido, conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo. Promesa a la vez falaz y verídica. Miente, puesto que todos aquellos que se dejarán seducir y dirigirán sus navíos hacia las playas, no encontrarán más que la muerte. Pero dice la verdad, puesto que es a través de la muerte como el canto podrá elevarse y contar al infinito la aventura de los héroes. Y, sin embargo, este canto puro —tan puro que no dice otra cosa que su recelo insaciable— hay que renunciar a escucharlo, taponarse los oídos, atravesarlo como si estuviera sordo, para continuar viviendo y poder así comenzar a cantar; o mejor aún, para que nazca el relato que no morirá nunca, hay que estar a la escucha, pero permanecer al pie del mástil, atado de pies y manos, vencer todo deseo mediante una astucia que se violenta a sí misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo en el umbral del atrayente abismo, y volverse a encontrar finalmente más allá del canto, como si se hubiera atravesado vivo, la muerte, pero para restituirla en un segundo lenguaje.

Enfrente, la figura de Eurídice. Aparentemente, es todo lo contrario, puesto que debe ser recobrada de la sombra por la melodía de un canto capaz de seducir y adormecer a la muerte, ya que el héroe no ha sabido resistir al poder de encanta-miento que ella posee y del que ella misma será la víctima más triste. No obstante, ella es un pariente cercano de las Sirenas: lo mismo que éstas no cantan más que el futuro de un canto, Eurídice no deja ver más que la promesa de un rostro. Orfeo bien pudo aplacar los ladridos de los perros y seducir a las potencias nefastas: pero en el camino de regreso se hubiera tenido que encadenar lo mismo que Ulises y no hubiera sido menos insensible que sus marineros; de hecho ha sido, en una sola persona, el héroe y su tripulación: le ha inquietado el deseo prohibido y se ha desatado con sus propias manos, dejando que se desvaneciera en la sombra el rostro invisible, lo mismo que Ulises dejó que se perdiera en las olas el canto que no llegó a escuchar. Sólo entonces, tanto para uno como para el otro, se libera la voz: para Ulises, con la salvación, se hace posible el relato de la maravillosa aventura; para Orfeo, es la pérdida absoluta, las lamentaciones eternas. Pero es posible que bajo el relato triunfante de Ulises perdure una queja sorda, por no haber escuchado mejor y durante más tiempo, por no haberse zambullido más cerca de la admirable voz que, tal vez, iba a producir el canto. Y, bajo las lamentaciones de Orfeo, resplandece la gloria de haber visto, menos que un instante, el rostro inaccesible, en el momento mismo en que se volvía y penetraba en la noche: himno a la claridad sin lugar y sin nombre.

Estas dos figuras se encabalgan profundamente en la obra de Blanchot. Hay relatos que están consagrados, como L ‘arrêt de mort, a la mirada de Orfeo: a esa mi-rada que, en el umbral vacilante de la muerte, va en busca de la presencia oculta, intentando devolverla, en imagen, a la luz del día, pero no conserva de ella más que la nada, en la que el poema precisamente puede manifestarse. Orfeo, sin embargo, aquí no ha llegado a ver el rostro de Eurídice en el movimiento que lo oculta y lo vuelve invisible: ha podido contemplarlo de frente, ha visto con sus propios ojos la mirada abierta de la muerte, “la más terrible que un ser vivo pueda sopor-tar”. Y es esa mirada, o mejor aún, la mirada del narrador sobre esa mirada, la que libera un extraordinario poder de atracción; es ella la que, a mitad de la noche, hace surgir una segunda mujer en una estupefacción cautiva para imponerle final-mente la mascarilla de escayola donde podrá contemplarse “cara a cara aquello que va a vivir por toda la eternidad”. La mirada de Orfeo ha recibido el poder mor-tal que cantaba en la voz de las sirenas. Del mismo modo, el narrador de Le moment voulu viene a buscar a Judith al lugar prohibido en que está encerrada; contra toda previsión, la encuentra sin dificultad, como una Eurídice demasiado cercana que viniera a ofrecerse en un retomo imposible y feliz. Pero detrás de ella, la figura que la vigila y a la que él acaba de arrancársela es menos la diosa inflexible y sombría que una pura voz “indiferente y neutra, escondida en una región vocal donde se despoja tan completamente de todas las perfecciones superfinas que parece priva-da de sí misma: justa, pero de una manera que recuerda a la justicia cuando se entrega a todas las fatalidades negativas.”1 Esta voz que “canta sin palabras” y que deja oír tan poco ¿no es acaso la de las sirenas, de las que toda su seducción consiste en el vacío que abren, en la inmovilidad fascinante que provocan en aquellos que las escuchan?