viernes, 14 de junio de 2013

UNA REELABORACIÓN DE LA TRADUCCIÓN DE "EL AMOR DE UN SER MORTAL"

Vistas las innumerables discrepancias de los especialistas en el tema sobre la traducción inicial, uno de aquellos reelaboró una traducción de la misma, éste es el resultado:




EL AMOR DE UN SER MORTAL[1]
Georges Bataille


Traducción de Andrés Ramírez, reelaborada por Gerardo Córdoba O.

Tomado de: BATAILLE, GEORGES. Annexes “4. L’amour d’un être mortel”, Oeuvres Complètes, T. VIII, 1976 p. 496 – 503.


    La reflexión de la cual el amor es el objeto es ante todo la más decepcionante. Es que en la persona del ser amado, un amor auténtico propone al espíritu muchos motivos de enceguecimiento. A menudo, la reflexión a sangre fría sustituye con una mezquina verdad la visión de la fiebre. El amor divino es el único que se encuentra al abrigo de tan grandes fracasos: la trascendencia de una verdad sobrenatural le eleva sobre las nimias miserias que empañan el esplendor del ser amado. Para el conjunto de los hombres, —quienes no le aman— este no podría, por otra parte, más que pretender abusivamente al valor soberano que le atribuyo, y sin el cual no lo habría amado. Así la reflexión profunda sobre el amor es ante todo desencanto. Todo amor enloquecido sería prueba de ingenuidad, y la lección de la sabiduría es el desprecio.
    A decir verdad, el amor humano es la paradoja más chocante. El ser elegido lo es siempre en razón de un valor que él no tiene, puesto que él no lo tiene más que para el amante. De parte de los amantes esta negación de lo que ellos no son, esta reducción del universo a lo que ellos son, tienen el sentido de un grosero desprecio. Pero voy a esforzarme en mostrar que para una reflexión “sin medida”, este escándalo es una vía de la verdad.


I

    Puedo representarme al hombre abierto desde los tiempos más antiguos en la posibilidad del amor individual. Me basta imaginar el aflojamiento hipócrita del lazo social. La preocupación dominante de las subsistencias, que nosotros imputamos tan fácilmente a los primeros hombres, ¿habría sido tan contraria al desorden de los sentimientos como a los múltiples caprichos que agitan los pueblos más simples? Pero de la forma que sea, incluso fue ligado al matrimonio, el amor tuvo siempre un sentido de transgresión. ¿Qué es el matrimonio, sino una violación ritual de lo prohibido patente en la unión sexual? Del mismo modo el sacrificio es una violación prescrita de lo prohibido de matar. Si el amor individual no es en él mismo opuesto a la sociedad, los amantes no pueden concordar con un orden de cosas que les ignora (o les incrimina) y tiene por una futilidad (o una amenaza) al sentimiento que les domina. En esas condiciones difíciles, los trastornos y el horror silencioso del abrazo tienen a los ojos de los amantes, incluso repugnantes, el valor de vergonzosos emblemas del amor que les opone a todos los demás. Los amantes han recurrido a la hechicería, de la cual aman los sortilegios y los filtros, y como los hechiceros, están del lado de los ángeles malvados.
    Nada es más contrario a la imagen del ser amado que la del Estado, cuya razón se opone al valor soberano del amor. Parece bien, a primera vista, que el Estado oponga su verdad universal a la verdad particular de los amantes ¿Quién podría verdaderamente dudarlo? El individuo mortal no es nada y la paradoja del amor quiere que él se limite a la mentira que es el individuo. Solo el Estado (la Ciudad) asume, con razón, para nosotros, el sentido de un más allá del individuo, solo él es el detentador de esa verdad soberana que no altera ni la muerte, ni el error del interés privado. Pero esa no tiene el valor último que se le cree. El Estado no tiene en absoluto (o estaría perdido) el poder de abarcar delante de nosotros la totalidad del mundo: esta totalidad del universo, dada en un mismo movimiento —afuera, en el ser amado, como un objeto; adentro, en el amante, como sujeto— no es plenamente accesible a nosotros más que en el concordar del amor. Es solamente en el amor que un hombre, al arder, queda en seguida, silenciosamente, vuelto al universo.
    Yo no he dicho que el objeto del amor es el universo: el amante (el sujeto) quedaría entonces separado, distinto de ese objeto. Solo el ser amado sería para el otro el universo entero: este no es de lo que se trata. El ser amado no propone al amante abrirlo a la totalidad de lo que es más que abriéndose él mismo a su amor, una apertura ilimitada, no es dada más que en esa fusión, donde el objeto y el sujeto, el ser amado y el amante, cesan de ser en el mundo aisladamente –cesan de ser separados el uno del otro y del mundo, y son dos soplos en un solo viento.
    Jamás el Estado ni la Ciudad nos son dados de esta forma, en ese silencio de muerte en donde parece que nada es más. La comunidad no puede, en ninguna, medida nombrar ese impulso, verdaderamente loco, que entra en juego en la preferencia por un ser. Si nos consumimos de languidez, si nos arruinamos, o si, a veces nos damos la muerte, es que tal sentimiento de preferencia nos pone en espera de la prodigiosa disolución y del estallido que sería el abrazo acordado. Es que él es en la esencia del amor arder, lejos de adquirir, de prodigar los bienes y de perder aquellos que aman. Todo lleva, en la fiebre, a anticipar en el abrazo en un movimiento de pasión que consume. Y si el objeto de nuestro amor evoca la ruina, —el vano resplandor, la muerte— nada contribuye más a designarlo como el ser elegido. Al menos eso es así cuando el amante mismo nombra el amor, es él mismo un ser de lujo, y lo familiar de la muerte o de la ruina.
    Queda una posibilidad, ver una necesidad de compromiso. El juego del amor es tan abierto —auténtico, nos propone tan grandes peligros—, que la mayor parte del tiempo, tenemos miedo. Lo más frecuente es que nosotros no damos más que cortos instantes a la prodigalidad sin medida y a la fiebre. Sobre todo nosotros no nos acercamos más que tímidamente sobre esta vía verdaderamente sagrada, que encamina a través de los dominios de la angustia y del miedo. Por esta razón, nosotros no escogemos el ser amado más que a la medida de nuestros sentimientos de prudencia. Nosotros lo soñamos, como nosotros, lleno de una osadía que se lanza, pero solamente asegurando bien que ese bello movimiento será más bello que peligroso. Los amantes en sus juegos más riesgosos, blanquean los ojos. Esto sucede frecuentemente en la lealtad —y la malicia— de la inconsciencia, y vale más que los ademanes acompasados y las griterías dolorosas, donde se hace ostentación de los sentimientos más contrarios a la razón (esas maneras llamadas sordas contradicciones). La verdad es que nosotros tenemos, pase lo que pase, la dicha de encontrar (debemos encontrarla, si no por nosotros, por una “más grande gloria” del hombre, a la cual son consagrados esos grandes movimientos de la vida en nuestros cuerpos). Nosotros queremos, es cierto, que esa dicha sea peligrosa, pero hasta recusarla con actitudes amargas, o con impotentes rabias, hay demasiada pretensión. Febrilmente buscada, la desgracia, a los propios ojos del hombre febril, tiene algo de tan vista, —de tan penosamente dada a ver— que siempre, o casi, son descartadas las probabilidades de esa secreta coincidencia, sin la que los amantes no podrían alcanzar, súbita y seguramente, el turbio sentimiento de la totalidad que les embriaga.
    Es que el descubrimiento de una respuesta del amante hacia el ser amado, o del ser amado al amante, tiene el sentido profundo que requiere para ser asida la calma donde se busca la felicidad. Esta respuesta, en la inmensidad en que estamos aisladamente perdidos, es a nuestros ojos semejante a la paloma del arca: de repente, de una manera sutil, secreta e inasible, esta inmensidad en que nosotros estábamos solos nos dice: “Tu no sabías que yo estaba: escucha la voz que es la mía, que es tu voz, he aquí este ser que se adelanta hacia ti al salir de mi profundidad, y es su voz; tú le reconoces y él te reconoce, emergen todos dos de la noche donde mi infinitud les extravía, pero, encontrándose, se pierden: puesto que, lo saben, son el uno y el otro el eco, múltiple pero uno, que es mi secreto, como un vacío tan violento y tan dulcemente comunicable que nunca, desde ese día, su plenitud les faltará”. Hay una ironía casi loca en esas minuciosas coincidencias, que hacen responder la virilidad a la feminidad, un fuerte dulzor a una frágil violencia…, pero siempre una angustia a una angustia: la angustia del uno era el deseo que tenía del otro, el otro, surge como una respuesta a la angustia que le llama, no me fue dado más que por esa angustia y él dejará de ser la maravillosa respuesta que yo escucho, o que escuché, desde que el llamado cesará en mí.
    Esto muestra claramente que el amor no se eleva hacia la plenitud desmesurada del universo más que a condición de no quererla de un modo absoluto: ella supone, dada bajo una forma contingente, un carácter incompleto, y se comprueba que el complemento, que falta, tendrá él mismo una forma de azar. Exactamente es el azar lo que me aparta de lo que carezco, es el azar también lo que me lo entrega. Si la necesidad me lo hubiera entregado, yo no habría podido reconocerlo, porque no hay nada de necesario en mí y el amor me pide sin reserva ese abandono a la suerte. Él me pide de la misma forma sutil y poco inteligible, no buscarlo jamás en el frenesí: si él es demasiado grande, la turbación le es contraria, llama más bien a la calma. La verdad del amor exige también las violencias sin piedad del abrazo, pero ella no aparece más que por azar, en la transparencia del reposo. La imagen que más me viene a la mente es la de un lago, la de un objeto que no es jamás aislable como objeto, porque sus aguas fluyen y su superficie es el reflejo del cielo, sus fondos fangosos le dan el dulzor invisible que le vincula a la profundidad del suelo siguiendo el lento deslizamiento del planeta, sus bordes rocosos se borran en la luminosidad de los aires. Enteramente, la verdad del amor está suspendida en esos momentos de calma donde nosotros perdemos el límite.


II

    Lo que nos engaña sobre los amantes es la inestabilidad de su auténtico acuerdo. Nos equivocamos y, sin recelo, hablamos de esas formas residuales donde la intimidad de la cual he hablado cede el lugar a una vida de compromiso. Estos amantes reales viven en el mundo donde se unen también por ostentación. Si su acuerdo les pierde de la inmensidad del mundo, ellos proponen a los otros maravillarse de su gloria. Ellos no pueden resignarse a conocer solos esa felicidad cuyo límite es el universo. Pero no pueden proponerla para el reconocimiento más que a condición de alejarse. Ellos la desconocen por lo tanto, y ellos lo saben: es en la medida en que será reducida a sus elementos cognoscibles que su dicha —o su suerte soberana— puede ser reconocida. Los otros tienen por otro lado razón si rechazan admitir la verdad de eso, se engañarían si situaran lo que han asido más allá de los límites comunes. Estos amantes han tomado esos límites por su cuenta entrando en la ostentación, ellos se someten así a esos conjuntos de juicios que subordinan el ser a fines mezquinos, de reglas en la zona insignificante a la cual los objetos de pasión, el Estado y el ser amado, son resueltamente extraños. Ya, ellos juzgan de diferentes amantes como aceptan ser juzgados ellos mismos. Y la incoherencia ordinaria de esas actitudes, —que mantienen en un mundo utilitario principios de valor ligados al consumo (como son los bellos vestidos, la riqueza, la gloria), — acaba de rebajar su gran vuelo al nivel de su vanidad.
    En un sentido diferente, los juegos de los amantes tienen, sino por fin, por efecto, el nacimiento de hijos y la formación de una familia. Pero la unión que sobrevive en esas condiciones no es la misma que la primera. Ella deviene una sociedad de adquisiciones. Es una en razón del número de los hijos, y a menudo, es una en razón de la acumulación de las riquezas.
    El nacimiento de los hijos no puede ser reductible a la adquisición, pero sería vano confundir la pasión que junta a los amantes y los lazos que unen a los padres. La unión de dos amantes nunca es estable más que en apariencia: todo nos da a creer al contrario que ella nunca es dada en la duración: ella todavía es engañosa, no dura auténticamente más que a condición de renacer de una angustia que renace ella misma incesantemente del olvido.
    Lo que nosotros condenamos en el amor no revela pues, como lo creíamos, demasiado a menudo, la estrechez o la ausencia de horizonte; el amor individual es incluso, por excelencia, una manera de ser ilimitado, pero sucumbe siempre a la imposibilidad de no ser más que el relámpago entre dos nubes. Nunca está fijo, y las miserias con las cuales nosotros lo cargamos contienen esas uniones duraderas de las cuales no fue más que la ocasión. Lo que condenamos en el amor es así nuestra impotencia, y nunca lo posible que él abre.
    Lo más incómodo si nosotros queremos la verdad del amor, toca por otra parte menos esos encadenamientos en el mundo real que su hundimiento en las palabras. Los amantes hablan, y sus palabras trastornadas rebajan y agrandan al mismo tiempo el sentimiento que les mata. Pues ellos transfieren a la duración aquella verdad que se toma el tiempo de un relámpago.
    Pero no solamente los amantes hablan: la literatura sustituye la verdad del amor en un mundo ficticio, donde el amor liberado del orden real se encadena a los pesados modos de proceder de las palabras. La ventana abriente, de la noche de los objetos distintos, en el día de la ausencia de objetos nos pone en presencia de una simplicidad desprovista de forma y de modo, que el lenguaje no puede traducir, si no es con la ayuda de figuras poéticas o de negaciones. A la cual la literatura opone sus formas y modos, sus juramentos y sus gritos de convención, sus consagraciones calculadas. En ese gran silencio al que está consagrado el movimiento de nuestro corazón, no tenemos la fuerza de retenernos. Nosotros tenemos la debilidad de sustituir conveniencias, códigos, actitudes escogidas o leyes de la cortesía con la fuerza inmediata de los sentimientos. De tal modo que, frecuentemente, dudamos si la literatura responde a la verdad de los sentimientos, o los sentimientos responden a la literatura. Yo podría no amar más que para parecer ese héroe del que leo la historia, tanto decir en vista de obedecer a una convención. En ese sentido, si ella semeja la irrisión de ese objeto que es el amor más completo, la obra de Cervantes es también una manera de rebelión contra una tan clara profanación.
    Esta es una propuesta apenas más desarmante que la de ese profesor al decir, muy feamente, del amor: “esa invención francesa del S. XII”. Los franceses no inventaron más que un lenguaje y unas leyes, para unos fines que exigen el silencio y la ausencia de ley. Esos códigos de cortesía de los caballeros pueden ser derivados de las reglas de una sociedad de iniciados, pero la literatura fue su primera forma aprobada. Los iniciados (los caballeros) debían elegir una dama a la que ofrecían sus hazañas en homenaje. Se trataba, en las novelas, de aventuras tomadas de lo maravilloso (donde los hechiceros, los dragones, los rescates rodean a los amantes de un prestigio casi divino) pero se trataba en el mundo real de hazañas de guerreros y de proezas en los torneos. Los torneos eran el episodio de donde brotaban alegrías fastuosas: los caballeros combatían ritualmente bajo los ojos de la mujer elegida, a la cual consagraban sus justas (aún hoy, los matadores dedican de la misma forma el toro que enfrentan a su bella, sentada en la barrera[2]). La dama, ostenta unos atributos de riqueza provocante, asistía al combate como a una gala, de tal modo que aparentemente esos rituales tenían el sentido glorioso de una fiesta del amor individual.


III

    Tales fabricaciones servían menos en tanto que no traicionaban la espera angustiosa de los corazones. Debía aparecer en consecuencia que la comedia de los sentimientos, las coqueterías y las afectaciones del pudor, las actividades exageradas del temblor, y las zalamerías de una literatura de convención, daban la medida de la pasión que un ser mortal inspira. Aquello se ligaba a la certidumbre que el triunfo —la duración— reduciría la revelación abierta del amor al horizonte cerrado del mundo o de la familia. Además el deseo debía crecer para dar a la pasión un objeto más digno de su violencia. Los aspectos sórdidos del amor se añadían a ese carácter decepcionante para acabar el desencanto que está en el origen del amor enloquecido del hombre-Dios.
    El amor divino prolonga esa búsqueda del otro, sin la cual tenemos el sentimiento de estar incompletos, y cuyo abrazo es a veces la ocasión. Él la prolonga y justamente acaba de darle el sentido profundo que yo he representado: falta liberar el objeto de los elementos accidentales que subordinan el ser de carne a la base de la realidad, le hace falta volver a esa plena soberanía que no estaba revelada, un instante, en la pasión, más que para ser negada en la duración. Ya que la duración devuelve la cosa tangible al estado servil: cada cosa en la duración sirve a otra cosa.
    Pero nosotros podemos encontrar sin término medio que es el ser de carne lo que alcanzamos en la presencia donde la verdad complementaria del otro se revela. Lo podemos si arruinamos ese orden de cosas bien establecido que generalmente nos sirve en la realidad de los objetos, independiente de nosotros. Sufrimos, por este fin, por rechazar el favor de lo que nos sigue siendo extraño. Todo lo que —natural o profano— tiene figura de contingencia, nos lo niega: desde entonces la presencia general, y soberana, del ser elaborada lógicamente subsiste sola.
    Nosotros encontramos no obstante una dificultad en esta búsqueda: si no hacemos más que elaborarla lógicamente, la presencia de Dios no es sensible. Aún debemos tener la angustia, y hasta el horror, de lo que nos falta si permanecemos en la soledad, incompletos. La experiencia del Ser absoluto se prolonga en el horror de la nada, pero ni el Ser absoluto ni la nada nos son directamente sensibles. Podemos alejarnos de los seres de carne, pero no accedemos a los estados en que la totalidad de las cosas se revela para nosotros más que con la condición de percibirla a través de ellos, sensiblemente. Jamás el universo, o mejor “la inmensidad sin nombre”, nos es accesible más que por medio de una respuesta dada adecuadamente a la cuestión dada que nos constituye. La cuestión es tal o cual, y la respuesta debe siempre estar a su medida. No podemos desde luego sorprendernos si el lenguaje que brota de los labios del hombre en busca de Dios, lejos de ser el discurso de la teología, es el del amor humano. “Se sabe”, dice un creyente[3], “el rol que el Cantar de los cantares ha jugado en el lenguaje de los místicos. Y si se toma el Cantar en su sentido literal, no se puede menos que remarcar que está cargado de expresiones amorosas. Ahora bien, los místicos han visto en el Cantar la gramática más adecuada a los efectos del amor divino y no se han cansado de comentarlo, como si esas páginas tuvieran contenida la descripción anticipada de su experiencia”. Es que el ser de Dios se da en complemento con el del hombre, de la misma manera que el de la mujer que amamos. Y su divinidad obra sobre nosotros como la feminidad de la mujer. Pero la divinidad que nos responde, que es otra que nosotros, estaría también demasiado lejos de nosotros, si ella no fuera, sin embargo, la de un hombre, angustiado y sufriente, como nos angustiamos, como sufrimos. Es un ser de carne, y sangrante sobre la cruz, es el horror, muy humano, de la muerte y el sufrimiento que, en el desgarramiento de sus rodillas, el místico aprehende en el tiempo en que desfallece. Le es permitido ir más lejos. Ya que tiene a menudo el poder de hacer un vacío tan grande en él como la plena respuesta a ese vacío sea el Dios que jamás tiene forma ni modo. Pero no hemos ido más lejos que al comenzar por el principio. Jamás deberíamos olvidar que la efusión divina es cercana a la humana, que la precede. Esa no la disminuye de ninguna forma. Es más bien lo contrario lo que es verdad. Porque yo creo que nunca, en el instante, la efusión que reúne, en espíritu, dos seres de carne es menos profunda que aquella que eleva al fiel a Dios: y acaso el sentido del amor divino es darnos el presentimiento de la inmensidad contenida en el amor de un ser mortal. El amor humano es incluso más grande, si está en él no darnos la seguridad yendo más lejos que el instante mismo, y llamarnos siempre al irreparable desgarramiento.                                                                                  




[1] Aparecido inicialmente en: Botteghe Oscure, n° VIII, Nov. 1951, p. 105-115. Los editores de las Oeuvres Complètes dicen que se trata de una redacción previa de L’histoire de l’erotisme, cap. 6, I – II, T. VIII, 1976 p. 135 – 147. Y que en uno de los manuscritos aparece bajo el título: El triunfo del amor y no de la muerte.
[2] La barrera es la primera fila de asientos en la que se acomoda el público en la plaza de toros. A esos espectadores, lógicamente, jamás les va a alcanzar el toro, aunque salte al callejón. (N. de T.)
[3] Jean Guitton, en el Ensayo sobre el amor humano, p. 158-159.

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