CAP. VIII - X
Traducido por Margo Glantz
Ediciones Coyoacán, México D.F., 1994
Segunda edición, 1995
Título original:
Histoire de l’oeil , 1928
VIII-LOS
OJOS ABIERTOS DE LA MUERTA
Me
quedé de pronto desamparado ante ese descubrimiento inesperado. Simona también.
Marcela se adormecía a medias entre mis brazos; no sabíamos qué hacer. Tenía el
vestido levantado y podíamos ver su pelambre gris entre los listones rojos, al
final de sus largos muslos, a manera de extraordinaria alucinación en un mundo
tan frágil que parecía que de un soplo podía convertirnos en luz. No nos
atrevíamos a movernos y sólo deseábamos que esa inmovilidad irreal durase el
mayor tiempo posible y que Marcela se durmiese completamente.
Me
sentí recorrido por un deslumbramiento que me agotaba y no sé cómo hubiese
terminado todo si, de pronto, Simona no se hubiese movido suavemente; su mirada
turbia se detenía alternativamente sobre mis ojos o sobre la desnudez de
Marcela: abrió los muslos diciendo
en voz exhausta que no podía contenerse más.
Inundó
su ropa con una grande convulsión que acabó de desnudarla e hizo brotar un
chorro de semen entre mi pantalón.
Me
extendí sobre la hierba, con el cráneo apoyado en una gran piedra plana y los
ojos abiertos a la Vía Láctea, extraño boquete de esperma astral y de orina
celeste, que atravesaba la bóveda craneana formada por el círculo de las
constelaciones; esta rajadura abierta en la cima del cielo y compuesta
aparentemente de vapores de amoníaco, brillantes a causa de la inmensidad, en
el espacio vacío, se desgarraba absurdamente como un canto de gallo en medio
del silencio total; era un huevo, un ojo reventado o mi propio cráneo deslumbrado
y pesadamente pegado a la piedra proyectando hacia el infinito imágenes simétricas.
El repugnante grito del gallo coincidía en particular con mi propia vida: es
decir, ahora con el Cardenal, debido a la rajadura, al color rojo, a los gritos
inarmónicos que habían sido provocados en el armario y también porque a los
gallos se les degüella.
A
muchos el universo les parece honrado; las gentes honestas tienen los ojos
castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen
el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se
entregan ‘a los placeres de la carne’, lo hacen a condición de que sean
insípidos.
Pero
ya desde entonces no me cabía la menor duda: no amaba lo que se llama ‘los
placeres de la carne’ porque en general son siempre sosos; sólo amaba aquello
que se califica de ‘sucio’. No me satisfacía tampoco el libertinaje habitual,
porque ensucia sólo el desenfreno y deja intacto, de una manera u otra, algo
muy elevado y perfectamente puro. El libertinaje que yo conozco mancha no sólo
mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el
gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.
Asocio
la luna a la sangre de la vagina de las madres, de las hermanas, a las menstruaciones
de repugnante olor...
Amé
a Marcela sin llorar por ella. Si murió, murió por mi culpa. A pesar de que he
tenido pesadillas y a pesar de que he llegado a encerrarme durante horas en una
cueva, precisamente porque pienso en Marcela, estaría siempre dispuesto a
recomenzar, por ejemplo, a sumergirla boca abajo en la taza de un excusado,
mojándole los cabellos. Pero ha muerto y me veo reducido a ciertos hechos
catastróficos que me acercan a ella en el momento en que menos lo espero. Si no
fuera por eso, me sería imposible percibir la más mínima relación entre la
muerta y yo, lo que me produce durante la mayor parte de mis días un
aburrimiento inevitable.
Me
limitaré a consignar aquí que Marcela se colgó después de un accidente fatal.
Reconoció el gran armario normando y le castañetearon los dientes: de inmediato
comprendió al mirarme que el hombre a quien llamaba el Cardenal era yo, y como
se puso a dar alaridos, no hubo otra manera de acallarlos que salir del cuarto.
Cuando
Simona y yo regresamos, se había ahorcado en el armario...
Corté
la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la alfombra, Simona vio
que tenía una erección y empezó a masturbarme.
Me
extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo.
Simona
era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo
mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se
levantó y miró el cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en
ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a
Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me
hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos.
Miré a Simona
y recuerdo que lo único que me causó placer fue que empezara a hacer
porquerías; el cadáver la irritaba terriblemente, como si le fuese insoportable
constatar que ese ser parecido a ella ya no la sintiese; la irritaban sobre
todo los ojos. Era extraordinario que no se cerrasen cuando Simona inundaba su
rostro. Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más
desesperante. Todo lo que significa aburrimiento se liga para mí a esa ocasión,
y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso
no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de
complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más
absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida
en que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.
Que
Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburrimiento o, en rigor,
por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que
pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces.
Simona era incapaz de concebir la muerte cotidiana, que se mira por costumbre;
estaba angustiada y furiosa, pero no le tenía ningún respeto. Marcela nos pertenecía
de tal modo en nuestro aislamiento que no podíamos ver en ella una muerta como
las demás. Nada de aquello podía reducirse al rasero común, y los impulsos
contradictorios que nos gobernaban aquel día se neutralizaron cegándonos y, por
decirlo de algún modo, nos colocaron muy lejos de lo tangible, en un mundo
donde los gestos no tienen ya ningún peso, como voces en un espacio que careciese
totalmente de sonido.
IX-ANIMALES
OBSCENOS
Para
evitar las molestias de una investigación policíaca, nos fuimos de inmediato a
España, en donde Simona podía contar con el auxilio de un riquísimo inglés que
ya le había propuesto mantenerla y que, sin lugar a dudas, era la persona más
capaz de interesarse en nuestro caso. Abandonamos la quinta a mitad de la
noche. No fue difícil robar una barca, llegar a un punto alejado de la costa
española, quemarla allí totalmente, mediante dos latas de gasolina que habíamos
tenido la precaución de tomar de la cochera de la quinta. Durante el día Simona
me dejó escondido en un bosque para encontrarse con el inglés en San Sebastián.
Regresó al caer la noche, conduciendo un magnífico coche donde había valijas
llenas de ropa y de vestidos lujosos.
Simona
me dijo que Sir Edmond nos encontraría en Madrid; todo el día le había hecho las
más minuciosas preguntas sobre la muerte de Marcela, obligándola incluso a que
dibujase planos y un croquis.
Acabó
enviando a un criado a que comprase un maniquí de cera con peluca rubia y le
había pedido a Simona que orinara sobre la figura del maniquí tirado en el
suelo, sobre los ojos abiertos, en la misma posición en que ella había meado
sobre los ojos del cadáver: Durante todo ese tiempo Sir Edmond no había tocado
siquiera a la muchacha.
Después
del suicidio de Marcela, Simona había cambiado mucho; miraba al vacío y se
hubiera creído que pertenecía a otro mundo distinto del terrestre, donde todo
le aburría; sólo tenía apego a la vida durante los orgasmos, mucho menos
frecuentes, pero incomparablemente más violentos que antes. Eran tan distintos
de los goces corrientes como podía ser la risa de los salvajes frente a la de
los occidentales. Los salvajes ríen tan moderadamente como los blancos, pero
suelen tener accesos de risa durante los cuales todo su cuerpo se libera con violencia,
haciéndolos dar vueltas, agitar en el aire los brazos, sacudir el vientre, el
cuello y el pecho, cacareando con un ruido terrible.
Simona
empezaba por abrir los ojos, con inseguridad, ante alguna escena obscena y
triste...
Un
día, Sir Edmond hizo arrojar y encerrar en un chiquero muy angosto y sin
ventanas, a una pequeña y deliciosa puta de Madrid, que cayó en camisón corto
en una charca de estiércol líquido bajo las cochinas que gruñían. Una vez
cerrada la puerta, Simona hizo que yo la penetrara largo rato, con el culo en
el lodo, frente a la puerta, cuando lloviznaba, mientras Sir Edmond se
masturbaba.
Se
me escapó hipando, se cogió el culo con ambos manos, golpeando con la cabeza
contra el suelo, boca arriba; estuvo así unos segundos sin respirar, y con las
manos se abría con fuerza el sexo, encajándose las uñas; se desgarró de golpe y
se desencadenó por tierra como un ave degollada, hiriéndose con un ruido
terrible contra los herrajes de la puerta. Sir Edmond le ofreció su muñeca para
que se la mordiera y poder calmar el espasmo que seguía sacudiéndola; tenía el
rostro manchado de saliva y de sangre; después de esos accesos venía a colocarse
entre mis brazos; ponía su culo en mis grandes manos abiertas y permanecía
largo rato sin moverse, sin hablar, acurrucada como una niña, pero siempre
hosca.
Frente
a esos entremeses obscenos que Sir Edmond se ingeniaba en procurarnos, Simona
prefería las corridas de toros. Tres momentos le cautivaban en las corridas:
primero, cuando el animal sale del toril como bólido, semejante a una enorme
rata; segundo, cuando sus cuernos se hunden hasta el cráneo en el lomo de una
yegua; tercero, cuando la absurda yegua desventrada galopa a través del ruedo
coceando a contratiempo, para desparramar entre las patas un paquete de
entrañas de inmundos colores pálidos blanco, rosa y gris nacarado.
Muy
especialmente se conmovía cuando la vejiga reventada soltaba de golpe, sobre la
arena, un charco de orina de yegua.
Durante
toda la corrida permanecía angustiada, y su terror revelaba en el fondo un
irrefrenable deseo de ver al torero proyectado en el aire por una de las
monstruosas cornadas que el toro lanza a toda carrera, ciegamente, al vacío de
la capa de color. Hay que decir, además, que sin detenerse, incansable, el toro
pasa una y otra vez a través de la capa a un palmo de la línea erecta del
cuerpo, provocando la sensación de lanzamiento total y repetido, característica
del coito. La extrema proximidad de la muerte se siente del mismo modo en ambos
casos. Esos pases prodigiosos son raros y desencadenan un verdadero delirio en
los ruedos; es bien sabido que en esos patéticos momentos de la corrida, las
mujeres se masturban con el simple frotamiento de los muslos.
Hablando
de corridas, Sir Edmond le contó un día a Simona que hasta hacía muy poco era
costumbre de los españoles viriles —por lo general toreros aficionados si se
presentaba la ocasión— pedirle al conserje de la plaza los testículos asados
del primer toro. Se los hacían llevar a su asiento, en la primera fila, y los
comían mientras contemplaban morir a los siguientes toros. Simona se interesó
enormemente en el relato y, como al domingo siguiente íbamos a asistir a la
primera gran corrida de la temporada, pidió a Sir Edmond los testículos del primer
toro, exigiéndole que estuvieran crudos.
—Pero,
veamos, objetó Sir Edmond, ¿para qué los quiere crudos? ¿Se los va a comer así?
—Los
quiero tener delante de mí en un plato, contestó con determinación Simona.
X-EL
OJO DE GRANERO
El
7 de mayo de 1922, toreaban en la plaza de Madrid, La Rosa, Lalanda y Granero;
en España, los dos últimos eran considerados como los mejores matadores, y
Granero como superior a Lalanda. Acababa de cumplir veinte años y era ya muy
popular: bello, grande y de una simpleza todavía infantil. Simona se había
interesado vivamente por él, y excepcionalmente manifestó un verdadero placer
cuando Sir Edmond anunció que el célebre matador había aceptado cenar con
nosotros después de la corrida.
Granero
se diferenciaba de los otros matadores en que no tenía aspecto de carnicero,
sino de príncipe encantador, muy viril y de perfecta esbeltez. En este sentido,
el traje del torero destaca la línea recta, erguida y tiesa como un chorro cada
vez que el toro arremete junto al cuerpo
y porque, además, modela exactamente el culo.
El trozo de género encendido, la
espada centelleante el toro que agoniza, cuyo pelaje humea a causa del
sudor y de la sangre, producen la metamorfosis al liberar el aspecto más
fascinante del juego. Hay que añadir el tórrido cielo, particular de España,
que no es en absoluto coloreado y duro como se imagina: apenas perfectamente
solar, con una luminosidad brillante, blanda, caliente y turbia, a veces
irreal, a fuerza de sugerir la libertad de los sentidos debido a la intensidad
de la luz aunada al calor. Esa irrealidad extrema del brillo solar se liga
indisolutamente a lo ocurrido el siete de mayo. Los únicos objetos que he conservado
en mi vida son un abanico de papel redondo, medio amarillo y medio azul, que
Simona llevaba ese día, y un pequeño folleto ilustrado que relata los
acontecimientos con algunas fotografías. En un embarque que hice años después,
la pequeña valija que contenía esos recuerdos cayó al mar, de donde la sacó un
árabe con una pértiga, por lo que están en mal estado, pero los necesito para
poder vincular a un lugar geográfico, a una fecha precisa, aquello que en mi
imaginación es sólo una simple alucinación causada por la delicuescencia solar.
El
primer toro, cuyos testículos crudos esperaba Simona, era una especie de
monstruo negro cuya salida del toril fue tan fulminante que a pesar de los
esfuerzos y de los gritos destripó tres caballos antes de que nadie pudiese
poner orden en la lidia. Una de las veces, caballo y caballero fueron levantados
al aire y cayeron detrás de los cuernos con estrépito. Cuando Granero se acercó
al toro, empezó el combate con brío, entre un delirio de aclamaciones. El joven
envolvía a la bestia furiosa con su capa; cada vez que el toro se lanzaba
contra su cuerpo, se elevaba en una especie de espiral para evitar de cerca un
horrible choque. Por fin, mató al monstruo solar con limpieza: la bestia
enceguecida por el rojo género, con la espada hundida profundamente en el cuerpo
ya ensangrentado; una ovación delirante se produjo cuando el toro, con torpeza
de borracho, se arrodilló, cayendo con las patas al aire al tiempo que
expiraba.
Simona,
que había estado sentada junto a Sir Edmond y yo, contempló la matanza con una
exaltación por lo menos igual a la mía y no quiso volverse a sentar cuando
terminó la delirante ovación. Me tomó de la mano sin decir palabra y me llevó a
un patio exterior, al ruedo que apestaba a orines de caballo y de hombre,
debido al terrible calor.
Tomé
a Simona por el culo, ella agarrando mi verga erecta debajo del pantalón.
Entramos a los cagaderos hediondos, donde moscas sórdidas revoloteaban en torno
a un rayo de sol; allí, de pie, desnudando el culo de la joven, metí primero
mis dedos y luego el miembro viril en su carne babosa y color de sangre; entré
en esa caverna sanguinolenta mientras le manoseaba el culo, penetrándoselo con
mi huesoso dedo medio. La furia de nuestras bocas se unió en una tempestad de
saliva.
El
orgasmo del toro no es superior al que, quebrándonos los riñones, nos desgarró:
mi grueso miembro no retrocedió ni un palmo fuera de esa vulva, llena hasta el
fondo, saturada de semen.
La
fuerza de los latidos del corazón no se calmó en nuestros pechos, deseosos de
desnudarnos y tocarnos con las manos mojadas y enfebrecidas; Simona, con el
culo tan ávido como antes y yo, con la verga obstinadamente erecta, regresamos
juntos a la primera fila. Cuando llegamos a nuestro lugar, cerca de Sir Edmond,
a pleno sol y en el sitio de mi amiga, encontramos un plato blanco con los
testículos pelados; aquellas glándulas de grosor y forma de un huevo y de
blancura nacarada, sonrosada apenas, eran idénticos al globo ocular: acababan de
quitárselos al primer toro, de pelaje negro y en cuyo cuerpo Granero había
hundido la espada.
—Son
los testículos crudos, comentó Sir Edmond con ligero acento inglés.
Simona
se había arrodillado frente al plato y lo miraba con interés pero con una
turbación sin precedentes. Parecía saber lo que quería pero no cómo hacerlo y
eso la exasperaba; tomé el plato para que se sentase, pero ella me lo quitó
bruscamente diciendo ‘no’ con un tono categórico para volverlo a colocar en la
grada.
Sir
Edmond y yo empezamos a preocuparnos porque llamábamos la atención de nuestros
vecinos, justo en el momento en que la corrida languidecía. Le pregunté al oído
lo que le pasaba.
—¡Idiota!,
me respondió, ¿no te das cuenta que quiero sentarme en el plato y que todos me
miran?
—Pero
es imposible, le repliqué ¡Siéntate!
Retiré
el plato y la obligué a sentarse al tiempo que la miraba para que comprendiese
que yo recordaba el plato de leche y que su deseo renovado me turbaba. A partir
de ese momento no pudimos estarnos quietos y nuestro malestar llegó a tal punto
que contagiamos a Sir Edmond. La corrida se ponía aburrida; toros flojos eran
lidiados por matadores que no sabían su oficio y, sobre todo, Simona había
pedido asientos de sol: estábamos envueltos en una neblina de luz y de calor pegajoso
que nos resecaba la garganta y nos oprimía.
Simona
no podía alzarse el vestido y sentar su trasero desnudo en el plato de los
testículos crudos. Debía limitarse a conservar el plato sobre las rodillas. Le
dije que quería hacerle el amor antes que regresase Granero, hasta el cuarto
toro, pero se negó y permaneció vivamente interesada: los destripamientos de
los caballos, seguidos como ella decía de ‘pérdida y estrépito’, es decir, de
una catarata de tripas, la embriagaban.
Los
rayos del sol nos sumían poco a poco en una irrealidad acorde con nuestra
desazón, es decir, a nuestro impotente deseo de estallar y desnudarnos.
Gesticulábamos por el sol, la sed y la exasperación de los sentidos, incapaces
de tranquilizarnos. Habíamos alcanzado los tres esa delicuescencia morosa en la
que ya no existe ninguna concordancia entre las diversas contracciones del
cuerpo.
Ni
la aparición de Granero logró sacarnos de este marasmo embrutecedor. El toro
era desconfiado y parecía poco valiente: la corrida continuaba sin ningún interés.
Lo
que sucedió después se produjo sin transición y casi sin hilazón aparente, no
porque las cosas no estuviesen ligadas sino porque mi atención ausente
permaneció totalmente disociada. En pocos momentos vi primero a Simona
mordiendo, para mi espanto, uno de los testículos crudos, luego, a Granero
avanzar hasta el toro con un paño escarlata, y, más o menos al mismo tiempo, a
Simona, acalorada con un impudor sofocante, descubrir sus largos muslos blancos
hasta su vulva húmeda en la que hizo entrar, lenta y seguramente el otro globo pálido;
a Granero, derribado, acosado contra la barrera, en la que los cuernos lo
tocaron tres veces a voleo: una cornada atravesó el ojo derecho y toda la
cabeza. El grito de terror inmenso coincidió con el orgasmo breve de Simona
que, levantándose del asiento fue lanzada contra la baldosa, boca arriba,
sangrando por la nariz y bajo un sol que la enceguecía. Varios hombres se
precipitaron para transportar el cadáver de Granero, cuyo ojo derecho colgaba
fuera de su órbita.
Se recomienda leer antes la advertencia hecha en la primera entrada [E1].
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