martes, 23 de julio de 2013

SAMUEL BECKETT - PRIMER AMOR

Esta vez les compartimos un gran relato de un gran autor (que no se note que es el favorito del administrador de esta página), Samuel Beckett. Es un poco extenso, pero vale la pena leerlo, se sorprenderán, o decepcionarán, cualquiera de las dos opciones, pero tómese un tiempito para leerlo y compartirlo.



PRIMER AMOR - SAMUEL BECKETT (IRLANDA)

Tiendo a asociar mi matrimonio, para bien o para mal, con la muerte de mi padre en el tiempo. Que existan otros nexos, en otros planos, entre estos dos asuntos es muy posible. Como están las cosas, suficiente tengo con tratar de decir lo que creo saber.


No hace mucho fui a visitar la tumba de mi padre, eso sí lo sé, y me percaté de la fecha de su muerte, solamente la de su muerte, ya que la de su nacimiento no me interesaba ese día en particular. Salí en la mañana y regresé al anochecer, habiendo tomado un almuerzo muy ligero en el panteón. Pero unos días más tarde, deseando saber la edad que tenía al morir, tuve que regresar a su tumba paraanotar su fecha de nacimiento. Entonces escribí como pude las dos fechas límite en un papel que ahora llevo conmigo. Así pues tengo ahora derecho de afirmar que debo haber tenido unos veinticinco años cuando contraje matrimonio. Mi fecha de nacimiento, repito, la mía, nunca se me olvida, nunca tuve que anotarla, permanece cincelada en mi memoria, el año cuando menos, en números que la vida no borrará fácilmente. Es más, el día regresa a mí cuando me lo propongo, y con frecuencia lo celebro, a mi modo, no digo que cada vez que me viene a la cabeza porque sucede muy a menudo, pero sí frecuentemente.

En lo personal no tengo nada en contra de los panteones, puedo respirar el aire fresco ahí a mis anchas, tal vez con más ganas que en ningún otro lado, cuando de tomar el aire fresco se trata. El olor de los cadáveres, claramente perceptible bajo los del pasto y del humus mezclados, no me resulta desagradable, es demasiado dulce tal vez, un poco impetuoso, pero infinitamente mejor que el que emiten los vivos, sus pies, sus dientes, sus sobacos, sus frentes pegajosas y sus óvulos frustrados. Y cuando los restos de mi padre son parte, aunque humilde, de estos dulces olores, casi podría derramar lágrimas. Los vivos se lavan en vano, en vano se perfuman, apestan. No cabe duda, si de elegir un lugar se trata, digo, si he de salir de todos modos, denme mis panteones y ustedes quédense —sí— con sus parques públicos y bellos panoramas. Un sandwich, un plátano, me saben más dulces cuando me siento en una lápida, y cuando es hora de orinar de nuevo, como suele suceder, lo hago ahí mismo. O paseo por ahí, con las manos entrelazadas sobre la espalda, entre las losas, inclinado o enderezado, leyendo los epitafios. 

Estos últimos no me apuran, hay siempre por ahí tres o cuatro de una chocarrería tal, que me veo obligado a sujetarme de una cruz, o de una estela, o de un ángel para no caer. Yo compuse el mío hace ya mucho y todavía me agrada, siquiera eso. Los otros textos que he escrito más tardan en secarse que yo en inquietarme, pero mi epitafio aún merece mi aprobación. Desafortunadamente hay pocas posibilidades de que pudiera esculpirse sobre la calavera que lo concibió, a menos que el Estado se hiciera cargo de ello. Pero para ser desenterrado, primero debo ser hallado, y me temo que esos caballeros se las verían negras para encontrarme vivo o muerto. Así pues, me apresuraré a dar cuenta cabal de su contenido aquí y ahora que aún hay tiempo:

Aquí yace el interfecto que allá arriba falleció. 
Tan puntualmente que hasta hoy sobrevivió.


El segundo y último verso es algo cojo quizás, pero no tiene mayor importancia, se me perdonará eso y mucho más cuando se me haya olvidado. Y luego, con un poco de suerte, uno puede darle en el blanco a un entierro genuino, con dolientes reales y vivos y una extraña viuda haciéndose para atrás con la intención de lanzarse al agujero. Y casi siempre el encantador asunto de convertirse en polvo, aunque según yo no hay nada menos polvoriento que los hoyos de este tipo, se asocia con el estiércol aunque no haya ni una brizna de polvo alrededor de los difuntos, a no ser que hayan muerto víctimas del fuego. No importa, la pequeña artimaña del polvo es encantadora. Sin embargo, el terreno de mi padre no era de mis favoritos. 

Para empezar estaba demasiado lejos, allá por el campo silvestre en uno de los costados de una colina, y era demasiado pequeño además. Lo que es más, estaba casi lleno, unas cuantas viudas más y listo. Yo prefería Ohlsdorf de plano, en particular la sección Linne, en tierra prusiana, con sus novecientos acres de cadáveres bien empacaditos, aunque yo no conocía a nadie ahí, salvo, por su reputación, a Hangenbeck, el tipo que atrapaba animales salvajes. Si mal no recuerdo, hay un león grabado en su lápida; para Hagenbeck la muerte debe haber poseído la contención de un león. Los carros van de aquí para allá, hasta el tope de viudas, viudos, huérfanos y gente por el estilo. Arboledas, grutas, lagos artificiales con cisnes, vaya un consuelo para el inconsolable. Era diciembre, nunca había tenido tanto frío, la sopa de anguila me había caído mal, tenía miedo de morir, me volteé para vomitar, los envidiaba. 

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, al morir mi padre tuve que irme de la casa. Era él quien deseaba que yo estuviera ahí. Era un hombre extraño. Un día dijo Déjenlo en paz, no está molestando a nadie. No sabía que yo lo estaba oyendo todo. Se trataba de una opinión que debe haber externado con frecuencia, sólo que las demás veces yo no andaba por ahí. Nunca me dejaron ver su testamentosimplemente me dijeron que me había dejado equis cantidad. Entonces yo creía, y todavía lo creo, que había estipulado en su testamento que se me dejara en el cuarto que siempre ocupé cuando él vivía y que se me llevaran los alimentos ahí como antes. Incluso pudo haberle dado a esto la característica fuerza de lo precedente. 
Se intuía que le gustaba tenerme bajo su techo, de no ser así no se habría opuesto a mi desalojamiento. Tal vez le daba lástima. Pero no creo. Debía haberme dejado toda la casa, entonces sí que me habría sentido bien, los demás también, los habría convencido diciéndoles: Quédense, quédense, por favor, ésta es su casa. Sí, mi pobre padre lo logró, si es que su intención era realmente seguir protegiéndome desde la tumba. En relación con el dinero, en justicia debo admitir que me lo dieron de inmediato, al día siguiente de la inhumación. 

Tal vez se sintieron legalmente obligados a ello. Yo les dije Quédense con el dinero y déjenme seguir viviendo aquí, en mi recámara, como en vida de papá. Y añadí Dios lo tenga en su gloria, todo esto esperando que se conmovieran. Pero se negaron. Les ofrecí ponerme a su disposición unas horas todos los días para realizar los trabajitos de mantenimiento que toda casa requiere pues, si no, se viene abajo. Resanar aún es posible, no sé por qué. Les propuse en particular encargarme del invernadero. Allí me habría encantado quedarme las horas, en medio de ese calor, haciéndome cargo de los tomates, los jacintos, los claveles y los distintos retoños. Sólo mi padre y yo, en aquella casa, entendíamos de tomates. Pero se negaron. Un buen día, al regresar del baño, encontré mi cuarto cerrado con llave y mis pertenencias amontonadas frente a la puerta. Esto podrá darles una idea de lo estreñido que estaba durante esta coyuntura. Ahora estoy totalmente convencido de que se trataba de un estreñimiento ansioso. Pero, ¿me encontraba realmente estreñido? De alguna manera creo que no suavemente, suavemente. Y aun así debo haber estado mal, pues de qué otro modo se pueden explicar esas largas y crueles sesiones en el lugar al que todo el mundo va. 

Por entonces nunca leía, no más que en otros momentos, nunca me instalaba en la ensoñación o en la meditación, sólo miraba fijamente el almanaque que colgaba de un clavo ante mis ojos, con su portada de un jovencito de barba recién salida con su rebaño, Jesús sin duda; tenía las manos en las mejillas y me dieron náuseas, ay, ay, ay, ay, hacía los mismos movimientos de alguien que se aferra al remo y tenía un solo pensamiento en la cabeza, ir a mi cuarto de nuevo y acostarme boca arriba. ¿Qué pudo haber sido aquello más que estreñimiento? ¿O lo estaré confundiendo con la diarrea? Estoy hecho bolas, entre lápidas y bodas y las distintas variedades del movimiento. Con mis escasas pertenencias habían hecho un montoncito en el suelo, frente a la puerta. Parece que estoy viendo el montoncito en el pequeño descanso muy sombreado entre las escaleras y mi cuarto. 

Fue en este angosto sitio, limitado sólo por tres paredes, donde tuve que cambiarme, quiero decir quitarme la ropa de dormir y ponerme la ropa de viaje, o sea, zapatos, calcetines, pantalones, camisa, saco, abrigo y sombrero, no puedo pensar más que en eso. Intenté abrir otras puertas, le daba vuelta a la chapa y empujaba o jalaba antes de irme de la casa, pero ninguna cedió. Creo que de haber encontrado una abierta me habría atrincherado en el cuarto, me habrían tenido que anestesiar para sacarme. Sentía la casa llena como de costumbre, con la gente de todos los días, pero no veía a nadie. Me los imaginé a cada uno en su cuarto, con las luces apagadas, absolutamente alertas. Luego, la carrera hacia la ventana, todos se detienen un poco antes de llegar, quedan cubiertos por la cortina, esto, ante el sonido de la puerta principal cerrándose tras de mí, debí dejarla abierta. Luego las puertas se abren y salen todos, hombres, mujeres y niños, y las voces, los suspiros, las sonrisas, las manos, las llaves en las manos, el bendito alivio, las precauciones ensayadas, si esto pues aquello, pero si aquello entonces esto, todo paz y felicidad en los corazones, vengan a comer, dejemos la fumigación para más tarde. Desde luego que todo esto me lo imagino, yo ya me había ido, todo pudo suceder de otra manera, pero a quién le importa cómo ocurren las cosas siempre y cuando ocurran. Todos esos labios que me habían besado, esos corazones que me habían querido (es con el corazón que uno quiere, ¿no es así? o, ¿acaso lo estoy confundiendo todo?), esas manos que habían jugado con las mías y esas mentes que ¡casi se apropiaron de la mía! Los seres humanos son verdaderamente extraños. Pobre papá, se le habría hecho un nudo en la garganta si me hubiera visto aquel día, si nos hubiera visto, a menos que en su gran sabiduría desprendida de lo humano, hubiera visto más allá de su hijo cuyo cadáver todavía no estaba listo para cavar la fosa.

Pero, pasando a cuestiones menos melancólicas, el nombre de la mujer con la que pronto contraería matrimonio era Lulú. Así pues, ella al menos me dio seguridad y no puedo imaginarme qué interés podía haber tenido en mentirme al respecto. Bueno, por supuesto que uno nunca sabe: Hasta me reveló su apellido, pero ya se me olvidó. Debí apuntarlo en un papel, me choca olvidar los nombres propios. La conocí en una banca a la orilla del canal, de uno de los canales ya que en nuestro pueblo hay dos, aunque nunca llegué a saber cuál era cuál. Era una banca bien ubicada detrás de la cual había un montículo de tierra sólida y basura que ocultaba mi espalda. Mis costados sólo se veían parcialmente gracias a dos venerables árboles, más que venerables, muertos, que estaban a cada lado de la banca. Sin lugar a dudas fueron estos árboles los que un buen día, en el esplendor de su follaje, crearon la idea de una banca en la imaginación de alguien. Al frente, a unas cuantas yardas de distancia, fluía el canal, si es que los canales fluyen, no me lo pregunten, así que desde esa parte también, el riesgo de una sorpresa era mínimo. Y aun así, ella me sorprendió. Yo estaba echado ahí, qué noche tan agradable, mirando por entre las ramas desnudas que se entrelazaban allá arriba, donde los árboles se unen unos con otros buscando apoyo, y por entre las nubes que pasaban en un boquete de cielo estrellado, iban y venían. Hazte para allá, dijo. Primero pensé en irme pero, como estaba fatigado y no tenía a dónde ir, me quedé. Entonces encogí un poco las piernas y ella se sentó. 

Nada más pasó entre nosotros aquella tarde y al rato ella decidió irse sin decir una palabra más. Todo lo que hizo fue tararear desarticuladamente, sotto voce, como para sus adentros y afortunadamente sin la letra, algunas canciones populares, brincando de una a la otra sin terminar ninguna, de tal modo que hasta a mí me pareció extraño. Su voz, aunque desentonada, no era desagradable. Tenía el aliento de un alma demasiado fastidiada para concluir algo, era tal vez la voz menos adolorida del mundo. La banca pronto se convirtió en algo más de lo que ella podía soportar y en cuanto a mí, echarme un vistazo había sido más que suficiente para ella. Sin embargo, en realidad era una mujer muy tenaz. Regresó al día siguiente y al siguiente y todo fue más o menos como la primera vez. Quizá se intercambiaron algunas palabras. Al día siguiente estuvo lloviendo y yo me sentía muy seguro. Mal hecho. Le pregunté si estaba decidida a molestarme tarde con tarde. ¿Te molesto?, preguntó. Sentí sus ojos encima de mí. No podía haber visto gran cosa, dos párpados a lo sumo, con un indicio de nariz y ceja, ensombrecido, pues era de noche. Pensé que nos llevábamos bien, dijo. Me molestas, dije yo, no puedo estirarme si te pones allí. El cuello del abrigo me cubría la boca pero de todos modos me escuchó. ¿Tienes que estirarte a fuerza?, dijo. No hay error más craso que hablar con la gente. Pues pon los pies sobre mis rodillas, dijo. No esperé a que me lo dijera dos veces y pronto, bajo mis flacas corvas, sentí sus gordos muslos. Comenzó a sobarme los tobillos. Pensé en patearle el coño. Uno habla con la gente de que desea estirarse y luego luego ven un cuerpo completito. Lo que importaba en mi reino despoblado, en el cual la disposición de mi cadáver era el más simple y fútil de los accidentes, era la negligencia de la mente, el aburrimiento del ser, ese residuo de frivolidad execrable conocido como el no ser y, hasta el mundo, en una palabra. Pero un hombre de veinticinco años siempre está a merced de una erección, es algo físico de cuando en cuando, es la herencia común, ni siquiera yo era inmune, si es que eso puede llamarse una erección. 

No pude escapar de ella naturalmente, las mujeres huelen un falo rígido a diez millas de distancia y se preguntan ¿Cómo demonios pudo él distinguir mi presencia desde tan lejos? Uno ya no es uno mismo en ocasiones así y es doloroso no ser uno mismo, aún más doloroso que cuando uno lo es. Pues cuando uno es, uno sabe qué hacer para ser menos eso, mientras que cuando uno no es, uno es como cualquier viejo, no tiene remedio. Lo que recibe el nombre de amor es un destierro con una que otra tarjeta postal desde la tierra natal, esa es mi respetable opinión, hoy en la tarde. Cuando ella hubo terminado y mi ser pudo recuperarse, mi querido amigo, el inmitigable, con ayuda de un breve torpor, se quedó solo. A veces me pregunto si todo esto no es un invento, si en realidad las cosas no tomaron un rumbo bastante diferente, algún rumbo que no me quedó otra más que olvidar. Y aun así su imagen permanece asociada, para mí, con la de la banca en la tarde, de tal modo que hablar de la banca, tal como se me presentó a mí aquella tarde, equivale a hablar de ella. Eso no prueba nada, pero no hay nada que yo desee probar. Para hablar del tema de la banca durante el día, no es necesario desperdiciar palabras, no me conoció jamás, me iba en la madrugada y regresaba al atardecer. Sí, durante el día hurtaba mi comida y cosas así. Si ustedes llegaran a preguntar, como sin duda lo harán por curiosidad, qué hice con el dinero que mi padre me dejó, la respuesta sería que lo único que hice fue dejarlo en mi bolsillo. Sabía que no sería joven eternamente y que el verano no dura eternamente tampoco, ni siquiera el otoño, mi alma mezquina me lo ha dicho. Finalmente le dije basta ya. 

Me molestaba en exceso, aun con su ausencia. De hecho todavía me molesta, pero no más que entonces. Y ya no me importa que me molesten, o casi no, porque ¿qué quiere decir molestar? y ¿qué haría conmigo mismo si no se me tratara así? Sí, he cambiado de sistema, este es el bueno, por novena o décima ocasión, eso sin mencionar que no hace mucho que se corrieron las cortinas de los molestantes y los molestados, no hay que chismosear más al respecto, al respecto de todo eso, de ella y los demás, la mierda y las sublimes estancias celestes. Así que no quieres que vuelva más, dijo. Es increíble, cómo repiten lo que les acaba uno de decir, como si arriesgaran la vida dando crédito a sus oídos. Le dije que viniera en el momento equivocado. Yo no entendía a las mujeres por entonces. Lo que es más, aún no las entiendo. A los hombres menos. Tampoco a los animales. Lo que mejor entiendo, que no es mucho decir, son mis dolores. Pienso en ellos a diario, no me lleva mucho tiempo, el pensamiento es tan rápido. Sí, hay momentos, particularmente en la tarde, en que me vuelvo todo sincretismo, á laReinhold. ¡Qué equilibrio! Pero aun a mis pensamientos los entiendo mal. Seguro es porque no soy sólo dolor, eso ni hablar. He ahí el problema. A veces se aquietan, o yo, y me llenan de sorpresa y fascinación, se ven como de otro planeta. No muy seguido, pero no puedo pedir más. Ay, ¡qué vida tan de esto y lo otro! Ser sólo dolor, eso sí que facilitaría las cosas. ¡Omnidoliente! Vaya un sueño impío. 

Les contaré el sueño de todos modos, si me acuerdo, si puedo de mis extraños dolores, en detalle, haciendo distinciones entre los distintos tipos, por el bien de la claridad, los de la mente, los del corazón o emocionales, los del alma (ninguno, más bello, por cierto) y finalmente aquéllos de marco permitido, primero los interiores o latentes, después aquellos que afectan a la superficie, comenzando por el pelo y el cuero cabelludo y deslizándose metódicamente hacia abajo sin prisa, todo hacia abajo hasta los pies amantes del maíz, el cólico, la llaga, el juanete, el dedo hinchado, la uña enterrada, el arco caído, la ampolla común y corriente pies zambos, los pies de pato, los pies torcidos, los pies planos, el pie de atleta y otras curiosidades. Y dentro del mismo tema viene al caso platicarles a aquellos que tengan la gentileza de oírme, de acuerdo con el sistema cuyo interior siempre se me olvida, de aquellos instantes en que, ni drogado, ni borracho, ni en éxtasis, uno no siente nada.

 Lo que ella quería saber a continuación era lo que yo quería decir con eso de a veces, éste es el justo pago que uno recibe por abrir la bocota. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez cada diez días? ¿Una vez a la quincena? Yo replicaba con menor frecuencia, con la mínima, hasta que ya no, si ella pudiera llegar a eso, y si no, pues aunque fuera lo menos frecuentemente posible. Y al día siguiente (lo que es más) abandoné la banca, debo confesar que menos por ella que por la banca, ya que la vista ya no satisfacía mis necesidades, por más modestas que éstas fueran, ahora que el aire se estaba volviendo más frío, y por otras razones, más valía no desperdiciarse en estupideces como ésa, así que me fui a refugiar en un establo desierto. Se erguía en la esquina de un campo con más ortigas que pasto en la superficie, y todavía más lodo que ortigas, pero cuyo subsuelo quizá poseía cualidades excepcionales. Fue en este paraíso, lleno de mierda de vaca seca y hueca y con el subsiguiente dolor en la yema del dedo, cuando por primera vez en la vida, y no dudaría un segundo en decir que la última, de no haber tenido que administrar con cuidado mi dosis de cianuro, tuve que enfrentarme a un sentimiento que gradualmente fue adoptando, ante mi sorpresa, el deleznable nombre de amor. Lo que constituye el encanto de nuestra provincia, aparte desde luego de su escasa población, y esto sin la ayuda del más mínimo de los anticonceptivos, es que todo tiene su truco, excepción hecha exclusivamente de las inmundicias que ha dejado la historia. A éstas se les busca constantemente, se les arregla y se les lleva en procesión. En cualquier lugar en que el nauseabundo tiempo haya dejado un bonito recodo, cualquiera podrá toparse con patriotas que respiran con las narices bien abiertas y las caras al rojo vivo. El Elíseo de los sin-techo. Y he aquí mi felicidad finalmente. Acuéstate, todo parece detenerse, acuéstate y quédate quieto. No veo nexo alguno entre estas dos afirmaciones. Pero aquélla existe, la he visto más de una vez sin duda. ¿Pero qué? ¿Cuál? Sí, la amaba, es el nombre que le daba y que aún le doy a lo que sentía por entonces. No tenía ninguna otra razón para seguir mi camino; nunca antes había amado, bueno, por supuesto que me habían hablado del asunto en casaen la escuela, en el burdel y en la iglesia; también había leído novelas y poemas bajo la guía de mi tutor, en seis o siete idiomas vivos y muertos, en los cuales se abundaba en el tema. Por lo tanto, tenía la posibilidad, a pesar de todo, de poner una etiqueta a los terrenos en que me movía cuando me sorprendí escribiendo el nombre de Lulú en el viejo corral o con la cara metida en el lodo bajo la luna tratando de arrancar las ortigas de raíz. Eran ortigas gigantes, algunas de hasta tres pies de altura, arrancarlas aminoraba mi dolor, y sin embargo yo nunca fui de los que cortan la hierba, al contrario, la cubría de estiércol más bien. Las flores son muy otro asunto. El amor hace surgir lo peor del hombre y sin errores. 

Pero ¿qué clase de amor era éste exactamente? ¿Amor pasional? La verdad no creo. Ese es el amor priápico, ¿no es así? ¿O es que se trata de una variedad distinta? Hay miles de tipos, ¿no es cierto? Todos igualmente deliciosos o más, ¿no? El amor platónico, por ejemplo, he ahí un tipo que se me acaba de ocurrir. Es desinteresado. ¿Acaso la amaba platónicamente? La verdad no creo. ¿Habría estampado su nombre en la mierda de vaca de haberse tratado de un amor puro y desinteresado? Y lo hice con el dedo, ¿he?, y por si fuera poco, después me lo chupé con gusto. ¡Vamos, vamos! Mis pensamientos estaban llenos de Lulú y si eso no les da una idea de lo que sentía, entonces nada lo hará. De cualquier manera, estoy hasta la coronilla del nombre Lulú, le voy a poner otro, Ana, por ejemplo; no la describe, pero qué importa. Entonces comencé a pensar en Ana, yo, que había aprendido a no pensar en nada más allá de mis dolores, y esto con rapidez, y en qué pasos dar para no morir de hambre o de frío o de vergüenza, pero por ningún motivo pensaba en los seres humanos como tales (me pregunto qué quiere decir loanterior en realidad), dijera lo que dijera o diga lo que diga en contra o a favor del tema. Pero yo siempre he hablado, y sin duda hablaré, de cosas que nunca han existido, o que sí existieron si así les place, siempre dirán que sí, pero no se estarán refiriendo a la existencia de que he hablado. Los kepis, por ejemplo, existen sin duda alguna, de hecho hay pocas probabilidades de que desaparezcan, pero personalmente yo nunca he usado un kepi. En alguna parte escribí “Me regalaron un... sombrero”. Ahora bien, lo cierto del caso es que nunca me dieron un sombrero, yo siempre he tenido mi propio sombrero, el que me regaló mi padre, y nunca he tenido un sombrero que no sea ése. Es más, hasta podría decir que me lo llevaré a la tumba. Entonces pensaba en Ana, durante ratos muy muy largos, veinte minutos, veinticinco minutos y hasta media hora todos los días. He obtenido estas cifras al sumarles otras cifras menores. 

Ese debe haber sido mi modo de amar. ¿Podremos concluir entonces que la amaba con ese amor intelectual que hizo que se me cayera la baba? La verdad no creo. Pues si mi amor hubiera sido de este tipo, ¿me habría detenido acaso a escribir el nombre de Ana en la mierda de vaca, a cincelarlo en la pátina del tiempo? ¿Urtica plenis manibus? ¿Y habría sentido sus muslos balanceándose como péndulos demoníacos bajo mi cabeza atolondrada? ¡Vamos, vamos! Para ponerle fin, para intentar ponerle fin a este “compromiso”, una tarde regresé a la banca a la hora en que ella solía ir allí a encontrarse conmigo. Ni el menor indicio de ella, esperé en vano. Ya era el mes de diciembre, quizás enero, y el frío era el propio de la estación, como todo lo que pertenece a una estación. Pero una cosa es la estación para dejar huella, otra la de los cambios de aire y cielo, y otra muy distinta la del corazón. Gracias a este pensamiento, de vuelta a el quítame estas pajas, pasé una noche excelente. Al día siguiente fui más temprano a la banca, mucho más temprano, cuando acababa de anochecer, qué noche de invierno, y aun así era demasiado tarde, pues he aquí que ella ya estaba ahí en la banca, bajo las ramas, dale y dale con el sonsonete, de espaldas al montículo, mirando el agua congelada. Antes dije que era una mujer muy tenaz. No sentí nada. ¿Con qué objeto me persigues de esta manera?, le pregunté, sin tomar asiento, balanceándome para adelante y para atrás. El frío había realzado la vereda. Ella contestó que no lo sabía. Le dije que tuviera la amabilidad de decirme, si podía, qué veía en mí. Respondió que no podía. Parecía estar calientita, con las manos envueltas en una frazada. Mientras miraba esa frazada, recuerdo que se me llenaron los ojos de lágrimas. Pero no me acuerdo de qué color era. ¡Qué barbaridad, qué mal estaba yo entonces! Siempre había podido llorar a mis anchas, sin sentirme un poco mejor por ello, hasta hace poco. 

Si tuviera que llorar en este instante, sin embargo, podría exprimirme hasta ponerme morado y ni una gota me saldría, de eso estoy seguro. ¡Qué mal estoy ahora! Las cosas me hacían llorar. Pero no sentía la menor tristeza. Cuando se me salían las lágrimas sin motivo aparente, eso quería decir que había percibido algo desconocido. Así que me pregunto si habrá sido la frazada o a lo mejor la vereda, dura como el fierro y realzada, tanto que yo sentía como un empedrado bajo los pies, o tal vez otra cosa, alguna cosa azarosamente vista bajo el umbral, típico de mi persona. En cuanto a ella, tal vez ni siquiera había puesto los ojos en ella antes. Estaba toda encogida y cubierta por la frazada, con la cabeza hundida, la frazada y las manos sobre las piernas, las piernas muy juntas y los pies lejos del suelo. Sin forma, sin edad, casi sin vida, podría haberse tratado de cualquier cosa o persona, una vieja o una niñita. Y el modo en que repetía No lo sé, No puedo, yo era el que no sabía y no podía. ¿Viniste por mí?, dije. A duras penas dijo que sí. Bueno, pues aquí estoy, dije. ¿Y yo? ¿No había yo ido por ella? Henos aquí, dije. Me senté junto a ella pero de un salto me puse de pie nuevamente como si me hubiera quemado. Quería irme lejos, saber que todo había terminado. Pero antes de partir, para no tener ni el menor asomo de una duda, le pedí que me cantara una canción. Al principio pensé que se negaría, digo, que simplemente no cantaría, pero no, un ratito después comenzó a cantar y cantó un buen rato, todo el tiempo la misma canción según yo, sin cambiar para nada de actitud. Yo no conocía esa canción, nunca antes la había escuchado y nunca más la volveré a escuchar. Tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, eso es todo lo que me viene a la cabeza, y para mí eso no es nada malo en realidad, recordarla tenía algo que ver con limoneros o naranjos, no me acuerdo, ya que de todas las demás canciones que he escuchado en la vida, y he escuchado bastantes, resultaba imposible aparentemente, físicamente imposible, como estar sordo, atravesar el mundo, aun a mi manera, sin escuchar canciones, no he retenido nada, ni una palabra, ni una nota, o tan pocas palabras, tan pocas notas que..., que qué, que nada, esta frase ya se alargó demasiado. Luego me fui caminando y conforme avanzaba comencé a escuchar que cantaba otra canción, o tal vez más estrofas de la misma, más débil el sonido y más débil mientras más lejos me hallaba, luego ya no, bien porque había terminado o porque yo ya estaba demasiado lejos para escucharla. 

Dar asilo a una duda de este tipo era algo que prefería evitar en ese entonces. Viví desde luego en duda, pero una duda de tal trivialidad, puramente somática como dicen por ahí, era mejor aclararla sin más demora, podría azotarse contra mícomo un mosquito durante semanas, y semanas. Así pues, di unos pasos para atrás y me detuve. Al principio no oí nada, luego de nuevo aquella voz, apenas la oí tan débil era. Primero no la oí y luego sí, por tanto debo haber comenzado a oírla en un punto equis, pero no, no había principio, el sonido emergía tan suavemente del silencio que se le parecía. Cuando al fin cesó la voz, me acerqué otro poquito para asegurarme de que en verdad había cesado y no que había bajado de volumen nada más. Luego, en el colmo de la desesperación y diciendo No con conocimiento de causa, no con conocimiento, al sentir que estabas junto a ella, me incliné, me di la media vuelta y me fui; para siempre, atormentado por la duda. 

Pero unas cuantas semanas después, aun más muerto que vivo que de costumbre, regresé a la banca, por cuarta o quinta vez desde que la había abandonado, casi a la misma hora, digo, casi bajo el mismo cielo, no, miento, pues el cielo es siempre el mismo y nunca el mismo, no hay palabras para describirlo, no que yo sepa, y punto. Ella no estaba ahí, y de pronto sí estaba, no sé cómo, no la vi llegar, ni la oí y eso que era todo oídos y ojos. Digamos que estaba lloviendo, no había cambios reales, sólo en cuanto al clima. Ella tenía abierto el paraguas, naturalmente, vaya un atuendo. Le pregunté si venía todas las tardes. No, dijo, un día sí y un día no, a veces. La banca estaba empapada, caminamos de allá para acá, sin atrevernos a tomar asiento. La tomé del brazo, por simple curiosidad, para ver si sentía algún placer, pero no, así que la solté. Pero, ¿a qué vienen tantos detalles? Para ahuyentar la hora malhadada. Vi su rostro con algo más de claridad, me pareció normal, un rostro como tantos otros. Era bizca, pero eso no lo supe sino hasta después. Aquel rostro no parecía ni joven ni viejo, estaba como varado entre lo primaveral y lo marchito. Encontraba difícil sobrellevar tal ambigüedad en ese entonces. Ahora, que si era hermoso aquel rostro, o si había sido hermoso alguna vez, o si podría llegar a serlo, he de confesar que no podía formarme una opinión al respecto. Había visto rostros en fotografías y los habría considerado hermosos de haber tenido una remota idea de aquello en lo que supuestamente consistía la belleza. Y el rostro de mi padre, en su caja mortuoria, daba ciertos indicios de alguna forma estética relevante para el hombre. Pero el rostro de un muerto, todo gesto y rubor, ¿acaso puede describirse como objeto? Yo admiraba, a pesar de la oscuridad, a pesar de mi aturdimiento, el modo quieto o escasamente fluyente en que el agua alcanzaba, como sedienta, a aquella otra agua que caía del cielo. Me preguntó si quería que cantara algo. Le contesté que no, que quería que dijera algo. Pensé que diría que no tenía nada que decir, habría sido típico de ella, así que quedé agradablemente sorprendido cuando me dijo que tenía un cuarto, muy agradablemente sorprendido, aunque me lo sospechaba. ¿Quién no tiene un cuarto? Ay, escucho el clamor. Tengo dos cuartos, dijo. Bueno por fin ¿cuántos cuartos tienes?, dije. Me dijo que tenía dos cuartos y una cocina. Los elementos se iban expandiendo rítmicamente, así que a su debido tiempo recordaría el baño. ¿Escuché bien o dijiste que tenías dos cuartos?, dije. Sí, me contestó. ¿Adyacentes?, dije. Por fin, una conversación cual debe de ser. La cocina está en medio, dijo. Le pregunté por qué no me lo había contado antes. Debo haber estado fuera de mí en ese momento. No me sentía tranquilo cuando estaba con ella, pero al menos con la libertad de pensar en algo que no fuera ella, en las viejas cosas cotidianas, y así poco a poco, como descendiendo las escaleras hacia lo profundo de nada, comencé a tener la certeza que, lejos de ella, perdería la libertad.



En efecto, había dos cuartos y la cocina estaba en medio, no me había engañado. Dijo que debía haber llevado mis cosas. Le expliqué que no tenía cosas. Los cuartos estaban en el último piso de una casa vieja con vista a las montañas, para los interesados. Encendió una lámpara de aceite. ¿No tienes electri-cidad?, le pregunté. No, contestó, pero tengo agua y gas. Ja, dije, conque tienes gas. Comenzó a desves-tirse. Cuando en el colmo de su perspicacia se desviste, sin duda llevan a cabo el más sabio de los hechizos. Se quitó todo con una lentitud tal que inflamaría a un elefante, todo menos las medias, calculadas tal vez para hacer que mi concupiscencia hirviera. Fue entonces cuando noté que era bizca. Por fortuna, no era la primera mujer desnuda que se cruzaba en mi camino, así que podía quedarme, sabía que ella no explotaría. Le pregunté si podía ver el otro cuarto, el que no había visto todavía. De haberlo visto ya, habría pedido volver a verlo. ¿No te vas a desvestir?, dijo. Ah, eso, bueno es que casi nunca me desvisto. Era cierto, nunca fui de los que se desvisten indiscriminadamente. Con frecuencia me quitaba las botas antes de irme a la cama, digo, cuando me disponía (¡disponía!) a dormir, eso sin mencionar esta o aquella prenda de acuerdo con la temperatura exterior. Por lo tanto, ella se vio obligada, por simplesavoir faire, a echarse encima un chal y a mostrarme el camino. Pasamos por la cocina. Podríamos haber ido por el pasillo, tal como se me ocurrió después, pero fuimos por la cocina, no sé por qué, tal vez porque era el camino más corto. Estudié el cuarto con horror. Tal densidad en los muebles vence a la imaginación. 

No cabe duda, debo haber visto ese cuarto en alguna parte. ¿Qué es esto?, grite. La sala, contestó. ¡La sala! Comencé entonces a sacar los muebles por la puerta hacia el pasillo. Ella observaba, con tristeza supongo, pero no necesariamente. Me preguntó qué estaba haciendo. No podía haber esperado una respuesta. Saqué los muebles uno por uno, hasta de dos en dos, y los amontoné en el pasillo, pegados a la pared. Eran cientos de cosas, grandes y pequeñas, al final bloquearon la entrada imposibilitando la salida así como a fortiori la entrada hacia y rumbo al pasillo. La puerta podía abrirse y cerrarse ya que abría para adentro, pero no se podía pasar a través dé ella. Qué raro todo. Al menos quítate el sombrero, me dijo. Trataré el tema del sombrero más adelante quizá. Finalmente el cuarto quedó vacío salvo por un sofá y algunos tramos pegados a la pared. Llevé el primero al fondo del cuarto, cerca de la puerta y al día siguiente quité los segundos y los puse en el pasillo con lo demás. Cuando los estaba quitando, qué curioso recuerdo, escuché la palabra fibroma o broma, no sé cuál, nunca lo supe, nunca supe lo que quería decir y nunca tuve la curiosidad para averiguarlo. ¡Las cosas que uno recuerda! ¡Y las que memoriza! Cuando todo estuvo en orden al fin, me dejé caer en el sofá. Ella no había movido un dedo para ayudarme. Voy por las sábanas y las cobijas, dijo. Pero yo no soportaba las sábanas. ¿Podrías correr la cortina?, le dije. La ventana estaba congelada. El efecto no era blanco porque era de noche, pero sí luminoso al menos. Aquel débil frío del resplandor, aunque yo estaba acostado con los pies en dirección a la puerta, era demasiado, de plano. De pronto me levanté y moví el sofá, es decir, le di la vuelta, de modo que el respaldo, que antes estaba pegado a la pared, quedara afuera y consecuentemente lo demás, el asiento propiamente, quedara adentro. Después me volví a echar en él como un perro en su canasta. Te dejo la lámpara, me dijo, pero le supliqué que se la llevara. Bueno, supón que necesitas algo a media noche, dijo. Claro, iba a comenzar con sus argucias de nuevo. ¿Sabes el por qué de la conveniencia?, me dijo. Tenía razón, me olvidaba, orinarse en la cama es relajante y placentero al principio, pero luego se vuelve una fuente de incomodidad. Dame una bacinica, le dije. Pero no tenía. Tengo un banquito hueco para guardar hielos, dijo. Vi claramente a la abuela sentada muy derecha y muy tiesa cuando lo acababa de adquirir, perdón, de conseguir en un bazar de caridad o cuando se lo acababa de ganar en una rifa, era una pieza de colección que ahora estaba estrenando y que deseaba lucir a como diera lugar. De eso se trata, de demorarse en las cosas. Cualquier viejo recipiente, dije, no tengo flujo. Al poco rato regresó con una especie de sartén, no una sartén en serio porque no tenía mango, era ovalada y tenía tapa y dos asas. Mi sartén consentida, dijo. Para qué quiero la tapa, dije. Ah, ¿no la necesitas?, contestó. Si hubiera dicho que necesitaba la tapa, ella habría dicho ¿necesitas la tapa? Metí este utensilio debajo de las cobijas, me gusta tener algo en la mano cuando duermo, me da seguridad, y mi sombrero todavía estaba empapado. Me puse de cara a la pared. Cogió la lámpara de encima del mantel donde la había puesto, de eso se trataba, cada detalle, proyectaba su ondulante sombra sobre mí, pensé que se había ido pero no, vino hacia mí agachada por el respaldo del sofá. Son herencia de la familia, dijo. Yo en su lugar habría salido de puntitas, pero ella no lo hizo así, ni el menor intento. 

Mi amor se estaba apagando ya, eso era lo único que importaba. Sí, ya me sentía mejor, sabía que pronto me levantaría y volvería a los lentos descensos, los largos hundimientos que me habían estado vedados durante tanto tiempo por su culpa. ¡Y eso que me acababa de instalar ahí! Ahora intenta sacarme de aquí, le dije. Yo parecía no captar el significado de estas palabras, ni siquiera oía el breve sonido que producían hasta unos segundos después de pronunciarlas. Estaba tan poco acostumbrado a hablar que a veces mi boca se abría sola y llenaba de vacío alguna frase o varias, gramaticalmente correctas pero totalmente vacías si no de significado, ya que ante una inspección cuidadosa lo revelarían a uno, sí de fundamento. Pero yo no podía escuchar la palabra hablada. Mi voz nunca había tardado tanto en alcanzarme como en esta ocasión. Me puse boca arriba para ver qué estaba pasando. Ella sonreía. Al rato se fue y se llevó la lámpara. Oí sus pasos en la cocina y luego oí que la puerta de su cuarto se cerraba detrás de ella. ¿Por qué detrás de ella? Al fin me encontraba solo, en la oscuridad al fin. Bueno, basta ya de esto. Pensé que estaba listo para pasar una buena noche, a pesar del ambiente tan enrarecido, pero no, pasé una noche muy agitada. Me desperté a la mañana siguiente con la ropa desarre-glada y la cobija también, y con Ana a mi lado, des-nuda naturalmente. Me pongo a temblar sólo de pensar en sus jadeos. Aún tenía la sartén en la mano. De nada había servido. Miré mi miembro. ¡Sí sólo hubiera podido hablar! Basta ya. Fue una noche de amor.

Gradualmente me fui quedando en esa casa. Ella me traía de comer a las horas previamente establecidas; se asomaba de vez en cuando para ver si yo estaba bien y para asegurarse de que no necesitaba nada, vaciaba la sartén una vez al día y hacía la limpieza del cuarto una vez al mes. No siempre podía resistir la tentación de hablar conmigo, pero en general no daba motivo de queja. A veces la oía cantar en su cuarto, la canción atravesaba la puerta, luego la cocina, luego mi puerta, y así me ganaba débil pero indisputablemente. A menos que viajara por el pasillo. Esto no me incomodaba gran cosa, digo, el sonido ocasional de una canción. Un día le pedí que me trajera un jacinto vivo, en un frasco. Lo trajo y lo puso en el mantel que ya era el único lugar —aparte del suelo— donde se podía poner algo. No le quité los ojos de encima un sólo día a aquella flor. Al principio todo iba muy bien, hasta dio una o dos flores, luego dejó de dar y seconvirtió en un tallo desnudo con hojas desnudas. Su protu-berancia, medio sacando la cabeza en busca de oxígeno, olía a podrido. Ella se lo quería llevar, pero le dije que lo dejara. Quería conseguirme otro, pero le dije que no quería otro. Me molestaban mucho más otros sonidos, risitas tiesas y gruñidos que llenaban la habitación a ciertas horas de la noche y a veces hasta del día. Ya había renunciado a pensar en ella, casi totalmente, pero de todos modos seguía; necesitando el silencio para vivir mi vida. En vano intenté prestar oídos a los razonamientos que dicen que el aire se hizo para acoger los clamores del mundo, incluso las muchas risitas y gruñidos, fue inútil, no pude encontrar alivio. No había manera de averiguar si siempre se trataba de la misma gente o de otros. Los gruñidos de todos los amantes se parecen tanto, hasta en las risitas. Sentía un horror tal entonces por estas mezquinas perplejidades, que siempre cometía el mismo error, es decir, tratar de aclararlas. Me llevó mucho tiempo, digamos que la vida entera, darme cuenta de que el color de un ojo visto a medias, o el origen de un cierto sonido distante, tienen más que ver con Guidecca en el infierno de la ignorancia que con la existencia de Dios, los orígenes del protoplasma, la existencia del ser, y son aún menos dignos que todo esto de preocupar a los sabios. Una vida no alcanza para llegar a esta consoladora conclusión, no le queda a uno tiempo para gozar de sus resultados. Así que fue un gran alivio cuando, después de plantearle a ella esta cuestión, se me dijo que se trataba de unos clientes a los que recibía en rotación. Obviamente podía haberme levantado e ido a espiar por el ojo de la cerradura. Pero, ¿qué puede uno ver, pregunto, a través de ojos como esos? Así que vives de la prostitución, le dije. Vivimos de la prostitución, dijo ella. ¿No podrías pedirles que no hicieran tanto ruido?, dije, como si le estuviera creyendo. Y añadí, o al menos diles que hagan otros ruidos. No pueden más que pujar y jadear, dijo. Pues me tendré que ir, dije. Encontró unos viejos cuadros en el baúl de la familia y colgó uno en mi puerta y otro en la suya. Le pregunté si sería posible, de vez en cuando, que me consiguiera un apio. ¡Un apio!, dijo, como si le hubiera pedido algo nunca visto. Le recordé que la temporada de apio estaba terminando y le dije que le agradecería que me diera de comer, al menos hasta el fin de la temporada, exclusivamente apio. Me gusta el apio porque sabe a violeta y la violeta porque huele a apio. De no haber apio en al tierra, las violetas me importarían un comino y de no haber violetas, me daría igual comer apio, nabo o rábano. Y aun en el actual estado de su flora, digo, en este planeta donde los apios y las violetas luchan por la convivencia, toda podría vivir sin ambos con toda tranquilidad, de veras, con tranquilidad. Un día ella tuvo la imprudencia de anunciarme que estaba encinta y que tenía ya cuatro o cinco meses así, y que yo era el culpable, ¡habráse visto! Me permitió ver su barriga de lado. Incluso se desvistió, sin duda para que yo no pensara que se había metido una almohada bajo el vestido, bueno, y también por el puro placer de desvestirse. Tal vez es puro aire, le dije, en tono de consuelo. Se me quedó mirando con sus grandes ojos cuyo color ya no recuerdo, con su gran ojo más bien, ya que el otro parecía riveteado por los restos del jacinto. Mientras más desvestida estaba, más bizca. Mira, me dijo, dejando colgar sus senos, el jacinto se está oscure-ciendo. Traté de recuperar las pocas fuerzas que me quedaban y dije, Aborta, aborta, y te juro que florecerá de nuevo. Ella había abierto las cortinas para que sus redondeces pudieran verse con claridad, y vi la montaña, impasible, cavernosa, secreta, donde de la noche a la mañana no se oía más que el silencio, los chorlitos, el tintineo del distante metal de los martillos de los picapedreros. Yo salía en la mañana con rumbo a los brezales, todo calor y esencia, para contemplar en la noche las distantes luces de la ciudad si se me antojaba y las demás luces, las de los barcos y de los faros, cuyo nombre mi padre me había enseñado, cuando era chico, y cuyo nombre podía hallar en mi memoria cuando se me antojaba, con toda seguridad. A partir de aquel día, las cosas fueron de mal en peor, de mal en peor. Y no porque ella me rechazara, nunca su rechazo me habría satisfecho, sino por la manera en que insistía con eso de nuestrohijo, exhibiendo su barriga y senos y diciendo que nacería ya de un momento al otro, que sentía que ya estaba pateando. Si está pateando, le decía yo, pues no es mío. Yo podía haber estado mucho peor en esa casa, eso júrenlo, ciertamente no era lo que se dice mi ideal, pero tampoco iba a negar sus ventajas. Pensé irme pero lo dudé mucho, las hojas habían comenzado a caer y me disgustaba el invierno. Uno no debería odiar el invierno, también tiene sus bondades, la nieve da calor y mata el tumulto, y sus pálidos días se van volando. Pero todavía ignoraba por entonces, cuan tierna puede resultar la tierra para aquellos que sólo la tienen a ella y cuántas tumbas ofrece para los vivos. Lo que dio al traste con todo fue el nacimiento. Me despertó. ¡Qué duras las ha de haber pasado ese niñito! Supongo que la acompaño una mujer porque me parecía oír pasos en la cocina que entraban y salían. Me dolía en el alma irme de una casa sin que me hubieran echado. Trepé por el respaldo del sofá, me puse el saco, el abrigo y el sombrero, sólo en eso puedo pensar, me puse las botas y abrí la puerta del pasillo. Un montón de porquerías me impedía la salida, pero me escabullí y pude salir de ahí ileso, sin importarme el ruido que hacía. Utilicé la palabra matrimonio, era una especie de unión, después de todo. Debe haber sido primeriza. Las precauciones habrían sido algo superfluo, nada podía compararse con aquellos gritos que me persiguieron por las escaleras hasta la entrada. Me detuve frente a la puerta principal y escuché. Todavía podía escucharlos. De no haber sabido que había gritos en la casa, no los habría escuchado. Pero como lo sabía, presté oídos. No estaba muy seguro de dónde me encontraba. Entre las estrellas y las constelaciones busqué a las Osas, pero no las vi. Y sin embargo, seguro estaban ahí. Mi padre fue el primero en mostrármelas. Me mostró muchas otras también, pero solo, sin él a mi lado, solamente podía encontrar a las Osas. Comencé a jugar con los gritos, como jugaba con las canciones, de aquí para allá, de aquí para allá, si a eso se le puede llamar un juego. Siempre que estuviera caminando no los escuchaba, debido a los pasos. Pero eso sí, si me detenía los volvía a escuchar, cada vez menos he de admitirlo, pero qué importa, menos o más, un grito es un grito y lo único que importa es que cese. Por años pensé que cesarían los gritos. Ahora ya perdí las esperanzas. 

Podría haberme conseguido amantes tal vez, pero así es la cosa, uno ama o no ama y punto.


miércoles, 10 de julio de 2013

GEORGE BATAILLE- CARTA A RENÉ CHAR- SOBRE LAS INCOMPATIBILIDADES DEL ESCRITOR

Les presentamos una traducción, realizada por Gerardo Córdoba, de una carta enviada por George Bataille al poeta René Char, esperamos sea de su total agrado:




Georges Bataille
Carta a René Char
sobre las incompatibilidades del escritor[1]

Traducción de Gerardo Córdoba O.

        Mi querido amigo,
    La pregunta que usted ha planteado «¿Hay incompatibilidades?», en la revista Empédocles[2] ha tomado para mí el sentido de una conminación esperada, que al fin, sin embargo, yo desesperaba por escuchar. Percibo cada día un poco mejor que este mundo, donde estamos, limita sus deseos por dormir. Pero una palabra llama en tiempo querido una suerte de crispación, de recuperación.

    Ocurre ahora, bastante a menudo, que la solución parece próxima: en este momento una necesidad de olvidar, de no reaccionar más, lo lleva sobre las ganas de vivir aún… Reflexionar sobre lo inevitable, o intentar simplemente no dormir más: el sueño[3] parece preferible. Hemos asistido a la sumisión de lo que sobrepasa una situación muy pesada. Pero los que gritaron ¿estarán más despiertos? Lo que viene es tan extraño, tan vasto, tan poco, en la medida de la espera… En el momento en que el destino que los conduce toma figura la mayor parte de los hombres se remiten nuevamente a la ausencia. Los que parecen resueltos, amenazadores, sin una palabra que no sea una máscara, voluntariamente se han perdido en la noche de la inteligencia. Pero la noche en  que se oculta ahora el resto de la tierra es más espesa: al sueño[4] dogmático de los unos se opone la confusión exangüe de los otros, caos de innombrables voces grises, agotándose en el adormecimiento de los que escuchan.

    Mi vana ironía es quizás una manera de dormir más profunda… Pero escribo, hablo, y no puedo más que regocijarme si la ocasión me es dada por su responder, querer mismo, con usted, el momento del despertar, en que por lo menos no será más aceptada esta confusión universal que ahora hace del pensamiento mismo un olvido, una tontería, un ladrido de perro en la iglesia.

    Quien más es, respondiendo a la cuestión que usted ha planteado, tengo el sentimiento de alcanzar al fin al adversario, —quien, seguramente, no puede ser tal o cual, sino la existencia en su completud, hundiendo, adormeciendo, y ahogando el deseo,— y de alcanzarlo al fin en el punto en que debe serlo. Usted invita, usted provoca a salir de la confusión… Quizá un exceso anuncia que el tiempo viene. A la larga, ¿cómo soportar que la acción, bajo formas tan desdichadas, acabe de «escamotear» la vida? Sí, quizá el tiempo viene ahora, para denunciar la subordinación, la actitud avasallada, con lo que la vida humana es incompatible: subordinación, actitud, aceptadas desde siempre, pero de las que un exceso nos obliga, hoy en día, a separarnos lucidamente. ¡Lucidamente! Es, bien entendido, sin la menor esperanza.

    A decir verdad, por hablar así, se arriesga siempre a engañar. Pero usted me sabe tan lejos del abatimiento como de la esperanza. He escogido simplemente vivir: me asombro en todo momento de ver hombres ardientes y ávidos de tratar de burlarse del placer de vivir. Esos hombres confunden visiblemente la acción y la vida, sin nunca ver más que, la acción siendo el medio necesario en la conservación de la vida, lo único válido[5] es la que se borra, en el rigor se prepara para borrarse, ante la «diversidad rielante» de la cual usted habla, que no puede, y nunca podrá ser reducida a lo útil.

    La dificultad de subordinar la acción a su fin viene de lo que lo único válido es lo más rápidamente eficaz. De donde, inicialmente, la ventaja de entregarse a eso sin medida, de mentir y de ser desenfrenado. Si todos los hombres admitieran obrar tan poco como la necesidad el encargo[6] en su totalidad, mentira y brutalidad serían superfluas. Son la propensión desbordante en la acción y las rivalidades que manan de ahí, que hacen la eficacia más grande de los mentirosos y de los ciegos. Además, en las condiciones dadas, ¡no podemos nada para salir de eso: para remediar en el mal de la acción excesiva, hace falta o hará falta obrar! Nunca hacemos, pues, más que encargar[7] verbal y vanamente a los que mienten y ciegan a los suyos. Todo se estropea en esa vanidad. Ninguno puede encargar la acción más que por el silencio, —o la poesía,— abriendo su ventana en el silencio. ¡Denunciar, protestar es aún obrar, es al mismo tiempo sustraerse ante las exigencias de la acción!

    Nunca, me parece, señalaremos bastante bien una primera incompatibilidad de esta vida sin medida (hablo de lo que es, en el conjunto, que, más allá de la actividad productiva es, en el desorden, lo análogo de la santidad), que solo cuenta y que solo es el sentido de toda humanidad, —como consecuencia de la acción sin medida misma. La acción no puede tener, evidentemente, valor más que en la medida en que tiene la humanidad por razón de ser, pero acepta raramente esta medida: pues la acción, de todos los opios, procura el sueño[8] más pesado. El lugar que toma hace soñar[9] con los árboles que impiden ver el bosque, que se dan para el bosque.

    Es por eso, me parece, dichoso por oponernos al equivoco y no pudiendo obrar verdaderamente nuestro sustraer sin ambages. Digo nosotros, pero sueño con ustedes, conmigo, con los que se parecen a nosotros. Dejar los muertos a los muertos  (salvo imposible), y la acción (si es posible) a los que la confunden apasionadamente con la vida.

    No quiero decir así como debemos en todos los casos renunciar a toda acción, no podremos, posiblemente, nunca dejar de oponernos a las acciones criminales o desatinadas, pero nos hace falta claramente reconocerlo, la acción racional y válida[10] (desde el punto de vista general de la humanidad) volviéndose, como lo habríamos podido prever, la parte de los que obran sin medida, arriesgando por eso, de racional en la partida, ser cambiada dialécticamente en su contrario, no podríamos oponernos a eso más que con una condición, si nos substituimos, o más bien, si tenemos el corazón y el poder de substituirnos en aquellos de los cuales no amamos los métodos.

    Blake dice poco más o menos en estos términos: «Hablar sin obrar, engendrar la pestilencia.»
    Esta incompatibilidad de la vida sin medida y de la acción desmesurada es decisiva a mis ojos. Tocamos el problema cuyo «escamoteo» contribuye sin ninguna duda al modo de proceder ciego de toda la humanidad presente. Tan raro como eso parece en primer lugar, creo que este escamoteo fue la inevitable consecuencia del debilitamiento de la religión. La religión planteaba este problema: mejor, era su problema. Pero, de grados a grados, ha abandonado el campo en el pensamiento profano, que aún no ha sabido plantearlo. No podemos lamentarlo pues, planteándolo con autoridad, la religión lo planteaba mal. Sobre todo, lo planteaba de manera equivoca —en el más allá. En su principio la acción seguía siendo el asunto de este mundo…: todos sus verdaderos fines seguían siendo celestes. Pero finalmente nos toca plantearlo bajo su rigurosa forma.
    Así su cuestión me conduce, desde mi afirmación muy general, a esforzarme por precisar, desde mi punto de vista, los datos actuales y el alcance de la incompatibilidad que me parece fundamental.

    No se toma aun tan claramente como, en el tiempo presente, es, aunque en apariencia haya durado mucho, —el debate sobre la literatura y el compromiso que es decisivo. Pero justamente, no podemos dejar eso ahí. Creo que, en primer lugar, importa definir lo que pone en juego la literatura, que no puede ser reducida a servir a un maestro. NON SERVIAM es, se dice, la divisa del demonio. En ese caso la literatura es diabólica.

    Amaría en este punto dejar toda reserva, dejar en mí hablar la pasión. Eso es difícil. Eso es resignarme a la impotencia de deseos demasiado grandes. Querría evitar, en la medida misma en que la pasión me hace hablar, recurrir a la expresión cansada de la razón. Sea lo que sea, por lo menos usted podrá sentir en primer lugar que eso me parece vano, incluso imposible. Eso es oscuro si digo que en la idea de hablar sagazmente de esas cosas, experimento un gran malestar. Pero me dirijo a usted, quien verá de golpe, a través de la pobreza de palabras sensatas, lo que no ase más que ilusoriamente mi razón.

    Lo que soy, lo que son mis pareceres o el mundo en que somos[11], me parece honesto afirmar rigurosamente que no puedo saber nada de eso: apariencia impenetrable, pobre luz vacilante en una noche sin límites concebibles, que rodea todos los lados. Me mantengo, en mi impotencia asombrada, en una cuerda. No sé si amo la noche, eso se puede, pues la frágil belleza humana no me conmueve hasta el malestar, más que por saber insondable la noche en que ella viene, en que ella va. ¡Pero amo la figura lejana que los hombres han trazado y no cesan de dejar de ellos mismos en esas tinieblas!  Me arrebata y le amo y eso me hace mal frecuentemente por amarle demasiado: aun en sus miserias, sus tonterías y sus crímenes, la humanidad sórdida y tierna, y siempre extraviada, me parece un desafío embriagador. No es Shakespeare, es ELLA, quien tuviera esos gritos para desgarrarse, no importa si sin fin ELLA traiciona lo que ella es, que la excede. ELLA es conmovedora  en la simpleza, cuando la noche se hace más sucia, cuando el horror de la noche cambia los seres en un vasto desperdicio.

    Se me habla de mi universo «insoportable», como si quisiera en mis libros exhibir  algunas cicatrices, como lo hacen los desdichados. Es verdad que en apariencia, me plazco en negar, al menos en descuidar, en tener para nada los múltiples recorridos que nos ayudan a soportar. Los desprecio menos que lo que me parece, pero, seguramente, tengo prisa en devolver lo poco de vida que me toca a lo que se sustrae divinamente ante nosotros, y se sustrae a la voluntad de reducir el mundo a la eficacia de la razón. Sin tener nada contra la razón y el orden racional (en los numerosos casos en que es claramente oportuno, soy como los otros para la razón y el orden racional), yo no sepa más que en este mundo nada haya nunca parecido adorable que no excediera la necesidad de utilizar, que no destrozara y no estremeciera al encantar, que no fuera, en una palabra, sobre el punto de no poder ser soportado más. Quizás tengo la culpa, sabiéndome claramente limitado por el ateismo, de nunca haber exigido menos de este mundo que los cristianos no exigían de Dios. La idea de Dios misma, aunque tuvo por fin lógico dar razón del mundo, ¿no tuvo que  helarse? ¿no era ella misma «intolerable»? Con más fuerte razón  lo que es, de lo cual no sabemos nada (sino en trozos despegados), de lo cual nada da razón, y de lo cual la impotencia o la muerte del hombre es la única expresión bastante plena. No dudo que al alejarnos de lo que tranquiliza, nos aproximábamos a nosotros mismos, a ese momento divino que muere en nosotros, que ya tiene la extrañeza del reír, la belleza de un silencio angustiante. Lo sabemos desde hace tiempo: no hay nada que encontrábamos en Dios que no podíamos encontrar en nosotros. Seguramente, en la medida o la acción útil no lo ha neutralizado, el hombre es Dios, consagrado, en un transporte continuo, a una «intolerable» alegría. Pero el hombre neutralizado por lo menos no tiene más nada de esa dignidad angustiante: el arte solo hereda hoy en día, bajo nuestros ojos, el papel y el carácter delirantes de las religiones: es el arte hoy en día quien nos trasfigura y nos roe, quien nos diviniza y nos burla, quien expresa por sus mentiras pretendidas una verdad vacía al fin de sentido preciso.

    No ignoro que el pensamiento humano se desvía en su completud del objeto del cual hablo, que es lo que somos soberanamente. Lo hace de golpe seguro: nuestros ojos se desvían menos necesariamente del deslumbramiento del sol.
    Para los que quieren limitarse a ver lo que ven los ojos de los desheredados, se trata del delirio de un escritor… Me guardo de protestar. Pero me dirijo a usted, por usted, a los que se nos parecen, y usted sabe mejor que yo eso de lo que hablo, teniendo la ventaja sobre mí de no desertar nunca de eso. ¿Cree usted que un objeto tal no pide de los que lo abordan que ellos escojan? Un libro frecuentemente desdeñado, que testimonia no obstante uno de los momentos extremos en que el destino humano se busca, dice que ninguno puede servirse  de dos  maestros[12]. Yo diría más bien que ninguno puede, alguien tiene ganas que tuviera eso, servirse de un maestro (cualquiera que sea), sin negar en él mismo la soberanía de la vida. La incompatibilidad que el Evangelio formula no es menos que eso, en la salida, a pesar del carácter útil, de juez y de benefactor, dado a Dios, la de la actividad práctica y del objeto del cual hablo.

    No se puede, por definición, pasarse de la actividad útil, pero otra cosa es responder a la triste necesidad y dar el paso a esa necesidad en los juicios que deciden nuestra conducta. Otra cosa hacer de la pena de los hombres el valor y el juez supremos, y no recibir por soberano más que mi objeto. La vida, por un lado, es recibida en una actitud sumisa, como una carga y una fuente de obligación: una moral negativa entonces, responde a la necesidad servil de la molestia, que nadie podría contestar sin crimen. En el otro sentido, la vida es deseo de lo que puede ser amado sin medida, y la moral es positiva: ella da exclusivamente el valor al deseo y a su objeto. Es común afirmar una incompatibilidad de la literatura y de la moral pueril (no se hace, se dice, buena literatura con buenos sentimientos). ¿No debemos, a fin de ser claros, señalar en contrapartida que la literatura, como el sueño, es la expresión del deseo, —del objeto del deseo, — y por eso de la ausencia de molestia, de la insubordinación ligera?

    «La literatura y el derecho a la muerte» niega la seriedad de la cuestión: « ¿Qué es la literatura?» que «nunca ha recibido más respuestas insignificantes». «La literatura… parece el elemento vacío… sobre el cual la reflexión, con su propia gravedad, no puede retornarse sin perder su seriedad.» ¿Pero de este elemento no podemos decir que es justamente el objeto del cual hablo, que, absolutamente soberano, pero no manifestándose más que por el lenguaje, no es en el seno del lenguaje más que un vacío, ya que el lenguaje «significa» y que la literatura retira en las frases el poder de designar otra cosa que mi objeto? Ahora bien, de este objeto, si tengo tanto mal por hablar, es que nunca aparece incluso desde el instante en que hablo de eso, ya que, como parece, el lenguaje «es un momento particular de la acción y no se comprende por fuera de ella» (Sartre).

    En estas condiciones la miseria de la literatura es grande: es un desorden resultante de la impotencia del lenguaje por designar lo inútil, lo superfluo, a saber la actitud humana sobrepasando la actividad útil (o la actividad considerada en el modo de lo útil). Pero, para nosotros, del cual, de hecho, la literatura fue la preocupación privilegiada, nada cuenta más que los libros, —que leemos o que hacemos,— sino lo que ponen en juego: y tomamos por nuestra cuenta esta inevitable miseria.

    Escribir no es menos en nosotros el poder de añadir un trazo a la visión desconcertante, que maravilla, que asusta, —que el hombre está en él mismo incesantemente. ¡Bien sabemos, de las figuras que formamos, que la humanidad se pasa de ellas fácilmente: en suponer incluso que el juego literario completo sea reducido, avasallado a la acción, el prodigio está ahí de todas maneras! La impotencia inmediata de la opresión y de la mentira es incluso más grande que la de la literatura auténtica: simplemente, el silencio y las tinieblas se extienden.

    Sin embargo, ese silencio, esas tinieblas preparan el ruido resquebrajado y los lugares temidos de nuevas tormentas, preparan el retorno de conductas soberanas, irreductibles al hundimiento del interés. Pertenece al escritor no tener otra elección más que el silencio, o esta soberanía tormentosa. En la exclusión de otras preocupaciones mayores, no puede más que formar esas fascinantes figuras —innombrables y falsas—, que disipa el recurso en la «significación» del lenguaje, pero donde la humanidad perdida se encuentra. El escritor no cambia la necesidad de asegurar las subsistencias, —y su repartición entre los hombres,— no puede tampoco negar la subordinación a esos fines de una fracción del tiempo disponible, pero fija él mismo los límites de la sumisión, que no es menos necesariamente limitada como ineluctable. Está en él, es por él que el hombre aprende que por siempre permanece inasible, siendo esencialmente imprevisible, y que el conocimiento debe finalmente resolverse en la simplicidad de la emoción. Es en él y por él que la existencia es generalmente lo que la hija es al hombre que la desea, que ella le ama o le abre, que le aporta el placer o la desesperanza. La incompatibilidad de la literatura y del compromiso, que obliga, es pues precisamente la de contrarios. Nunca hombre comprometido no escribió nada que no fuera mentira, o no sobrepasara el compromiso. Si parece ir de otro modo es que el compromiso del que se trata no es el resultado de una elección, que respondió a un sentimiento de responsabilidad o de obligación, sino el efecto de una pasión, de un insalvable deseo, que no dejaron nunca la elección. El compromiso del cual el temor del hambre, del avasallamiento o de la muerte de otro[13], del cual la pena de los hombre hicieron el sentido y la fuerza apremiante aleja al contrario de la literatura, que parece mezquina —o peor— a lo que busca la molestia de una acción indiscutiblemente  acuciante, a la cual sería floja o fútil por no consagrarse completamente. Si hay alguna razón de obrar, hace falta decirla lo menos literalmente que se pueda.

    Es claro que el escritor auténtico, que no escribe para mediocres o por irreconocibles[14] razones, no puede, sin caer en la simpleza, hacer de su obra una contribución a los designios de la sociedad útil. En la medida en que serviría, esta obra no sabría tener verdad soberana. Iría en el sentido de una sumisión resignada, que no tocaría solamente la vida de un hombre entre otros, o de un gran número, sino lo que es humanamente soberano. 

    Es verdad, esta incompatibilidad de la literatura y del compromiso, fue fundamental, no puede ir siempre contra los hechos. Ocurre que la parte exigida por la acción útil se refiere a la vida entera. No hay más, en el peligro, en la urgencia o la humillación, lugar para lo superfluo. Pero desde entonces, no hay más elección. Justamente se ha alegado el caso de Richard Wright: un Negro del Sur de los Estados Unidos no podría salir de las condiciones de molestia sopesando en sus pareceres, en los cuales escribió. Esas condiciones, las recibe desde el afuera, no ha escogido ser comprometido así. Con este propósito, Jean-Paul Sartre ha hecho esta anotación: «…Wright, escribiendo para un público desgarrado, ha sabido mantenerse, a la vez, y sobrepasar esta desgarradura: él tiene el pretexto de una obra de arte.» No es absolutamente extraño en el fondo que un teórico del compromiso de los escritores sitúe la obra de arte —bien es lo que sobrepasa, inútilmente, las condiciones dadas—, más allá del compromiso ni que un teórico de la elección insista él mismo en el hecho de que Wright no podía escoger —sin sacar las consecuencias. Lo que es penoso es la libre preferencia, cuando nada es aun exigido desde afuera y que el autor elija por convicción hacer ante todo obra de prosélito: él niega muy a propósito el sentido y el hecho de un margen de «pasión inútil», de existencia vana y soberana, que es en su conjunto la propiedad de la humanidad. Hay menos suerte mientras que, a pesar de él, este margen se encuentre, como en el caso de Wright, bajo forma de obra de arte auténtica, cuyo fin  la predicación es solamente el pretexto. Si hay urgencia verdadera, si la elección no es más dada, aun sigue siendo posible reservar, quizás tácitamente, el retorno del momento en que cesará la urgencia. La elección sola, si es libre, subordina al compromiso lo que, siendo soberano, no puede ser más que soberanamente.

    Puede parecer vano detenerse tan largamente en una doctrina que no alcanzó posiblemente más que algunos espíritus angustiados, turbados por una libertad de humor demasiado grande, demasiado vago.  Lo menos que se puede decir por lo demás es que ella no podía fundar una exigencia precisa y severa: todo debía permanecer en lo vago en práctica, y la incoherencia natural ayudando… Por otra parte, el autor mismo implícitamente ha reconocido la contradicción con que tropieza: su moral, completamente personal, es una moral de la libertad de la elección, pero el objeto de la elección es siempre… un punto de la moral tradicional. La una y la otra moral son autónomas, y no se le ve, hasta aquí, el medio de pasar de la una a la otra. Este problema no es superficial: Sartre mismo lo concede, el edificio de la vieja moral es carcomido, y su pensamiento acaba de estremecerle…

    Si llego, al seguir estas vías, a las proposiciones más generales, aparece en primer lugar que el salto de Gribouille[15] del compromiso puesto en luz lo contrario de lo que buscaba (he tomado el revés de lo que Sartre dice de la literatura): las perspectivas en seguida se componen de una manera fácil. Me parece en segundo lugar oportuno no darse cuenta de la opinión recibida sobre el sentido menor de la literatura.

    Los problemas de los que he tratado tienen otras consecuencias, pero he aquí bajo qué forma me parece que, desde ahora, podríamos dar más rigor a una incompatibilidad cuyo desconocimiento revocó al mismo tiempo la vida y la acción, la acción, la literatura y la política.

    Si damos el paso a la literatura, debemos, al mismo tiempo, confesar que nos preocupamos poco por el incremento de los recursos de la sociedad.

    Cualquiera que dirija la actividad útil, en el sentido de un incremento general de las fuerzas,asume intereses opuestos a los de la literatura. En una familia tradicional, un poeta dilapida el patrimonio, y está maldito; si la sociedad obedece estrictamente al principio de utilidad, a sus ojos, el escritor derrocha los recursos, si no debería servir el principio de la sociedad que le nutre. Comprendo personalmente «el hombre de bien» que juzga bueno suprimir o avasallar un escritor: eso quiere decir que toma en la seriedad la urgencia de la situación, eso es quizás simplemente la prueba de esa urgencia.

    El escritor, sin desestimarse, puede caer de acuerdo con una acción política racional (puede incluso apoyarla en sus escritos) en el sentido del incremento de las fuerzas sociales, si ella es una crítica y una negación de lo que es efectivamente realizado. Si sus partidarios tienen el poder, puede no combatirla, no callarse, pero eso es solamente en la medida en que se niega él mismo a que la sostenga. Si lo hace, puede dar a su actitud la autoridad de su nombre, pero el espíritu sin el cual ese nombre no tendría sentido no puede seguir, el espíritu de la literatura siempre está, que el escritor lo quiera o no, del lado del derroche, de la ausencia del fin definido, de la pasión que roe sin otro fin que ella misma, sin otro fin que roer. Toda sociedad teniendo que ser dirigida en el sentido de la utilidad, la literatura, a menos de ser considerada, por indulgencia, como una distensión menor, siempre está en lo opuesto de esta dirección.

    Excúseme si para precisar mi pensamiento añado por último estas consideraciones, posiblemente, penosamente teóricas.
    No se trata más de decir: el escritor tiene razón, la sociedad dirigente está equivocada. Siempre lo uno y lo otro tuvieron razón y equivocación.  Hace falta ver sin agitación lo que es de eso: dos corrientes incompatibles animan la sociedad económica, que siempre opondrá dirigidos a los dirigentes. Los dirigentes intentan producir lo más posible y reducir el consumo. Esta división se encuentra por otra parte en cada uno de nosotros. Quien es dirigido quiere consumir lo más posible y trabajar lo menos posible. Ahora bien, la literatura es consumo. Y, en el conjunto, por naturaleza, los literatos están de acuerdo con lo que aman dilapidar.

    Lo que siempre impide determinar esta oposición y estas afinidades fundamentales es que comúnmente, del lado de los consumidores, todo el mundo tira cada cual por su lado. Quien más es, los más fuertes se han atribuido a porfía un poder por encima de la dirección de la economía. De hecho, el rey y la nobleza, dejando a la burguesía el cuidado de dirigir la producción, se esfuerzan por retener una gran parte de los productos consumibles. La Iglesia, que asumía, en acuerdo con los señores, el cuidado de colocar por encima del pueblo algunas figuras soberanas, utilizaba un prestigio inmenso en la retención de una parte diferente. El poder —real, feudal, o eclesiástico— del régimen precediendo la democracia tuvo el sentido de un compromiso[16], por el cual la soberanía, bastante superficialmente dividida en dominios opuestos, espiritual y temporal, era indebidamente puesta al servicio al mismo tiempo del bien publico y del interés propio del poder. En efecto, una actitud soberana que estaría completa sería cercana del sacrificio, no del mando[17] o de la apropiación de las riquezas. El poder y el abuso que tiene el soberano clásico subordinan a otra cosa que ella una actitud soberana, —que es la autenticidad del hombre, o no es nada,— pero no es más auténtica, evidentemente, si tiene otros fines que ella misma (en suma, soberana quiere decir no sirviéndose de otros fines que ella misma). Por lo menos hace falta que el instante en que la soberanía se manifiesta (se entienda  no la autoridad sino el acuerdo con el deseo sin medida) se la lleva de una manera cortada en las consecuencias «políticas» y financiaras de su manifestación. Tanto como parece, en tiempos remotos, la soberanía golpeaba a los dioses y a los reyes de muerte o de impotencia. La soberanía real, cuyo prestigio ha arruinado o se arruina, es una soberanía degradada, compuesta desde hace mucho tiempo con la fuerza militar, perteneciendo al comandante[18]. Nada está más lejos de la santidad y de la violencia de un momento auténtico. 

    Posiblemente la literatura, con el arte, antaño el auxiliar discreto de los prestigios religiosos o principescos, no tenía entonces autonomía: ella respondió mucho tiempo a algunos encargos[19] o a algunas esperas que no confesaban el carácter menor. Pero desde el principio, desde que ella asume, a lo opuesto de la vanidad de autor, la simple soberanía, —extraviada en el mundo activo, inconciliable,— deja ver lo que siempre fue, a pesar de los múltiples compromisos[20]: movimiento irreductible a los fines de una sociedad utilitaria. A menudo este movimiento entra en cuenta en los más bajos cálculos, pero nunca es reducido en principio, más allá del caso particular en que lo es. Nunca es en verdad reducido más que en apariencia. Los novelas con éxito, los poemas más serviles, dejan intacta la libertad de la poesía o de la novela, que lo más puro aun pueda alcanzar. Mientras que la autoridad legal ha arruinado, por una confusión irremediable, la soberanía de los príncipes y de los sacerdotes.

    Heredando los prestigios divinos de esos sacerdotes y de esos príncipes atareados, seguramente, el escritor moderno recibe en parte al mismo tiempo lo más rico y más temible de las partes: con razón la nueva dignidad del heredero toma el nombre de «maldición». Esta «maldición» puede ser dichosa (sea esto de una manera aleatoria). Pero lo que el príncipe recibía como lo más legítimo y lo más envidiable de los beneficios, el escritor lo recibe primero como don de triste advenimiento. Su parte es primero la mala conciencia, el sentimiento de la impotencia de las palabras y… ¡la esperanza de ser incomprendido! Su «santidad» y su «realeza», quizás su «divinidad», le aparecen para humillarle mejor: lejos de ser auténticamente soberano y divino, lo que le arruina es la desesperanza o, más profundo, el remordimiento de no ser Dios…Pues no tiene auténticamente la naturaleza divina: y sin embargo ¡no tiene el tiempo libre de no ser Dios!  

    Nacida de la decadencia del mundo sagrado, que moría por esplendores engañosos y sin brillo, la literatura moderna en su nacimiento parece incluso más cercana a la muerte que este mundo desposeído[21]. Esta apariencia es engañosa. Pero es pesada en condiciones desarmantes por sentirse solo la «sal de la tierra». El escritor moderno no puede estar en relación con la sociedad productiva más que al exigir de ella una reserva, donde el principio de utilidad no reina más, pero, abiertamente, le niega de la «significación», el sinsentido de lo que es primero dado al espíritu como una coherencia terminada, le llama a una sensibilidad sin contenido discernible, a emoción tan viva que deja a la explicación la parte irrisoria. Pero ninguno sabría sin abnegación, mejor sin lasitud, recurrir al fragmento de mentiras que compensan los de la realeza o de la Iglesia, y no difieren más que en un punto: que se dan de ellos mismos por mentiras. Los mitos religiosos o reales eran por lo menos tenidos por reales. Pero el sinsentido de la literatura moderna es más profundo que el de las piedras, siendo, porque es sinsentido, el único sentido concebible que el hombre aun puede dar al objeto imaginario de su deseo. Una abnegación tan perfecta pide la indiferencia, o más bien, la madurez de un muerto. Si la literatura es el silencio de las significaciones es en verdad la prisión de la cual todos los ocupantes quieren evadirse.

    Pero el escritor moderno recoge, en contrapartida de esas miserias, un privilegio mayor en los «reyes» a los que él sucede: el de renunciar a ese poder que fue el privilegio menor de los «reyes», el privilegio mayor de no poder nada y de reducirse, en la sociedad activa, al avance, a la parálisis de la muerte.

    ¡Demasiado tarde hoy en día para buscar un sesgo! Si el escritor moderno no sabe aun lo que le incumbe, —y la honestidad, el rigor, la humildad lucida que eso pide,—  importa poco, pero desde entonces renuncia a un carácter soberano, incompatible con el error: la soberanía, debía saberlo, no permite ayudarle sino destruirle, lo que podía pedirle era hacer de él un muerto viviente, quizás alegre, pero roído por dentro por la muerte.
    Usted sabe que toda esta carta es la única expresión que puedo dar a mi amistad con usted.







[1] Según la nota de la edición de las Œuvres Complètes, Tome XII, esta carta fue publicada en Botteghe Oscure, Roma, Nº III 1950, p. 172-187. Las notas, excepto la siguiente y, en parte, ésta, son del traductor. Se ha procurado intervenir lo menos posible en la estructura de las frases (un par pueden parecer desconcertantes), ya que, por tratarse de una carta, esto puede dar muestras de lo íntimo de lo escrito.
[2] ¿Hay incompatibilidades? Aunque parece bastante vano plantear hoy en día semejante pregunta, los recursos de la dialéctica, si se juzga sobre los resultados conocidos, permitiendo responder favorablemente a todo, pero favorablemente no significa verdaderamente, Empédocles propone que sea examinada con atención la cuestión moderna de las incompatibilidades, moderna porque activa sobre las condiciones de existencia de nuestro Tiempo, se convendrá eso, a la vez turbio y efervescente. Se afirma bajo una gran cantidad de ángulos que ciertas funciones de la conciencia, ciertas actividades contradictorias pueden ser reunidas y mantenidas por el mismo individuo sin perjudicar a la verdad práctica y sana que las colectividades humanas se esfuerzan por alcanzar. Eso es posible, pero no es seguro. Lo político, lo económico, lo social, y qué moral…
    Desde el momento que algunas quejas, algunas reivindicaciones legitimas se elevan, algunas luchas se comprometen y algunos remedios son formulados, ¿no piensan que si el mundo actual debe encontrar una muy relativa armonía, su diversidad rielante, lo deberá en parte al hecho de que podrá ser resuelto o, todo al menos, planteado seriamente el problema de las incompatibilidades, problema vital, problema de base, como por placer escamoteado?
    Hay en todo hombre, se lo sabe, una gota de Ariel, una gota de Calibán, más una parcela de un amorfo desconocido, pongamos, para simplificar, de carbón, susceptible de volverse diamante si Ariel persevera, o, si Ariel dimite, enfermedad de las moscas.
    Dejamos a los que quieren respondernos el cuidado de precisar el buen sentido o no, la lógica o no de nuestra cuestión y su tabla de orientación.
    Cuestionario torpe y poco claro, se objetará. Pero es de ustedes, adversarios o compañeros, que cuestionario y respuestas esperen la luz.

    Mayo de 1950
René Char
[3] Sommeil
[4] Sommeil.
[5] Recevable.
[6] Commande.
[7] Condamner.
[8] Sommeil.
[9] Songer.
[10] Recevable.
[11] “Nous sommes”, en francés, considero que es mejor traducirlo por  “somos” y no “estamos” ya que así alude, aunque sea por compartir el verbo (no poco importante), al “soy” que se plantea antes y a la no diferenciación entre ser y estar que maneja la lengua francesa.
[12] Maîtres.
[13] Autrui.
[14] Inavouables.
[15] Según Le Petit Robert 2009, este nombre se refiere a una “persona ingenua y poco prudente que se arroja estupidamente a los problemas, a los males mismos que debería evitar.” Algunos franceses entienden, por analogía a este nombre, “una persona desordenada”. Así mismo, una “fuente” virtual, sin mucha referencia, deriva este nombre de un “personaje popular que se arroja al agua por temor a la lluvia”.

[16] Compromis.
[17] Commandement.
[18] Chef de l’armée.
[19] Commandes.
[20] Compromis.
[21] Dechu.