sábado, 25 de agosto de 2012

FELICIDAD CLANDESTINA

Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

FIN 

miércoles, 8 de agosto de 2012

LA INSENSATEZ DE LA DOCTRINA

De la doctrina a la insensatez hay una delgada línea. Ésta se presenta cuando el concepto, puro por demás, se vuelve y se transgrede en campos excluyentes e incluyentes, es decir, por un lado están los predicadores de géneros, propuestas y movimientos y, por el otro, están los detractores de las mismas. Es por ello que, aunque sea algo difícil de llevar a cabo, lo mejor es no encasillarse, no crear identidades, pues todas éstas se convierten casi en una religión o una doctrina casi divina que, más que abrir los ojos, se encarga de cegar al individuo y hacerlo uno más de la manada de corderos tras un mismo fin.


Sí, quizá sea arbitrario afirmar tal cosa, pero ¿qué no es arbitrario? ¿Dónde puede hablarse libremente de algo sin que eso implique netamente estar en el mismo círculo, es decir, donde el debate apunta siempre hacia el mismo lado? Pues arbitrariamente puede decirse que el debate se cierra en el momento mismo en que dos o más coinciden en una posición, pues allí habría acuerdo y éste se encargaría de dar más peso a la doctrina; es por esto último que existe la empatía entre amigos, siempre manadas reducidas, en las cuales cuando alguno está en contra o diverge con la mayoría empieza a ser excluido, aunque esto no es algo genérico o, quizá, la mayoría lo negará, pero si son sensatos como todo lo que se encargan de profesar, se darán cuenta que es así.


La delgada línea toma fuerza cuando el argumento se vuelve repetitivo, o siempre el mismo sustento, algo así como desayunar todos los días con cereal, algo aburrido. Cuando pierde valor y, lo más relevante, cuando se vuelve tan excluyente, discriminatorio e insolente, esto es, cuando la intención no se vuelve más que estar dejando al que diverge por el piso. La cuestión es simple, está desde el mismo personaje que hace un comentario en un blog o página sobre ciertos temas y su argumento o justificación no es más que insultos o alusiones a las personas que escriben el artículo, como “imbéciles” o “gomelitos” o “mentes vacías”; estos que critican de esa manera deberían darse cuenta que esos términos que utilizan se encasillan más en lo que hacen, como escorias de la red, y por eso su insensatez es tal que simplemente lo hacen por “joderle” la vida a alguien que se expresa argumentadamente y con una buena intención, ese sería un vivo ejemplo.


También, y este texto no se trata de señalar ni de convertirse en un “contra la pared” de todas las cosas, se presenta tal insensatez en el arte, en el encasillamiento, en la reducción a una sola cosa, es decir, que porque a éste o a aquel le guste la poesía romántica –diferente a la de amor- entonces a mí o a ti no te debe gustar o tiene que gustarme; o porque a este grupo “X” le guste la literatura inglesa del siglo XVIII y XIX entonces a este grupo, por solamente llevar la contraria, le guste la poesía francesa del siglo XVIII y XIX, cosas totalmente diferentes; entonces, y siendo más reduccionistas acá también, todo movimiento empezó por un gusto individual que, por el devenir de la vida y el paso del tiempo, se convirtió en algo colectivo, un espacio en el cual la coincidencia y el libre juego del azar se encargó de unir y crear un concepto alrededor de… pero, y ahí está el detalle oscuro del asunto, cuando esas apreciaciones se volvieron radicalismo extremo, cosa que se ve más en la música, pero de lo cual ya se ha escrito demasiado, y, por ello, a pesar de que la mayoría habla de una inclusión y un pluralismo, se encerraron tanto que su gran definición conceptual y ‘final’ se fue esfumando poco a poco para convertirse en movimiento autocráticos, violentos, con fines políticos (aunque a esos son los que se ha llamado intelectuales); otro punto relevante en este aspecto, se presenta cuando hay tanta subdivisión de todo, pues, si bien existen los géneros o la base de algo, siempre ésta genera más división y entra en juego la ramificación, la constante creación de conceptos, que no es más que la manifestación de que no hay una verdad absoluta sino muchas verdades, cada uno con su verdad, por esa razón no puede reducirse todo a una sola cosa ni una sola cosa a Todo, ya que, se caería en el mismo devenir doctrina que ha instaurado el mundo con el paso del tiempo.


La música son cantos de guerra, la poesía cantos de guerra, la literatura cantos de guerra, la vida es una guerra, nosotros somos los guerreros, pero malos guerreros [y olvidemos concepciones moralistas del asunto]. Guerreros que simplemente están en busca de refugio, que tratan de crear una identidad a partir de algo –craso error- y por ello tomarla como la verdad de la vida nuestra. Como si no se pudiera escuchar rock, indie, noise, punk, neopunk, metal, hard rock, postpunk, etc., al mismo tiempo y sentir atracción por ellos sin encasillarse netamente en uno, ni elevar cualquiera de ellos a lo máximo, pero tampoco reducir alguno a lo peor. Es así como la doctrina se encarga de ser más destructiva que constructiva pues, aunque no se trata esto de generar un único juicio, cuando las cosas se reducen a una sola forma el asombro y la experimentación pierden su encanto y se vuelven casi como un santo que está en una iglesia –un cd, cassette o archivo digital- o una academia que se encarga de enseñar solo un tipo de cosas –las facultades, grupo de amigos o tribus urbanas- así, y sin ser tan despectivo, tanta rama solo hace que el árbol sea más frondoso, más difícil de descifrar y de reducir a una sola cosa; es por ello que la doctrina hace al hombre insensato, somos insensatos, este escrito es una insensatez.


escrito originalmente en tendenciagarage.com